Alcanzaron la esclusa a una hora en la que el sol ya lo aplastaba todo. Ayudó al viejo a bajar del burro y lo acomodó contra un fresno hueco. Bebieron agua caliente de la que habían cocido la noche anterior. El muchacho se dirigió al viejo.
—No tenemos comida.
—Tendrás que buscar algo por los alrededores.
—¿Por qué hemos dejado las tiras en el castillo?
—No estaban curadas todavía.
—Quizá se hubieran curado durante el viaje.
El pastor miró al muchacho con fastidio porque no estaba acostumbrado a tener que dar explicaciones.
—No contaba con que tendríamos que marcharnos tan pronto del castillo.
—Podríamos habernos quedado más tiempo si usted hubiera querido.
El viejo irguió el cuello y su cabeza se alzó como una flor brotando en medio de la podredumbre. Una mirada caliza se formó en sus ojos y con ella empujó al muchacho hasta que éste empezó a buscarse el pecho con la barbilla sucia.
El pastor mandó entonces al chaval a por raíces de palo dulce, indicándole con el dedo las zonas donde le sería más fácil hallarlas. El niño, sin levantar la mirada, sacó el cuchillo del zurrón del viejo y caminó hasta un pequeño talud al pie de la acequia. Pensó que en esa época del año tendría que cavar mucho para encontrar algún resto fresco que poder mordisquear.
Volvió con las mangas manchadas de tierra y tres o cuatro raíces retorcidas. Junto al viejo, las dividió en palos del tamaño de lápices y peló las puntas de dos de ellos. El hombre comenzó a morder su raíz pero al momento tuvo que parar porque hasta la mandíbula le molestaba.
—¿Le duele mucho?
—Sí.
—¿Conoce alguna cura?
—Tendrás que limpiarme las heridas.
El muchacho tiró del cuerpo del viejo para separarle la espalda del tronco del árbol. Le quitó la chaqueta con cuidado y la dejó a un lado. Luego le desabotonó la camisa y dejó su pecho al descubierto. Por suerte no había ninguna herida que estuviera abierta o supurara, pero el estado del pastor era muy débil. Siguiendo las instrucciones del hombre, mojó un trozo de trapo en agua y, con sumo cuidado, lo fue arrastrando a lo largo de los latigazos. El pastor no se quejaba de nada y tan sólo apretaba los dientes y cerraba los ojos cuando el niño aplicaba demasiada fuerza. El muchacho pensó que quizá el viejo tuviera algo roto o, simplemente, que era demasiado mayor para soportar una paliza como la que había recibido. Recordó la primera vez que vio al viejo enrollado en su manta en medio de la noche y también el tiempo que había necesitado tan sólo para poder sentarse en el suelo. Entendió entonces que la vida del pastor, antes de su encuentro, seguramente se limitaba a llevar a las cabras de un barbecho a otro, sin recorrer largas distancias. ¿Por qué se había volcado en su ayuda? ¿Por qué ese vagar por encima de las posibilidades de su cuerpo? ¿Por qué no le había entregado al alguacil en el castillo? Su silencio le había hecho perder la mayor parte de su rebaño y, además, lo había colocado en la puerta misma de la muerte.
Bajo la sombra del fresno, obligó al viejo a tumbarse de lado. Hasta el momento, sus cuidados se habían limitado a abrirle los botones de la camisa y a limpiarle el pecho y los costados. Cinco gruesos regueros marrones le cruzaban la espalda de punta a punta. En ellos, la tela sucia se hundía bajo la sangre seca. Informó al viejo de lo que veía y éste le fue dando órdenes para que procediera. Primero le empapó la espalda entera, vertiendo agua con la escudilla para ablandar la sangre seca y poder separar la tela sin abrir las llagas. Repitieron la operación varias veces hasta que, con extremo cuidado, el muchacho empezó a tirar de la tela. Cuando le quitó la camisa por completo, la extendió lo mejor que pudo en el suelo para que el viejo pudiera ver en ella el negativo de su espalda. La imagen le turbó más que el dolor de las mismas heridas y permaneció un rato mirando aquella representación de su martirio. Luego, perdió repentinamente el interés por la prenda y volvió a recostarse para que el chico pudiera seguir trabajando. La mayor parte de las marcas presentaban abultamientos y pústulas blanquecinas, los signos de la infección. El chico le describió al viejo el estado de las heridas y en ese momento el viejo supo que, sin alcohol ni descanso, sería aquello, y no la artrosis, lo que terminaría con él.
—Cuando muera, entiérrame lo mejor que puedas y ponme una cruz, aunque sea de piedras.
El chico dejó de limpiar.
—No se va a morir.
—Claro que me voy a morir. ¿Me pondrás la cruz?
La visión que el muchacho tenía de la llanura desde aquella sombra miserable se volvió acuosa. Las leves ondulaciones del terreno, los restos de la acequia y las montañas a las que se dirigían se deformaron en sus ojos.
—¿Me pondrás la cruz?
—Sí.
