Ira Dei (5 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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—Es lo más extraño. A todos les falta la parte superior de la piel del cráneo.

Lugo entrecerró los ojos, suspiró y se arrellanó en el sillón. De un cajón sacó un paquete de cigarrillos. Extrajo un
Camel
sin filtro y lo encendió.

—No se lo digas a nadie —susurró el profesor—. A veces me hace falta un cigarrillo, y ésta es una de esas ocasiones. Lo que me cuentas me trae a la memoria un episodio muy poco conocido de mediados del dieciocho. El año no lo recuerdo, pero fue en torno a 1750. En el transcurso de unos pocos meses comenzaron a desaparecer personas en La Laguna. Salían de sus casas y no volvían. Las autoridades locales se ocuparon en serio del problema a la quinta o sexta desaparición. Existe una referencia concreta en las actas del Cabildo. Los regidores organizaron doble ronda de los alguaciles por las calles al anochecer. Sin embargo, a pesar de ello, desaparecieron varias personas más, incluyendo el propio alguacil mayor. Como es lógico, el pánico se propagó entre la población. El que podía se marchaba de la ciudad, y quien se quedaba, no salía solo ni de día ni de noche. Incluso el Obispo se trasladó de Gran Canaria para presidir una procesión para rogar la protección del Altísimo. Las desapariciones terminaron una noche en que la ronda oyó gritos y sus miembros acudieron al lugar de donde procedían. Se encontraron tirado en la calle a un criado de uno de los vecinos más adinerados de la ciudad. Estaba moribundo, y falleció poco después sin poder decir nada sobre su atacante. La única referencia expresa que he encontrado de este caso es de una escritura notarial de la época, muy sucinta. Decía que a aquel hombre le habían cortado de cuajo el cuero cabelludo. A partir de aquel momento, cesaron las desapariciones. Al parecer, la ronda estuvo a punto de atrapar al causante
in fraganti
, éste se asustó y no volvió a actuar.

—Pero lo de arrancar la cabellera es algo que suele atribuirse a los indios norteamericanos… —le interrumpió Marta, cada vez más intrigada.

—Sí, y eso es también curioso, porque el origen de esa costumbre es muy antiguo. Deja que mire mis notas —Lugo se detuvo a pensar un momento y se levantó. Extrajo una carpeta de una columna de archivadores, la sopló para quitarle el polvo y volvió a sentarse. La abrió y pasó varios folios hasta dar con el que buscaba—. ¡Ah!, ¡Aquí está! La macabra idea de cortar cabelleras no es original de los indios americanos. Es muy anterior. Fíjate, ya Herodoto, en el siglo V antes de Cristo, atribuyó esa costumbre a los escitas, un pueblo euroasiático. En la vieja Europa se cortaron cabelleras en la época de los visigodos y de los francos, poco después de la caída del imperio romano. Esto aparece relacionado en el propio código legal visigodo:
capillos et cutem detrahere
. Cortar los cabellos y la piel, en castellano. En los
Anales
de Flodoardo también se hace mención de este bárbaro uso. Otro texto de la época es más claro todavía:
capillus cum ipsa capitis pelle detrahere
, o lo que es lo mismo, retirar el cabello con la piel misma de la cabeza. En el siglo XI, el conde de Essex trataba de esa manera a sus enemigos, y cuando los holandeses e ingleses llegaron a Norteamérica llevaban en su recuerdo cultural esa práctica. Sin embargo, a pesar de que una corriente de opinión ha atribuido los cortes de cabelleras en América a los propios europeos, lo cierto es que el registro arqueológico los ha documentado entre los indios desde el siglo XIV. Fuera de quien fuera la idea, lo cierto es que se popularizó en las guerras entre europeos e indígenas americanos en torno a 1700, manteniéndose como costumbre hasta el siglo XIX. Los holandeses, los ingleses, e incluso los franceses pagaban a los indios aliados por cada enemigo muerto, y el modo de demostrarlo era aportando la cabellera de sus víctimas.

—¿Y en España? ¿Hay otros precedentes de este modo de actuar?

