—He tenido una pesadilla.
El viejo permaneció a la escucha.
—El ayudante del alguacil me quería quemar.
—Ya no te va a hacer nada.
—¿Qué ha hecho con él?
—Lo mismo que con su jefe.
El muchacho se llevó las manos a las orejas porque notó un pitido vibrante que comunicaba sus oídos a través de su cerebro. Miró a su alrededor y sólo vio estrellas titilando en lo alto y una media luna con un halo lechoso. No apreció signos de vida en la posada ni en ningún otro lugar. Una lengua de brisa cálida sopló del oeste, trayéndole el olor de algún enebro o de acículas de pino tostadas.
—¿Dónde está el Colorao?
—No te preocupes ahora por él. Tenemos que irnos de aquí lo antes posible.
—¿Iremos al norte?
—Sí.
—¿Y qué haremos cuando lleguemos?
—Queda mucho para eso.
—Iré a por el burro y nos marcharemos.
—Se te olvida algo.
El muchacho se quedó pensando un momento.
—Las cabras, muchacho. Es todo lo que tenemos.
El niño se marchó por el centro de la calle en dirección sur en compañía del perro. Un gato salió de una de las casas abandonadas y cruzó por delante de él, sin hacer el menor ruido. A punto de alcanzar su destino, el animal se detuvo y se le quedó mirando. Luego, siguió su camino más despacio y se metió por debajo de una puerta medio descolgada.
A la entrada del pueblo, tal y como le había dicho el cabrero, esperaba el burro apersogado a una reja y, un poco más allá, la moto del alguacil. Acarició al animal en la frente, sintiendo la dureza angulosa de su cráneo. Lo desató y salieron de la aldea camino del encinar.
Mientras ascendían por la falda de la colina, no fue capaz de calcular cuánto tiempo habían dormido ni lo que quedaba para el amanecer, pero supo que debía darse prisa. Le dio unas palmadas en las ancas al asno y apretaron el paso. Poco antes de llegar a la arboleda, el perro se adelantó y, cuando el chico llegó al redil de ramas, encontró a las tres cabras revolviéndose unas con otras y al perro correteando alrededor del cercado. Desmontó la maleza que servía de puerta y en un momento las cabras se dispersaron por los alrededores tirando patadas al aire. Aparejó al burro y lo cargó con las cosas del viejo y las garrafas casi vacías.
Descendió a la aldea medio trotando y al entrar, su mirada se quedó fija en la moto del alguacil. Se aproximó a ella con cautela. Sus formas le resultaron, de repente, nuevas. El ancho manillar, la horquilla robusta y la chapa curva de la matrícula sobre el guardabarros delantero como un mascarón de proa. El sidecar redondeado, su abertura, la cápsula en la que él había viajado oculto tantas veces. Pasó su mano por el morro y el parabrisas como si acariciara a un caballo. Se asomó al cubículo y, sobre el asiento, reconoció la manta con borde de hule. Dio un salto hacia atrás como si aquel trozo de tejido hubiera empezado a arder de repente. Agarró el ronzal y se alejó de allí lo más rápido que pudo.
Cuando llegó al pozo, el viejo estaba sentado donde lo había dejado. Se acercó a él para comunicarle su regreso y pedirle nuevas instrucciones.
—Da de beber a las cabras.
El muchacho descargó una de las garrafas, vertió agua sobre la escudilla y se la acercó al pastor a los labios. El hombre sorbió el líquido limoso y miró al muchacho.
—Ya voy.
El niño descolgó la orza e izó agua para los animales y, cuando todos hubieron bebido, se agachó junto al pastor.
—Ahora reúne todo el alimento que puedas y luego llena las garrafas de agua y cárgalas.
—No quiero entrar en la posada.
—Quizá prefieras seguir pasando hambre.
—No puedo. Ese hombre…
—Ya no te va a hacer nada.
—Tengo miedo.
—No le mires la cabeza.
