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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Intriga, #Policíaco

Ira Divina (37 page)

BOOK: Ira Divina
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—¡Ah, bueno! Entonces, ¿cuál es el castigo que le impondrán a esa adúltera?

El anfitrión lanzó una mirada de reprimenda a la hija por haber sacado aquel asunto en la mesa, teniendo en cuenta la presencia del huésped y sus hábitos manifiestamente conservadores. Luego encaró al egipcio con una sonrisa forzada, algo avergonzado de lo que iba a decir.

—No habrá castigo alguno.

—¿Por qué?

—Porque…, porque aquí el adulterio no es un delito.

Al oír esta revelación, el huésped se atragantó y comenzó a toser. Tosió tanto que parecía que se le iban a salir los pulmones por la boca. Cuando por fin se recuperó, sintió ganas de levantarse y gritar a toda aquella gente, de mandar a las mujeres que se pusieran el velo, de tirar las cervezas por la ventana y…

Pero se contuvo.

Sus órdenes eran que no debía revelar sus pensamientos. Tenía que ocultar a toda costa que era un verdadero creyente. Por Alá, no podía dejar de cumplir las instrucciones que le había impartido Al-Jama’a.

Se dio cuenta, sin embargo, de que no iba a ser fácil.

Pasó los primeros tres años en Lisboa aprendiendo portugués y cursando asignaturas en el instituto que le permitirían luego matricularse en la facultad. Hastiado de tanto comportamiento desviado, dejó en cuanto pudo la casa de los Qabir y alquiló un cuarto a dos manzanas de allí. La capacidad de memorización que había desarrollado al aprenderse todo el Corán en su infancia le ayudó considerablemente y, pasado un tiempo, hablaba portugués con sólo algún rastro de acento extranjero.

La modernidad que veía a su alrededor, en vez de inspirarlo y llevarlo a cuestionar todo lo que había pensado hasta entonces, le sirvió para reforzar sus creencias y alentar el mayor de los resentimientos. ¿Cómo era posible que los
kafirun
fueran tan ricos y los creyentes tan pobres? ¿Cómo podía Alá permitir tamaña injusticia? La respuesta era evidente: los creyentes se habían desviado del verdadero camino. ¡Habían abandonado la
sharia
y Dios los había castigado con aquella enorme humillación!

Por tanto, era preciso volver a las verdaderas leyes islámicas. Era necesario respetar la
sharia
íntegramente y devolver a la Tierra la Ley Divina. Sólo así los creyentes podían agradar a Dios y recuperar su favor, para volver a ser más ricos y poderosos que los
kafirun
. Era fundamental regresar a los valores del pasado para garantizar la hegemonía en el futuro.

Acabó con éxito la secundaria y, como había acordado con Al-Jama’a, se preinscribió en Ingeniería, en el Instituto Superior Técnico y en la Universidade Nova de Lisboa. Le aceptaron en ambos centros, lo que no era sorprendente dadas sus excelentes notas de secundaria y las bajas notas de acceso, y acabó decidiéndose por la Universidade Nova que, al fin y al cabo, era una universidad.

En esa época recibió una carta de El Cairo. La abrió y vio que se la enviaba Arif, su antiguo patrón en el
souq
. Después de los saludos y preámbulos habituales, el dueño de la tienda de pipas de agua se quejó de que Adara ya estaba en edad de casarse y quería saber si su antiguo pupilo seguía dispuesto a cumplir lo acordado años atrás.

Ahmed respondió enseguida y, en dos meses, los novios y los padres tramitaron los papeles necesarios. Cuando firmaron los documentos del matrimonio y todo estuvo listo, Ahmed se acercó a correos por última vez durante toda aquella espera y envió a El Cairo un billete de avión. En el momento en que salía del edificio no pudo contenerse y dio un salto de alegría.

¡La bella Adara llegaría pronto!

35

P
arecía una película.

El desconocido agarraba a Zacarias con el brazo izquierdo, mientras con la mano derecha descargaba una y otra vez el puñal sobre su víctima. Lo apuñaló hasta tres veces, hasta que Tomás salió de su estupor y, recuperada la plena conciencia, asestó una patada brutal en la cabeza al agresor. Cogido por sorpresa, el hombre cayó al suelo, soltando a Zacarias, y encaró al portugués.


Kafir
! —vociferó.

El desconocido se levantó de un salto, con el cuchillo bañado en sangre, y avanzó en dirección a Tomás, amenazador.

Crrrrrr
.

—¡Blackhawk! ¡Blackhawk! —Era la voz de Jarogniew en el auricular, que gritaba frenéticamente—.
Go! Go
!

En medio de la confusión, Tomás recordó que «Blackhawk» era el nombre en clave de Sam. Pero no había tiempo de preocuparse de los demás, la amenaza era demasiado inminente.

Crrrrrr
.

