Pasó un rato abrazado a la cabeza del animal mientras la noche se cerraba a su alrededor. Descansó en un silencio que sólo alteraba la cola del asno al espantar a los tábanos. Estaba ahí de pie, parado, dejándose llevar o esperando a que un soplo de valentía le ayudara a comprobar si el hombre estaba vivo o muerto. El burro meneó la cabeza y el recio pelo del tupé que le asomaba entre las orejas le pinchó la frente. Entonces se separó de él, se estiró y, como si de repente aquél fuera su oficio, rodeó decidido al animal y se situó frente al cuerpo inánime de su delator. Acercó una oreja a la boca del hombre y comprobó que respiraba. Le palpó la chaqueta y en el bolsillo interior encontró un sobre con tabaco, un mechero y un papel doblado. Lo abrió y lo orientó hacia el crepúsculo. No distinguía el texto, pero sí los tipos gruesos del bando en el que se proclamaba su desaparición. Daban veinticinco monedas a quien aportara información fiable de su paradero. Dobló de nuevo la hoja y la volvió a colocar donde estaba.
Cortó las cuerdas que unían la tabla a la collera y palmeó al burro en las ancas, deshaciendo el centauro. El animal se hizo a un lado del camino, dejando al hombre tirado en el suelo con la tabla atada a sus muslos. Los rodamientos sucios y quietos mirando al cielo y la marca de la herradura en su frente, como una U enrojecida. Una línea quebrada de sangre brotaba de la herida que había abierto uno de los clavos. La violencia de la escena o el pensamiento recurrente de que ese hombre iba a ponerle en manos de su verdugo le enervaron. Le dio una patada en los riñones que recolocó al tullido entre las piedras del camino en una nueva posición, al tiempo que le arrancaba un quejido somnoliento. La boca medio abierta contra la tierra, los labios empanados con arena y un punto rojo en el lugar del polvo donde caía la sangre.
Miró a su alrededor, reconoció algunos accidentes del terreno y calculó que ya debían de estar cerca de la esclusa. Mientras perseguía al tullido, sólo había manejado una posibilidad: la de abatirlo, abandonarlo y continuar con el burro y el agua al encuentro del cabrero. Ahora, con el grueso cuerpo a sus pies, tenía que reconsiderar sus opciones. Sabía que dejarlo allí mismo significaba condenarlo a morir en uno o dos días bajo un sol como un martillo. Llevarlo con él supondría un lastre para el avance y, aunque jurase arrepentirse de su intento de delación, seguramente sería una fuente de problemas cuando se reunieran con el cabrero. Consideró la opción de emprender el camino de vuelta a la aldea y dejarlo a salvo entre sus víveres. En ese caso, seguramente, llegaría demasiado tarde a su encuentro con el cabrero.
El chico, con el pulgar palpitando bajo la servilleta y los pies desollados, trató de poner en orden sus opciones para poder obrar con juicio. Debía tomar una decisión que salvaría a un hombre y, al tiempo, condenaría a otro a una muerte segura. Su corazón estaba con el cabrero, pero era el cuerpo del tullido el que se desangraba a sus pies y cuya imagen retorcida arrastraría el resto de su vida. Supo que hiciera lo que hiciera incurriría en pecado mortal, y eso le trajo a la memoria la figura del cura sobre el púlpito: la casulla amarillenta, el dedo en alto, la curvatura de su vientre y su saliva lloviendo sobre los feligreses. El justo y el fariseo, el sabio y el necio, el manso y el sátrapa, la meretriz y la madre. Las categorías con las que se tejían, al parecer, los designios del Señor y sus opuestos. Sermones que no le iluminaban. Pensó que el infierno que le esperaba al final de sus días no debía de ser muy diferente del sufrimiento en el que vivía. Que aquel pozo flamígero, cargado de almas negras, bien podía ser el llano con su caterva de mezquinos.