En la fachada de la fonda el muchacho encontró, sobre el poyete, la fusta del alguacil. La cogió y la agitó en el aire como si fuera un matamoscas. Notó el tacto del cuero gastado del mango y de las costuras de cinta, ceñidas al armazón a causa del uso. La punta tenía una lengüeta en forma de triángulo cuya silueta el chico había visto antes en los costados del cabrero.
Se asomó a la puerta oscura blandiendo la fusta frente a sí. Del interior le llegaron los aromas cárnicos que ya conocía y una ligera pestilencia que no había notado antes. Metió la cabeza en el cuarto negro y, sin distinguir nada, sintió el peso de lo que en aquel lugar había sucedido. Una densidad de sacristía vieja, donde los ropajes ceremoniales habían sido hilados en el comienzo mismo de los tiempos y donde las paredes habían absorbido, durante siglos, los gritos de monaguillos, huérfanos y expósitos. El dolor y la caridad. La muerte arrumbada. La podredumbre abriéndose paso entre pecados inenarrables.
Una arcada le retorció el vientre y a punto estuvo de vomitar. Se giró y encontró la mirada del viejo, allá en el brocal. Respiró, agitó la cabeza y entró tanteando las paredes con la fusta por toda defensa. Arrastrando los pies para no pisar nada, alcanzó el lugar donde estaban las chacinas. Descolgó la media docena de tripas que quedaban y se las llevó ensartadas en un brazo.
Con la ruta ya abierta, acercó el burro aparejado al soportal de la posada. Lo apersogó a la argolla y fue haciendo viajes hasta llenar los huecos libres de los serones con embutidos, harina, sal, alubias y café. Cuando ya no cupo más, regresó al pozo con el burro y lo ató al arco. Durante largo rato estuvo sacando agua y vertiéndola con cuidado sobre las estrechas bocas de las garrafas. Mucho líquido se derramó, empapando el esparto y los costados del animal que, de vez en cuando, se buscaba la piel con el hocico para aliviar el picor. Por debajo, el perro y las cabras se disputaban los chorrillos que caían de los serones.
Durante todo el trasiego, el cabrero había permanecido sentado contra el brocal con la cabeza caída sobre el pecho. Cuando el muchacho hubo asegurado la carga con los cinteros, dispuso la manta por encima de todo para que el viejo pudiera viajar a lomos de la bestia. Se agachó junto al pastor y, en cuclillas, le habló.
—Ya he terminado de cargar al burro. Podemos irnos.
El cabrero no dijo nada, ni hizo el más leve movimiento, y el muchacho temió que hubiera muerto. Acercó una oreja a su boca y no escuchó nada. Asustado, le palpó el brazo inmóvil. «Señor», dijo, y el cabrero se revolvió contra la piedra y movió la cabeza sucia con una lentitud fangosa. Los ojos se abrieron como cantos de monedas vetustas, gastadas las estrías, ya sin brillo. El hombre murmuró algo. El muchacho se agachó aún más y metió su cabeza casi en el pecho del viejo, que seguía murmurando.
—No le entiendo.
—Debes enterrar los cuerpos.
—¿Cómo?
—Entierra los cuerpos.
El muchacho se puso de pie y miró a su alrededor. El pueblo forrado de sombras y paredes caídas.
El cielo, en su costumbre, lejano. Echó la cabeza hacia atrás y resopló. Se sentía al borde de la extenuación y en ese momento lo único que deseaba era volver a su agujero, el hoyo tibio y húmedo en el que se amodorró la primera noche de escapada. El cuenco primigenio hecho con el barro de la verdadera madre. El lugar en el que la temperatura es constante, en el que el sol no penetra y en el que las raíces horadan la arcilla y retienen el suelo cuando llegan el agua o el viento. Se miró las manos temblorosas y respiró. El burro cargado y dispuesto para la marcha y, a su lado, como un reflejo turbio, el viejo expresando un mandato ajeno incluso a sí mismo: dar sepultura a los bastardos, buscarles un acomodo a salvo de las fieras a la espera del juicio final.
El niño volvió a agacharse junto al viejo.
—No puedo hacerlo yo solo.