—¡Bluebird, salga de ahí! ¡Ahora!

El agresor, vestido de negro, se movió rápido como un felino y descargó el puñal en dirección a Tomás. Éste saltó hacia atrás y consiguió esquivarlo. Aprovechando que el desconocido perdió el equilibrio momentáneamente, volvió a darle una patada, esta vez en el estómago, pero, aun así, el hombre no vaciló y se abalanzó sobre el historiador.

Crrrrrr
.

—¿Blackhawk!?
Go! Go
!

El portugués consiguió aguantar la mano que empuñaba el cuchillo, pero sintió los golpes del agresor en los riñones. El dolor le hizo flaquear y pronto tuvo la hoja del puñal cerca de los ojos. Empleó todas sus fuerzas para hacer recular al agresor, pero lo único que consiguió fue evitar que avanzara. La punta del puñal estaba ahora a sólo un palmo y Tomás no tenía mucho tiempo para reaccionar.

Crrrrrr
.

—¿Bluebird?

Con un movimiento rápido y desesperado, el europeo se encogió y consiguió dar un rodillazo a su agresor en el vientre y, acto seguido, se volvió y acertó a darle un codazo en la cara. En un acto reflejo, la mano que empuñaba el cuchillo retrocedió y Tomás aprovechó para darle un cabezazo en el rostro al agresor. El desconocido soltó un grito de dolor y, a ciegas, con una furia repentina, descargó el puñal contra su víctima con tal fuerza que rompió la defensa del enemigo y le rasgó la camisa. La hoja del puñal alcanzó el cuerpo de Tomás.

Crrrrrr
.

—Blackhawk, ¿qué pasa?

El portugués sintió un dolor agudo en el pecho, junto al corazón, y vio que le habían acuchillado. Casi sintió pánico. ¿Dónde estaba la ayuda?, se preguntó en aquel momento de desesperación. ¿Dónde estaba Sam? ¿Dónde estaba Rebecca? ¿Por qué tardaban tanto en acudir en su ayuda? ¿Tendrían problemas de comunicación como al principio de la operación? ¿No oían las llamadas insistentes de Jarogniew por los auriculares?

Si era así, estaba perdido.

Crrrrrr
.

—¿Dónde estás, Blackhawk? ¿Qué pasa?

Al notar que su resistencia se agotaba por momentos, Tomás se retorció en un intento de liberarse, pero el desconocido lo inmovilizó con el brazo izquierdo, como había hecho momentos antes con Zacarias. Cuando consiguió liberar el brazo derecho, levantó el puñal bien alto para acuchillar al historiador con todas sus fuerzas.

Pah.

Pah.

El pulso del desconocido perdió energía. Tomás miró hacia arriba y vio que su agresor tenía los ojos vidriosos y un agujero en la cabeza, del que brotaba un fluido blanco mezclado con sangre. El hombre de negro estaba muy rígido y se inclinó poco a poco, como un árbol que se tumba, hasta caer al suelo. Estaba muerto.

Echado de espaldas en el suelo y al fin sin nadie encima de él, el historiador levantó la cabeza y vio a Sam, que agarraba una pistola con las dos manos. Miraba en todas direcciones en busca de potenciales amenazas. El arma aún humeaba.

—¿Está usted bien? —le preguntó Sam sin mirarlo.

Tomás se incorporó apoyando el cuerpo en el codo y se masajeó el pecho dolorido.

—Creo que me ha acuchillado en el pecho —dijo comprobando aún la reacción de su cuerpo—. Pero creo que ha sido de refilón.

—Ahora veremos de qué se trata.

El portugués desvió la atención de la herida que le ensuciaba de sangre la camisa hacia el norteamericano.

—¡Creía que no aparecería nadie! —refunfuñó—. ¿No ha oído como lo llamaba su compañero por el auricular?

—Lo he oído.

—Entonces, ¿por qué rayos ha tardado tanto en llegar?

—Estaba entretenido con otros matones. —Señaló con la cabeza hacia el final de la calle, donde había dos cuerpos tirados en el suelo—. Me ha llevado un momento despacharlos.

Crrrrrr.

—¡Blackhawk! ¿Cuál es la situación?

—Bluebird está
okay
—reveló Sam—. Charlie está
down, Standby
.

El historiador se levantó poco a poco y, tambaleante, se acercó a Zacarias, que estaba tirado en el suelo, inanimado, al lado de un charco de sangre que, aparentemente, le había brotado del cuello. Pero ya no chorreaba más sangre. Tomás se arrodilló junto al antiguo alumno y le puso dos dedos debajo de la oreja intentando encontrarle el pulso.

Nada.

Le tomó el pulso, pero seguía sin haber pulsaciones.

—¿Y bien? —quiso saber Sam.

Tomás agachó la cabeza con tristeza. Sosteniendo la pistola con una sola mano, el norteamericano se arrodilló al lado de Zacarias y le tomó el pulso. Le llevó sólo un instante sacar sus propias conclusiones.