A sus pies, el lisiado pareció volver en sí, retorciéndose informe junto a su montura. Gemía palabras resinosas que no terminaban de cuajar en ninguna expresión conocida. El dialecto del cancerbero que habría de recibirle a las puertas del Hades. Imaginó las piernas del tullido entre los matojos. Pensó en el cabrero, en su padre y, por último, en el alguacil. Su imagen se quedó prendida en sus párpados como un fogonazo palpitante. El hombre volvió a gemir y el chico, con los dientes prietos, le arreó una patada en la boca que le envió de regreso al lugar en el que estaba antes y, de paso, abrió una ventana entre sus colmillos podridos. Notó la sangre recorriendo su cuerpo y cómo le abrasaba por dentro. Le picaba la cabeza y tenía la bota llena de chinas. Miró a su alrededor, quizá en busca de testigos o de auxilio, y no encontró nada. Tan sólo los restos de una alberca abandonada a unos metros del camino. Por un momento pensó en llevar al tullido hasta allí y tirarlo dentro para que nadie lo encontrara o para que se muriera cocido al día siguiente. Podría arrastrar su cuerpo desnudo sobre las rocas, atar sus manos a las tuberías de hierro que emergían del suelo cerca de la alberca y desmembrarlo con la ayuda del burro. Podría llevarlo con él, curar sus heridas y pedirle perdón. Entonces el hombre emitió otro gemido lejano y el niño lo miró. Dio dos pasos hacia atrás y luego le propinó una nueva patada en la cara que le destrozó la nariz. Ése era el tamaño de su desasosiego.
Arreaba al burro a sabiendas de que no iba a acelerar el paso. Quería alejarse cuanto antes del lugar en el que ahora reposaba el tullido. Rumiaba una justificación que no le servía para nada. Algo sobre justos y pecadores o sobre la aguja, el camello y el reino de Dios. No estaba seguro de haberlo condenado a una muerte inminente. Antes de abandonarlo, había volcado junto al cuerpo todo el contenido de su morral. A cambio, él se había llevado el burro cargado con las dos garrafas de agua y con la comida que había echado el tullido para su viaje en busca del alguacil. Quizá la ruta estuviera más transitada de lo que imaginaba y a la mañana siguiente ya estaría a salvo en el carromato de algún viajante, entre sacos de castañas secas y orejones.
Todavía era de noche cuando divisó el perfil roto del castillo. La media luna dibujaba la ruina con la textura de una aguada azulosa. A medida que se acercaba, distinguió el montón de cadáveres a un lado y escuchó el cencerro de alguna cabra despierta. El tintineo le alegró porque, desde que dejó el castillo la noche anterior, había sentido un peso en el fondo del estómago: la idea de que, cuando regresara, el pastor ya no estaría allí. El sonido del cencerro no era el pastor pero, al menos, no era el silencio absoluto. Espoleó al burro y le animó empujándole con movimientos de cintura. Cerca de las cabras muertas, escuchó el zumbido monótono de miles de moscas que no veía y a las que imaginó como una nube negra sobre la montaña muerta. El aire no corría hacia él pero, aun así, tuvo que cubrirse la boca para que aquella peste tóxica no le hiciera vomitar. A unos metros de la pared, descabalgó de un salto y caminó deprisa hacia el lugar donde había dejado al cabrero con su ajuar pero, antes incluso de ver cómo estaba el viejo, quería encontrar el cazo y poner agua a cocer para darle de beber. Encontró el equipaje del pastor en el mismo lugar en el que lo había dejado, pero su lecho estaba vacío. Se agachó junto al ropón y pasó una mano por encima tratando de confirmar lo que sus ojos veían. La tensión que traía se evaporó y él la sintió elevarse hasta unirse con la corriente térmica que ascendía junto al muro. Se sentó al lado del lecho del viejo y, con los codos sobre las rodillas, se tapó la cara y comenzó a llorar. La escapada infantil, el sol abrasador, el llano incapaz de inclinarse a su favor. Sintió la inmutabilidad de lo que le rodeaba, la misma calidad inerte en todo cuanto podía tocar o ver y, por primera vez desde que inició su huida, tuvo miedo de morir. Le estremecía la posibilidad de seguir su camino solo y, como un fogonazo rojizo, se le aparecieron las siluetas de su casa, al borde de la vía del tren, y del silo. Regresar por decisión propia. Abandonar su desesperante lucha contra la naturaleza y los hombres y regresar a la casa. No al hogar, sino al simple cobijo. Volver en peores condiciones de las que tenía antes de partir. No era el hijo pródigo. Era él quien había repudiado a su familia y quien debía enfrentarse a su veredicto. Pensaba así porque el llano le había erosionado de una manera que ni tan siquiera concebía cuando vivía bajo techo. Le agotaba el desamparo y, en momentos como aquél, hubiera cambiado lo más preciado de su ser por un rato de calma o por satisfacer sus necesidades más básicas de una forma tranquila y natural. Protegerse del sol, arrancarle a la tierra cada gota de agua, autolesionarse, deshacer su propio cautiverio, decidir la vida de otros. Cosas todas ellas impropias de su cerebro todavía plástico, de sus huesos por estirar, de sus músculos hipotónicos, de sus formas a las puertas de un molde mayor y más anguloso. Imaginó el cuerpo exánime del viejo siendo arrastrado por la moto del alguacil. Los ayudantes riendo en sus caballos.