—Tendrás que hacerlo.
—No hay pala ni pico.
—Si no los entierras se los comerán los pájaros.
—¿Qué importa ya?
—Sí importa.
—Esos hombres no lo merecen.
—Por eso debes hacerlo.
Acordaron que no enterrarían los cuerpos, pero que sí que los pondrían a resguardo de perros y cuervos. El pastor le explicó al niño dónde estaba el cadáver del ayudante y lo que debía hacer para traerlo junto a los otros.
—Ve a la posada y trae el saco de castañas. No mires al alguacil.
El niño hizo lo que el viejo le pedía y salió del establecimiento arrastrando un saco de arpillera medio lleno. Siguiendo las instrucciones del pastor, llevó el saco hasta donde estaba el burro, desató la cuerda que lo cerraba y, levantando la manta, derramó parte del contenido sobre los serones. La mayoría de las castañas se colaron entre los huecos que dejaban los alimentos, las garrafas y los utensilios.
Con el saco en una mano y el cabo del ronzal en la otra, el muchacho y el burro se dirigieron hasta donde descansaba el ayudante. Encontró el cuerpo del hombre tumbado sobre un poyete adosado a la trasera de una casa. En el suelo, tumbada, estaba la pequeña garrafa de vino que se había llevado de la posada. Su caballo permanecía atado al pilar de un emparrado seco. Piafó al sentir la presencia de los visitantes. El niño se acercó a él y trató de calmarlo acariciándole las mejillas. El animal estaba muy nervioso y el muchacho pensó que podría tener sed. Lo desató para llevarlo al pozo, pero el caballo se espantó y se alejó hacia el sur. Lo vio perderse por la cuesta del encinar y lamentó su huida porque les hubiera venido muy bien un animal así.
El lugar en el que yacía el cadáver no recibía luz de la luna y el muchacho únicamente pudo distinguir las formas más evidentes del cuerpo. El viejo sólo le había contado que le había golpeado en la cabeza. «Ahora que está muerto, ya no tienes nada que temer», le había dicho el pastor, pero allí, frente al hombre, se sintió incapaz de hacer lo que tenía que hacer. Imaginó al cabrero llegando a aquel lugar, emergiendo silencioso de la noche con una roca en la mano.
El viejo no le habló de que, cuando se encontró con el ayudante, éste estaba despierto. Que deambulaba ebrio por un corral polvoriento, tropezando con artesas y capazos. Que cantaba y rezaba con la lengua inflamada, y que su mirada era ya la de un condenado. No le dijo lo que, en su delirio, el ayudante le había confesado: la moto, la sala de los trofeos de caza, el padre, la manta, el silo, los tributos, el dóberman, el niño. Los niños.
Tampoco le explicó cómo, después de escuchar al ayudante, lo había guiado hasta el poyete y lo había ayudado a tenderse sobre la dura mampostería. Ni una palabra sobre el remolino de saña posterior, ni sobre la expiación en el ara del sacrificio.
Lo único que el viejo le había dicho al niño era que, antes de arrastrarlo hasta la posada, debía ponerle el saco en la cabeza como un capuchón ceñido al cuello. «No le busques la cara al hombre. Eso sólo te causará mal».
Al principio le costó acercarse al cadáver y también reunir fuerzas para maniobrar con la arpillera cerca de su cuerpo. Con la cara vuelta hacia la noche, palpó el pecho inerte del hombre tratando de descubrir el lugar en el que yacía su cabeza. Notó humedad en la camisa y apartó la mano durante unos segundos. Siempre sin mirar, enrolló la boca del saco, se la puso al ayudante sobre el rostro y llevó la tela hasta tocar la superficie sobre la que descansaba el cadáver. Deslizó la arpillera por detrás de la nuca y, cuando creyó que toda la cabeza estaba dentro, desenrolló el saco y lo ciñó al cuello con un cordel. Cuando estuvo seguro de que la capucha no se saldría, tiró del hombre hasta que su cuerpo cayó al suelo. Sobre el asiento quedaron costrones de sangre ennegrecida, supuraciones de masa encefálica y retales de cuero cabelludo enfangados de coágulos.