—Está muerto.

Crrrrrr
.


Hello
? —Esta vez era la voz de Rebecca—. ¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?

—Ha habido un incidente —respondió Sam—. Hemos perdido a Charlie. Tenemos que salir de aquí.

—Pero ¿qué pasa? ¿Cómo está Tom? —La voz era frenética y destilaba ansiedad—. ¡Tom! ¿Está usted bien?

—Estoy bien.

—Shopgirl, deje libre la línea —ordenó Sam—. Tenemos que salir de aquí.

Una multitud se acercaba en aquel momento al lugar atraída por los cuerpos inertes de Zacarias y del desconocido. Sam estaba ansioso por dejar el lugar antes de que llegara la policía y tiraba de Tomás. El historiador, por su parte, no digería fácilmente la idea de abandonar el cadáver de su antiguo alumno y se sacudió la mano que tiraba de él.

—¡Oiga, tenemos que salir de aquí ya! —exclamó Sam, con urgencia en la voz—. Está muerto, no podemos hacer nada por él.

Tomás miró por última vez a Zacarias, como si se estuviera despidiendo de él. Le miró los ojos vidriosos, el cuello destrozado y la mano estirada con el índice arañando el suelo…

—¡Espere!

Sam se impacientó.

—¿Qué pasa ahora?

Tomás volvió a acercarse al cuerpo y se inclinó sobre la mano inmóvil de Zacarias.

—¿Qué es esto?

El otro hombre se acercó y miró hacia donde Tomás señalaba.

—¿Qué?

Delante del dedo, la tierra parecía revuelta, reflejando unos trazos. Tomás volvió la cabeza intentando descifrar lo que, por lo visto, Zacarias había dibujado mientras agonizaba. Entendió que tenía que ser algo importante. Nadie gastaba los últimos instantes de su vida dibujando algo baladí.

Giró de nuevo la cabeza y miró fijamente los trazos. Entonces vio que no era un dibujo. Eran letras:

—Use me
? —se preguntó Tomás—. ¿Qué rayos quiere decir esto?

—Le pidió que lo usara —constató Sam, traduciendo la frase.

El historiador hizo una mueca de intriga y movió la cabeza, desorientado.

—¡No tiene ningún sentido!

El sonido lejano de una sirena rasgó el aire y los devolvió a la realidad. Sam cogió a Tomás inmediatamente por el brazo, esta vez con la determinación de quien no admite vacilaciones, y tiró de él con fuerza.


Let’s go
!

36

L
a figura que apareció en la rampa de llegadas del aeropuerto de Lisboa atrajo las miradas de todo el mundo. Era una mujer cubierta de la cabeza a los pies con ropas islámicas, una imagen poco común en la capital portuguesa.

Incrustado en aquella pequeña multitud, Ahmed miró atentamente la figura tímida y reconoció sus ojos.

—¡Adara! —la llamó levantando el brazo—. ¡Adara! ¡Aquí!

Fue a recibirla al final de la rampa. A pesar de que se habían visto con frecuencia en la tienda de pipas de agua, no habían intercambiado más que algunas palabras. Adara llegaba adecuadamente tapada, pero era evidente que se había convertido en una mujer: más alta, con el cuerpo más ancho, los ojos aún como perlas relucientes y una cara angelical.

Rebosante de felicidad, Ahmed la llevó a su nuevo apartamento en el monte de Caparica, al que se había mudado para estar más cerca de la facultad. Ya en casa, le sirvió el carnero asado y el arroz árabe que Bina, la mujer de Faruk, había preparado.

—¿Está bueno? —le preguntó, intentando entablar conversación.

Adara asintió en silencio.

—¿Estás cansada?

Ella volvió a asentir con la cabeza, sin apartar los ojos de la comida. No estaba muy habladora, lo que contrarió a Ahmed. Le parecía hermosa y quería que fuera feliz, pero parecía cerrada como una concha. El novio se encogió de hombros, resignado. Pensó que ya se soltaría a su debido tiempo.

Cuando terminaron de cenar se instaló entre ellos cierta incomodidad. Ambos sabían qué tenía que ocurrir a continuación, pero no estaba claro cómo llegaría a pasar. Ahmed reflexionó sobre el asunto y optó por seguir una vía indirecta.

—¿Quieres ver la casa?

Adara levantó la mirada, que reflejaba el miedo que sentía. Entendió muy bien el sentido de la pregunta. Ahmed interpretó el silencio como un consentimiento tácito, la postura adecuada para una mujer modesta y recatada, y la llevó al cuarto. En el centro, había una cama de matrimonio grande y le hizo señas de que fuera hacia ella. Adara obedeció y se tumbó vestida sobre la cama, con el cuerpo rígido. Sus ojos mostraban todo su nerviosismo.

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