Cubrió el tramo que le separaba del cementerio a cuatro patas. Llevaba arena pegada en la zona humedecida de la entrepierna. Cuando alcanzó la parte más próxima, se incorporó y rodeó el recinto hasta llegar a la esquina oeste. Desde allí vio algunas casas del pueblo, aunque no el pozo, porque la iglesia se interponía en su visión. Cruzó encorvado el trecho que separaba el cementerio del templo hasta alcanzar el techado que daba sombra al pórtico. Como en su pueblo, una bancada de mampostería unía entre sí los pilares que soportaban el tejadillo, a excepción de un tramo vacío que permitía el acceso al templo. El espacio estaba alfombrado con las hojas de una acacia próxima que el viento había traído y revuelto al pie de los asientos. La puerta, desencajada de un gozne, amenazaba con venirse abajo. Rodeó la construcción y se dirigió hacia el ábside siguiendo la pared cochambrosa. Encontró trozos de tejas y adobes en su camino y no le cupo duda de que la iglesia estaba abandonada. Un hallazgo que le tranquilizó y le inquietó por igual ya que si nadie cuidaba del edificio, era porque nadie acudía a él. Pensó que, probablemente, no tendría que esconderse de ningún habitante del lugar. Sin embargo, la falta de moradores podía suponer también la falta de agua. Se apostó contra el ábside desde el que, por fin, pudo tener una visión panorámica del pueblo. A esa distancia distinguió tejados hundidos y algunas ventanas descolgadas, y también una cosechadora de madera y hierro como un caballo de Troya comido por la maleza.
Entró en la aldea por el mismo camino que le había llevado hasta el encinar y cuyo último tramo había hecho campo a través. A ambos lados de la calle de arena encontró por igual casas cerradas a cal y canto o puertas derribadas por las que se podía ver el mismo cuadro repetido: vigas de madera caídas del techo abriendo grandes lucernarios que iluminaban montones de escombros. Baldosas de barro hidráulico con motivos de colores apagados y sucios. Algún cuadro con la figura de los monarcas o almanaques atrasados con anuncios de nitratos. Había vigas de madera con cuerdas de pita enrolladas y trozos de falso techo de escayola armada con cañizo. De algunas fachadas colgaban canalones de hojalata cuyos fiadores se habían soltado de los muros, dejando agujeros como impactos de bala. Los desconchones mostraban los esqueletos de las casas, vigas y tornapuntas de madera gruesa. Se acercó a una de las construcciones y asomó la cabeza. Olía a sombra y a aceitunas podridas. Escuchó el aleteo de las palomas en algún lugar de la techumbre y sus arrullos monocordes.
Hacia el final del pueblo, la calle se abría formando una plaza de bordes discontinuos como la parada de una caravana de pioneros. En un lado, el pozo de cuyo arco de forja colgaba una garrucha sin cuerda ni cubo. Se asomó al brocal de granito con pocas expectativas y, hasta que sus ojos se adaptaron a la penumbra de la sima, no distinguió nada. Cuando la oscuridad empezó a disolverse, pudo ver la pared de obra que descendía y, a unos cinco metros de profundidad, un arco de ladrillo que cruzaba el pozo de lado a lado como contrafuerte. Por debajo de ese nivel ya no pudo apreciar nada. Dejó caer una piedra que tropezó en el arco y luego continuó su descenso. Al momento escuchó el sonido ensordecido del agua recibiendo el guijarro. Tiró algunas piedras más para confirmarlo. Con las manos apoyadas en el brocal, resopló.
De sobra sabía lo que era un pozo abandonado y su agua malsana. Recorrió las ruinas de las casas desliando pitas de la madera. Algunas estaban simplemente enrolladas, pero otras estaban clavadas con tachuelas de forja. Con la lama suelta de una ballesta, sacó clavos hasta que tuvo cuerda suficiente. En una despensa encontró varias latas de conserva hinchadas. Colocó una en el suelo y, sujetándola con una mano, golpeó la tapa con la esquina de una baldosa. Un chorro de líquido marrón salió despedido. El olor era tan fuerte que tuvo que salir a respirar a la calle. Mientras esperaba, construyó un cubo poniéndole un asa de cuerda a una orza de barro. Luego, abrió con la ballesta la tapa de la lata de conserva, la vació allí mismo y regresó al pozo.
En el agua que subía nadaban pequeñas lombrices blancas. Se desplazaban encorvándose y estirándose como resortes minúsculos. Vertió un poco de agua en la lata para enjuagarla y, cuando estuvo medio limpia, se quitó la camisa y la puso sobre la boca del recipiente a modo de filtro. Allí se iban quedando lombrices y renacuajos, que saltaban en la tela como atunes en una almadraba. El primer trago le supo limoso, pero era tanta su necesidad que pasó por alto los avisos y bebió hasta que no pudo más.
Se lavó la cara acartonada y todavía, muchas horas después del fuego, las gotas cayeron negras sobre el polvo. Se desnudó y descolgó de nuevo la orza. El agua no se llevaba toda la mugre pero le refrescaba y, por primera vez desde que escapó, sintió algo parecido a las comodidades de las que disfrutaba en la casa de su familia. La mezcla de hollín, polvo, sangre y orina formaba churretes oscuros que le corrían por las piernas. Se echó agua en la cabeza repetidas veces y, antes de volver en busca del burro, se sentó sobre el brocal a descansar.