Ató entre sí los tobillos del ayudante y enganchó la unión al ronzal, tal y como le había explicado el viejo que debía hacerlo. Tardaron mucho tiempo en llegar hasta la posada porque, al asno, cargado, le costaba caminar hacia atrás. Cuando llegó a la posada, el muchacho intentó meter al burro de culo por la puerta, pero el animal se rebrincaba, incapaz de medir la profunda oscuridad que se abría detrás de él.
Frente a la puerta de la fonda, el niño desató al ayudante y dejó que sus pies cayeran al suelo. Le agarró las perneras y tiró con todas sus fuerzas hacia el interior, sin lograr que el cuerpo se moviera ni un centímetro. Lo volvió a intentar varias veces, pero en todas caía roto de cansancio sin conseguir desplazar el cadáver.
Todavía no había signos del amanecer, pero calculó que no debía de quedar demasiado tiempo para que el sol saliera. Se sentía incapaz de mover el cuerpo él solo. Por un momento pensó en que tanto daba si aquel hombre se quedaba allí mismo. Que su cuenta no era con él sino con el alguacil. Miró hacia el pozo. El pastor quieto, el perro a su lado y las cabras desperdigadas. Tuvo una idea.
Fue hasta el brocal y sacó varias orzas de agua con las que dio de beber a los animales hasta que no quisieron más. Luego se subió a la piedra para desmontar la garrucha. El peso de la pieza a punto estuvo de hacerle caer en el pozo.
Entró en la casa y dejó la polea sobre la mesa. A tientas, rebuscó por los lugares en los que había armarios por si encontraba algún cabo de cuerda. Cuando ya sólo le quedaba por examinar la despensa, se detuvo. Escuchó su propia respiración en el aire silencioso. Al pasar junto al cadáver del alguacil, sintió cómo pisaba el charco de sangre que se coagulaba sobre las baldosas y cómo resbalaba la suela. Se deshizo de la pátina arrastrando las plantas de las botas camino de la alacena. Desde fuera, con el tullido apestando a sus pies, palpó las paredes interiores del cuartucho. Tocó mangos de herramientas, ristras de ajos y una soga de un dedo enrollada en un clavo.
La cadena de su cautiverio seguía unida al pie de la columna. Enganchó la polea al grillete y luego pasó la soga por la garganta bruñida. Se llevó los cabos adonde yacía el hombre y ató uno de ellos al cordel que le unía los tobillos. Tiró del extremo libre hasta que las botas del muerto se colocaron en paralelo, como si éste hubiera dado un taconazo marcial. Probó a halar con más fuerza, pero el peso del cadáver le hizo perder el equilibrio. Apoyó un pie a cada lado del marco de la puerta y así, con la ayuda de su propio peso, comenzó a tirar con todas sus fuerzas. El cadáver se movió poco, pero se movió. Veinte minutos después había logrado meter al ayudante dentro de la habitación lo suficiente para que la puerta cerrara.
Lo que el niño hizo a continuación no se lo ordenó el cabrero. Se acercó al alguacil y, con los ojos cerrados, palpó su chaqueta. De un bolsillo interior extrajo el mechero plateado y se lo guardó en la camisa. Vació sobre los cadáveres una lata de aceite que el tullido guardaba en la alacena. El líquido empapó sus ropas y, cuando éstas ya no pudieron absorber más, el sobrante se derramó por el suelo, manchando para siempre las losas dibujadas. Cubrió sus cuerpos con trozos de cañizo caídos del techo, la soga del ayudante y cajas de madera rotas en las que el tullido almacenaba los sifones. Recogió los restos de la silla de anea que había partido para escapar del lisiado. Descuajaringó las piezas que aún quedaban ensambladas y las echó a la pira, junto con el asiento trenzado. Por último, enrolló trozos de saco y estopa en uno de los palos largos de la silla y los aseguró con pita. En la calle, empezaba a amanecer.