—Nada que yo recuerde, ni siquiera en la América española. Los indios que lucharon contra los castellanos tenían costumbres distintas. Si los cortes de cabellera de tu enterramiento del siglo XVIII tienen antecedentes históricos no deben estar en América sino en la vieja Europa —Lugo cerró la carpeta y fijó su mirada en Marta—. Por otro lado, no deja de intrigarme el asunto de la cripta en sí misma. Ese solar formaba parte de un complejo de casas y huertas enorme que perteneció al Marqués de Fuensanta. La propiedad limitaba al norte con el callejón de Briones, la actual calle Santiago Cuadrado, y al sur con la calle Anchieta. Era un solar inmenso. En aquel tiempo, el dueño de toda aquella parcela era el tercer marqués de Fuensanta, don Hernando Machado. Lo curioso es que en la documentación que yo he manejado, que como sabes es bastante amplia, no he encontrado referencias de la existencia del subterráneo.

—¿No hay otras noticias de criptas o pasadizos en aquella época? —inquirió Herrero.

—A pesar de que el subsuelo de La Laguna es muy húmedo, sabemos de la existencia de criptas en iglesias y monasterios. También hay alguna referencia de túneles entre algunas casas de familias principales. En 2009, un par de investigadores de la historia urbana descubrieron un corredor subterráneo de casi doscientos metros desde la calle 6 de diciembre en dirección a la iglesia de la Concepción. También hay noticias de túneles debajo de la casa de los Lercaro, el actual Museo de Historia, y de la Casa Montañés, donde tiene su sede el Consejo Consultivo de Canarias. Posiblemente se construyeron como medio de escape en caso de ataques o algaradas, como dicen algunos. Hay leyendas que cuentan que se utilizaron para encuentros amorosos. Sin embargo, de esas galerías hoy día prácticamente no ha quedado nada. Pero es muy posible que existieran.

—Existen, Álvaro —respondió la arqueóloga—. A la cripta que se encontró ayer se accedía por un túnel cuyo techo está derrumbado. Tal vez podamos seguir su dirección si hacemos catas en lugares cercanos.

—¿Catas en el casco histórico? Me parece que no conoces a los técnicos de Urbanismo. No te dejarán levantar un ladrillo.

—A todos no, pero sí conozco a un aparejador que tal vez… —Marta sonrió ensimismada en sus pensamientos—, tal vez pueda echarme una mano.

—Ten cuidado, no te vaya a echar algo más —Lugo soltó una carcajada, a la que siguió un fuerte ataque de tos que duró unos segundos. Cuando se calmó, apagó el cigarrillo en un cenicero que escondía en otro cajón—. Marta, no me dejes fumar, que esto me va matar.

—Descuida Álvaro, no te dejaré —prometió, sonriendo—. Volvamos al tema, ¿nunca se encontró al autor de las desapariciones?

—No amiga mía, los datos terminan ahí. No hay más referencias, al menos que yo conozca. Sin embargo, por el lugar donde se han encontrado los cadáveres, ya tienes un sospechoso.

—Sí, un marqués de hace trescientos años. Va a ser difícil interrogarle.

7

El inspector Galán estaba terminando de leer el informe del forense, y cada vez le gustaba menos. Recostado en su sillón giratorio de cuero negro, sorbió el café con cuidado mientras notaba que se quemaba los dedos a través del vaso de plástico. Caía la tarde y la temperatura había descendido rápidamente. Sus ojos volvieron al dossier que mantenía abierto con la mano izquierda. Dejó el café sobre la mesa de su oficina con cuidado, no era el primer informe que manchaba, y se concentró en la última página.

La víctima, varón caucasiano, identificado como Jorge Gutiérrez Domínguez, soltero, cuarenta y dos años, vecino de Santa Cruz, empleado de una empresa de instalación de telefonía, sin historial delictivo. Había salido a tomar unas copas con unos compañeros de trabajo. La reunión terminó a las dos de la mañana, cuando cerraron los locales del
Cuadrilátero
, una manzana de la ciudad atestada de cervecerías y bares de copas. Desde aquella zona hasta donde había dejado aparcado su vehículo, en la calle Silverio Alonso, habría kilómetro y medio, unos veinte minutos caminando a buen ritmo. No había constancia de que se hubiera detenido durante el trayecto. Al llegar a su automóvil, antes de abrirlo, fue sorprendido por el atacante.