En la penumbra, colocó las manos como un recipiente para su cara. Un lugar pequeño y caliente en el que recluirse. Un cubículo desde el que no asistir por obligación a la visión eterna y fútil del llano. En su recogimiento encontró una mano sucia y la otra envuelta en una servilleta polvorienta. La pelota que escondía su pulgar desgarrado y palpitante. Ni siquiera allí había descanso para él.
—Levántate, chico.
La voz del cabrero, fofa y picuda, y su mano huesuda sobre el hombro. El niño se incorporó como un muelle y, sin mirar siquiera al pastor, abrazó su cuerpo enclenque. Se hundió entre sus jirones para fundirse con él, para penetrar en la estancia serena que sus manos acababan de negarle. Era la primera vez que se encontraba tan cerca de alguien sin estar peleando. La primera vez que enfrentaba sus poros con los de otra piel y dejaba fluir por ellos los humores y sustancias que lo conformaban. El pastor le recibió sin decir palabra, como quien acoge a un peregrino o a un exiliado. El chico se abrazó al torso hasta hacer bufar al pastor, molesto. «Las costillas», dijo, y automáticamente se deshizo el nudo y se separaron. Lo que vino a continuación no fue vergüenza. Acaso una distancia más acorde con las leyes de esa tierra y de ese tiempo. La semilla, en todo caso, estaba echada.
Después de cocer agua y de dar de beber al pastor y a las cabras, se comieron las chacinas del tullido hasta que sólo quedaron las cuerdas y bebieron su vino. El viejo, a tragos largos, y el niño, en un teatro de muecas de desagrado que trataba de ocultar sin éxito. Bebía porque lo hacía el pastor y porque sentía que, después de su extraño viaje, era otro: el niño que se jugaba la vida por llevarles agua a unas bestias o que apedreaba en la cabeza a un hombre desvalido. Luego, cuando estuvieron saciados, el chico le narró al cabrero su peripecia.
—Hay que encontrar al inválido antes de que los cuervos lo maten.
El niño sintió cómo la tensión de sus músculos volvía desde el cielo y cómo se le apretaban las mandíbulas. Giró la cabeza hacia el viejo, incapaz de comprender lo que acababa de escuchar, pero el hombre no le devolvió la mirada. Sabía que lo que había hecho no estaba bien pero, antes que partir a socorrer al hombre que había querido matarlo, esperaba una palmada en el hombro o que el viejo le estrechara la mano con fuerza, en señal de aprobación o de respeto. Si el cabrero no estaba dispuesto a recibirle como a un héroe, si no iba a reconocer el sacrificio que había hecho, al menos que no le obligara a volver a meter la cabeza entre las fauces del león. Observó las manos del pastor, hinchadas por los golpes, y, aunque no podía verle bien la cara, recordó sus ojos inflamados y también los zarpazos de la fusta sobre su espalda con sus triángulos finales. Entendió que el viejo no sería quien le entregara la llave al mundo de los adultos, ese en el que la brutalidad se empleaba sin más razón que la codicia o la lujuria. Él había ejercido la violencia tal y como había visto hacer siempre a quienes le rodeaban y ahora, como ellos, reclamaba su parte de impunidad. La intemperie le había empujado mucho más allá de lo que sabía y de lo que no sabía acerca de la vida. Le había llevado hasta el mismo borde de la muerte y allí, en medio de un campo de terror. Él había levantado la espada en lugar de poner el cuello. Sentía que había bebido la sangre que convierte a los niños en guerreros, y, a los hombres, en seres invulnerables. Creía que el viejo le haría pasar, coronado de laurel por un esclavo, bajo el arco de la victoria.