Esperaron amodorrados a que el sol perdiera fuerza y entonces reemprendieron la marcha. El chico le había puesto al viejo su chaqueta por encima de los hombros. Un par de horas después divisaron la alberca. Ninguna señal del tullido en la distancia. El chico pensó que quizá había conseguido arrastrarse hasta algún pilar de acequia para protegerse del sol. Avanzaron hasta que pudieron abarcar todo el espacio alrededor del punto en el que debía estar el hombre y no hallaron restos de él. El niño soltó el ronzal y salió corriendo hacia la alberca. El tullido no estaba dentro ni tampoco apoyado en ninguno de los pilares derruidos del canal. Inspeccionó el borde del camino en busca del lugar exacto en el que lo había abatido y no tardó en encontrar pequeñas manchas de sangre sobre algunas lajas y, un poco más allá, la piedra angulosa con la que le había dado al burro. También encontró las huellas de, al menos, dos caballos, y vio como la tierra del talud lateral estaba levantada en varios puntos. Siguiendo las señales de las herraduras descubrió que los caballos, se habían separado y que uno había partido hacia el norte y el otro hacia el sur. A un lado del camino, restos frescos de estiércol. Llegaron el pastor y las cabras.
—Ya no está aquí —dijo, y señaló con la barbilla al montón de mierda.
Pasaron la noche dentro de la alberca. El círculo tenía una brecha que llegaba hasta el suelo y por ella, el niño ayudó al viejo a entrar. El fondo ardiente les devolvía el calor del sol absorbido durante el día, pero lo prefirieron al suelo pedregoso de los alrededores. Cenaron leche de cabra y se durmieron masticando las raíces que el chico había desenterrado por la mañana. Durante el día, el viejo apenas había hablado y, salvo el rato que el niño había estado limpiándole las heridas, no se había quejado en ningún momento. La noche, sin embargo, fue diferente. Al poco de dormirse, el hombre empezó a gemir y ya no paró hasta casi el amanecer. El chico asistió al delirio con una mezcla de pena y sopor. Escuchó los primeros lamentos mientras todavía estaba con la mirada clavada en la luz blanquecina de la noche, esperando a que le llegara el sueño. Se incorporó y se acercó al viejo, que se revolvía sobre su manta. A cada movimiento, sus huesos pivotaban sobre el fondo duro como un dado sobre mármol, provocándole nuevos dolores. La luna creciente bañaba la alberca con tonos azulados y en un momento vio los párpados húmedos del viejo y cómo algunas lágrimas corrían por sus pómulos de calavera. Poco antes del amanecer, el delirio cesó y sólo entonces el niño se quedó dormido. Unos minutos después, con las primeras luces, notó la mano del viejo zarandeándole el hombro.
—Nos hemos quedado dormidos. Tenemos que irnos.
Había pasado un cuarto de hora inconsciente, pero mientras se incorporaba, sintió como si llevara toda la noche descansando sobre un colchón de buena lana. Pensó en el viejo, en sus gañidos y en sus lágrimas, y durante un buen rato no supo si aquello había sucedido de verdad o si lo había soñado. Formó una cuchara con la palma de una mano e, inclinando la garrafa con la otra, la llenó de agua. Se humedeció la cara y se puso de pie para mirar por encima de la pared de la alberca. La brisa de la mañana multiplicó su frescura en la humedad de su rostro y por un instante sintió que estaba cruzando un collado y que el viento de un nuevo valle salía a su encuentro sobre aquel muro. Un valle que no existía, salvo que aquella planicie infinita pudiera considerarse el fondo de algo limitado por las montañas del norte y por alguna sierra en la otra dirección cuya existencia desconocía.
—Date prisa, chico.
El niño recogió las cuatro cosas que llevaban, enrolló la manta del viejo y le ayudó a subirse al burro. Reunió a las cabras y volvieron al camino. Una vez allí, miraron al unísono hacia los dos lados, como si no haber encontrado al tullido les hubiera dejado sin nada que hacer. El viejo se rascó la barba, hizo un gesto con la cabeza en dirección norte y se pusieron en marcha. Cuatro horas después llegaron al encinar que había junto a la aldea abandonada y, sin decir palabra, se internaron en él.
Cuando el viejo estuvo acomodado junto a un tronco, mandó al chico construir un redil entre varias coscojas. Tapó los huecos que quedaban entre los troncos leñosos uniéndolos con ramas secas y, cuando hubo guardado las cabras, descargó al burro y volvió adonde se encontraba el pastor y se sentó a su lado, a la espera de nuevas instrucciones.
—Tenemos que irnos de aquí.
—Pero acabamos de llegar.
—Me refiero al llano.
—Usted puede quedarse. Es a mí a quien busca el alguacil.
—Mírame.
El pastor se agarró las solapas de la chaqueta y la abrió para mostrar su cuerpo.
—Yo también tengo mis cuentas pendientes con ese hombre.
Con aquel eccehomo a la vista, la ofensa recibida era evidente. Si con «cuentas pendientes» el viejo se refería a la paliza o a algún otro asunto anterior, fue algo que el niño nunca preguntó. Pensó que, en una comarca tan despoblada como aquélla, no sería extraño que pastor y alguacil hubieran cruzado sus caminos en el pasado.