Muerto por una incisión con entrada por la espalda, debajo del omóplato izquierdo, una herida limpia, directa al corazón. Muerte prácticamente instantánea. El arma, por la huella de la herida, debió ser un cuchillo estrecho y largo, una especie de estilete. Y luego el macabro detalle: la piel de la parte superior del cráneo cortada y arrancada. Un corte con un cuchillo muy afilado, tal vez un bisturí quirúrgico. Sólo dos incisiones a la profundidad adecuada, muy profesional. La operación tuvo que llevarle tan sólo unos segundos. Hora de la muerte, calculada aproximadamente en función del enfriamiento del cadáver, alrededor de las dos y media de la mañana.

Galán se pasó, sin darse cuenta, la mano por el cabello. De momento no había transcendido el asesinato a la prensa. «Muerte por parada cardiorrespiratoria», es lo que se comunicó a quienes preguntaron por la causa del fallecimiento. Un ejemplo claro de cinismo profesional, como si hubiera alguna muerte que tuviera otra causa. No obstante, los familiares cercanos habían sido informados puntualmente pero, aunque prometieron guardar silencio para no entorpecer la investigación, no estaba seguro de cuánto tiempo disponía. Por lo pronto no había nada más que hacer ese día. El sol declinaba y el cansancio comenzaba a hacer acto de presencia. La jornada había sido muy larga y se acercaba la hora de su clase de esgrima. Era su forma de relajarse. Desde aquellos lejanos años de su juventud, en que practicó el Pentatlón Moderno, la esgrima le servía para no oxidarse demasiado. Agilidad, velocidad, reflejos y sentido del
tempo
le mantenían la cabeza despejada a última hora de la tarde.

El inspector dejó el informe sobre la mesa, apagó el ordenador y bajó al patio de la comisaría de policía de La Laguna, un edificio de piedra con las paredes pintadas de rojo teja en los años setenta que apenas había sufrido cambios desde su construcción. Salió del edificio pasando al lado de las dos grandes palmeras que flanqueaban su entrada y se dirigió al parking interior de la comisaría en busca de su automóvil.

El informe del forense no le había ayudado nada. Este asunto se salía de lo normal. Galán llevaba siete años como inspector de policía y no había visto nunca nada igual: Tenerife era una isla tranquila, y en La Laguna apenas se producían uno o dos asesinatos por año. La mayoría se encuadraban en la categoría de violencia de género, y el autor del crimen era detenido a los pocos días de cometerlo. Lo último extraño que había ocurrido en las últimas semanas fue la desaparición de un turista italiano. Lo más probable es que apareciera en su país dentro de varias semanas, como había ocurrido en otras muchas ocasiones.

Sin embargo, aquello que tenía entre manos era distinto. Un asesino que acecha a su víctima en un lugar poco iluminado de la zona de chalets residenciales al norte, cerca del centro de la ciudad. Justo donde estuvo la antigua laguna que dio nombre a la ciudad, desecada finalmente por insalubre en la primera mitad del siglo XIX. Calles con muros de dos metros de altura que daban a los jardines de las casas de familias de buena posición. Muchos políticos, jueces, abogados y médicos vivían en aquel barrio. Había farolas, pero el follaje de los árboles oscurecía su luz, de forma que, en algunos tramos, la oscuridad era casi total. El asesino actuó de noche, en la madrugada. Sabía que muchos visitantes nocturnos de la ciudad aparcan sus coches por esas calles, donde hay sitio a esas horas. Atacó por detrás, rápido y eficiente, posiblemente tapó la boca de la víctima en el momento de clavarle el cuchillo. Luego, arrancó la cabellera al moribundo. Nada de ruido, ningún vecino oyó nada. Ninguna pista. La víctima no tenía enemigos conocidos. Llevaba una vida normal, como tantos otros.

El caso tenía todos los visos de un asesinato premeditado pero sin motivación aparente; tal vez la víctima hubiera sido elegida al azar. Pasaba por allí y le tocó. Mala cosa, este tipo de muertes no se producían nunca en su ciudad. Y no le gustaba la novedad.

¿Por dónde seguir? Los interrogatorios a los familiares y amigos no habían arrojado nada interesante. Todos los acompañantes del bar, salvo la víctima, habían salido en grupos y tenían coartadas seguras. No había una causa mínimamente lógica para que asesinaran a aquel hombre.

Tampoco se encontraron rastros de piel ni tejidos en las uñas del cadáver. Imposible, por tanto, una prueba de ADN. Por supuesto, nada de huellas dactilares. La lluvia que cayó durante la noche, antes de que descubrieran el crimen, borró cualquier rastro del asesino. Parecía que hubiera esperado al día adecuado para actuar.

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