—Ese bastardo lisiado me encadenó y huyó para avisar al alguacil.
—También él es hijo de Dios.
—Quiere que muramos, el
hijo de Dios
.
Se despertaron antes del alba y tomaron el camino de sirga en dirección a la esclusa. El viejo, montado sobre el burro, con la cabeza caída, y el niño delante, con una vara en una mano y el ronzal en la otra. Como el perro ya no estaba con ellos, era él quien debía obligar a las cabras a continuar cuando se detenían a comer.
Mientras caminaban, no paraba de pensar en el tullido. La imagen del montón de carne y huesos que dejó tirado en el polvo se le aparecía una y otra vez. ¿Seguiría allí? ¿Habría podido darse la vuelta y poner las ruedas contra el suelo? Según recordaba, la plataforma tenía los ejes muy anchos. Una ventaja para no volcar en cada bache, pero un problema a la hora de ponerse de nuevo en pie en caso de accidente. No sabía lo que sentiría cuando lo viera. La última vez que se miraron a la cara todavía eran
compadres
. Luego vinieron el cautiverio, el robo del burro, la huida, la pedrada por la espalda, las patadas y el abandono, y ya no hubo ocasión de aclarar nada ni de explicar nada.
A medida que amanecía se empezaron a distinguir los montes al fondo. La llanura como un mar que se detenía al pie de las elevaciones del norte. En aquel momento, sólo un trampantojo acuoso. Una empalizada, un hito o el recuerdo de que podría existir un lugar en el que respirar mejor. La visión brumosa de aquellas montañas le producía una atracción magnética. Se imaginó a sí mismo al final de la llanura, justo al pie de las primeras estribaciones. Le acompañaban el cabrero y los animales. Junto a ellos se internaba en los montes por un pliegue del terreno y ascendían a un altiplano, avanzando por una vereda que serpenteaba entre árboles que no conocía. El camino se apoyaba en laderas boscosas y entraba y salía siguiendo el discurrir de torrenteras umbrías. A cada rato, paraban a descansar y él se entretenía haciendo barquichuelos con la corteza caída de grandes pinos. Arriba, en la pradera, se instalaban en una majada de piedra con el tejado de brezo. En su ensoñación, el rebaño había crecido y se esparcía a lo largo y ancho de una meseta verde y fragante. Hacia el norte, las montañas seguían ganando altura. Se alzaban por encima de la cota de los bosques y los arbustos como pezones de piedra lavada. Luego las cumbres, blancas. Neveros empotrados en las arrugas del terreno como arañazos gigantes. Hacia el sur del prado, un desplome desmesurado formaba un balcón desde el que poder dominar el llano. El mismo que ahora transitaban con los ojos tumefactos bajo el martillo de aquella fragua solar. Por las tardes, después de terminar el trabajo con las cabras y de acomodar al viejo en su jergón, se sentaría en el borde de aquel balcón y contemplaría la llanura, y la vería brumosa y lejana. Desde su atalaya de abundancia, convocaría a los ángeles y los arcángeles para que llevaran a su pueblo la lluvia que devolviera a los trigales la fertilidad perdida. Regresarían los hombres y sus familias, ocuparían sus antiguas casas y el silo se llenaría de nuevo. Todos nadarían ahitos en sus riquezas, el alguacil recibiría sus tributos y nadie más volvería a acordarse del niño desaparecido.