El viejo le dijo que huirían a los montes del norte, porque allí podrían esconderse con más facilidad y que, seguramente, el alguacil no emprendería un viaje tan largo para buscarlos en un lugar tan alejado de su jurisdicción. También le explicó que aquélla era una tierra donde no faltaba el agua en ninguna época del año y que, con suerte, podrían sacar adelante el rebaño. El chico escuchó en silencio, asintiendo a todo lo que el viejo decía.
El viaje era largo y peligroso y el pastor remarcó que era importante hacerlo lo más rápido que pudieran. También le dijo que tendrían que viajar de noche para intentar que les viera la menor cantidad de gente posible. Necesitarían todo el alimento que pudieran conseguir.
Acordaron que el chico iría hasta la posada para inspeccionar. Si el tullido no estaba allí, regresaría al encinar y juntos entrarían en la fonda, cogerían los víveres y continuarían su camino hacia el norte.
—¿Y si el tullido está dentro?
—Entonces volverás aquí y pensaremos en otro plan.
El niño abandonó el encinar por el mismo lugar por el que lo había hecho dos noches atrás para evitar el camino. El viejo lo vio alejarse desde su tronco y escuchó cómo la suela descolgada de la bota del chico lamía el suelo, dejando tras de sí un pasillo limpio de hojas. Antes de dejar la sombra de los árboles, el niño se dio la vuelta y cruzó su mirada con la del pastor, y ninguno de los dos presintió la brutalidad de lo que había de suceder poco después.
El niño salió a campo abierto arrastrándose por el suelo con el morral a un lado. Avanzó unos metros hasta tener una visión suficiente del pueblo y se quedó un rato en aquella posición, intentando detectar signos de vida en la aldea. Hubiera preferido aguantar más tiempo recorriendo con la mirada cada una de las casas y sus chimeneas, pero el recuerdo de la última insolación comenzó a latir en su nuca y decidió continuar. Recorrió el camino hasta el cementerio encorvado, medio corriendo, medio andando pero, a diferencia de la primera vez, no se detuvo allí. Siguió corriendo, pero no en línea recta, sino describiendo un arco para hacer que la iglesia se interpusiera entre él y la posada lo antes posible. Durante todo el trayecto apretó el morral contra su cuerpo y mantuvo el cuello en tensión para sostener la mirada en dirección al pueblo. Cuando alcanzó la tapia de la iglesia, tenía los músculos del cuello duros y le dolía la base del cráneo. Apoyó la espalda contra el muro y se dejó caer por él, haciendo saltar trozos de caliche. Nevada microscópica en el desierto. El sol estaba casi en la vertical del templo y por un momento sintió la tentación de esperar allí un rato a que el astro siguiera su camino y le entregara un poco de la sombra del edificio. Desde donde estaba, veía la mancha terrosa y gris del encinar y recordó al viejo recostado contra el tronco, tal y como lo había dejado un rato antes. A continuación, le vino a la memoria el gesto del pastor abriendo sus harapos para mostrarle el torso amoratado, las heridas en los ijares y una cicatriz purulenta entre las costillas parecida a la que debió de tener Cristo en el Calvario. Tuvo una visión acerca de aquel hombre. Una sensación que brotaba de un lugar de sí que él no conocía y que, en medio de aquel páramo dejado de la mano de Dios, le produjo miedo y frío. El tramo de barbecho que acababa de recorrer como el trasunto de algo doloroso. Por primera vez desde que conocía al pastor, sintió que perdía contacto con el trozo de tierra que lo había sustentado en medio de aquel mar de arena brava. Quiso regresar al encinar. Apoyó las palmas en el suelo y separó la espalda del muro para iniciar la vuelta, pero no pasó de ahí porque había más salvación en las pancetas del tullido que en el miedo a no volver a ver más al pastor.
Rodeó la iglesia pegado a la pared y ya sólo se ocupó de vigilar el extremo de la aldea donde se ubicaba la posada. No esperaba grandes señales de un hombre tan impedido como el tullido. A lo sumo, una contraventana abierta o un hilo de humo saliendo de la chimenea. Sintió un ronroneo en sus tripas como si dentro de su cuerpo se estuvieran cociendo gomas. Durante el tiempo que estuvo apostado en la esquina, la sombra de la acacia que había junto al soportal de la iglesia alcanzó a cubrir un mazo de pitas que franqueaba el camino de acceso. Sin perder de vista la posada, se desplazó encorvado hasta las pitas y allí esperó de nuevo. Aquel mazo era el último parapeto del que disponía antes de salir a campo abierto. Sopesó una vez más sus opciones y, aunque no había percibido señales que indicaran la presencia del tullido en el pueblo, el miedo a encontrarse de nuevo con él le roía por dentro. Bohordos secos lo rodeaban como lanzas muertas, con sus flores de madera a modo de racimos invertidos. Se refregó la cara con la palma de la mano. Se estrujó la frente y los ojos. Notó las heridas resecadas por la sal y el miedo.