Notó los primeros dolores a medio camino entre la aldea y el encinar. Retortijones que le obligaron a encogerse como un feto en plena vereda. Oleadas de presión sobre el abdomen o la sensación, aun hecho un ovillo, de estar siendo golpeado en la tripa. Allí mismo se bajó los pantalones y defecó. Sintió un alivio momentáneo y, por un instante, su abdomen pareció volver a su ser. Se limpió con una piedra y, cuando fue a subirse los pantalones, un nuevo retortijón le aflojó las piernas. Tuvo el tiempo justo para volver a bajárselos antes de que un nuevo chorro le manchara los bajos y los talones. Notó una infinita necesidad de vaciarse y sintió que se abría en su cuerpo una espita imposible de cerrar.
El burro pacía tranquilo, apersogado en el lugar donde lo había dejado. Mordía por igual brotes de coscoja abortados la primavera anterior o esparragueras enanas y crujientes. Lo desató, se montó y salieron al camino. Avanzaron al ritmo sosegado del viejo asno con un contoneo que de nuevo le revolvió el estómago. Por suerte, ya no le quedaba nada dentro. Muchos días a la intemperie, una noche encaramado en una saetera y la siguiente, en vela, buscando esa agua medio podrida. Haberla encontrado y, sobre todo, no haber tenido que enfrentarse a los lugareños para conseguirla, le destensó de tal forma que, para cuando entraron en el pueblo, dormía abrazado al cuello del animal, con la armadura del albardón clavada en el estómago. Como si de un zahori se tratara, el burro avanzó por la calle arenosa hasta llegar a la plaza, donde la orza tumbada había formado un charco bajo su boca. Cuando llegaron, el burro se detuvo y agachó la cabeza para lamer la humedad del barro. El chico se desequilibró y, a punto de caer, se despertó. Se irguió sobre el animal y estiró los puños hacia el cielo, luego los abrió y notó un leve chasquido en el plexo solar. Descabalgó y lo primero que hizo fue tirar la orza al pozo y dar de beber al asno. En cuanto le puso el recipiente delante, el animal metió el hocico por la boca redonda y lamió el agua hasta que la lengua ya no alcanzó más profundidad. Mientras el animal bebía, el chico sopesó la posibilidad de descargar las garrafas, llenarlas y luego volver a cruzarlas sobre el albardón. Las garrafas, envueltas en mimbre, eran como las que siempre había visto llenas de vino y calculó que en ellas entrarían, al menos, dos arrobas de agua en cada una. Descartó la opción por inviable y decidió que iría llenándolas poco a poco, sin descargarlas del burro. Pasó la siguiente hora sacando agua del pozo y vertiéndola en las garrafas alternativamente, para evitar que el hatillo se desequilibrara y cayera al suelo. Cuando creyó que había completado la mitad de la carga, decidió sentarse a descansar. Dio la vuelta al brocal en busca de la parte más sombreada, pero el sol estaba muy alto y apenas proyectaba la silueta de la piedra a medio metro. Podría haberse metido en cualquier casa pero, dado el estado ruinoso de la mayoría de los techos, desechó la posibilidad. Como hiciera mientras caminaban hacia el carrizal, acercó al burro y lo colocó cerca del brocal para que le protegiera. Luego se sentó contra la piedra sujetando el cabo para que el asno no se moviera y se quedó dormido.
Se despertó acalorado y con sensación de humedad en los pies. Abrió los ojos y vio el final de sus piernas enterrado en un montón de excrementos del burro, con restos de orina alrededor. El animal se hallaba a un par de metros, espantando moscas con el rabo. No sabía cuánto tiempo llevaba al sol, pero por su cabeza cruzaron recuerdos del emplasto del cabrero y del perro lamiéndole los dientes. «Dios», gritó y se puso de pie de un salto. Notó un mareo y cómo perdía la visión por un momento. Se apoyó en el pozo para mantener el equilibrio y, mientras su consciencia regresaba, con ella llegó también un odio repentino por aquel animal al que tan sólo había pedido sombra y hasta eso le había negado. Dio dos zancadas hasta el asno y le soltó un puñetazo de rabia en la frente. El animal meneó la cabeza como si nada, pero a él, el dolor se le propagó desde los nudillos hasta el cráneo como un calambrazo. Gritó entonces entre las cuatro casas derruidas y continuó gritando más allá del dolor que sentía en los huesos. Un aullido que lo agotó y lo hundió hasta hacerle caer de rodillas en medio del polvo de la plaza.
—No pareces muy contento, chico.
Saltó como un gato en dirección contraria a la voz que sonaba a su espalda y, sin mirar atrás, corrió en dirección al pozo y se tiró tras el brocal. Permaneció quieto, tratando de ganar tiempo mientras intentaba escuchar los movimientos del hombre. Durante unos segundos sólo se oyó el zurear de las palomas entre los maderos y las tejas. Luego, el chirrido metálico de un eje que identificó como una carretilla. Imaginó a un labrador.
—Sal de ahí, chico. No voy a hacerte daño.
—Yo no he hecho nada.
—Ya lo sé. Te llevo viendo desde que estabas en la iglesia.
El niño movió la cabeza en todas direcciones, como si quisiera encontrar los ojos de más vigilantes tras cada ventana de la plaza.
—Déjeme marchar.
—Sal de una vez. Ya te he dicho que no te voy a hacer nada.
—No.
El chico miró hacia la entrada del pueblo y sopesó la posibilidad de huir corriendo hacia el sur, pero la calle era demasiado larga y, si el hombre tenía una escopeta, sería un blanco fácil. Pensó que, aun en el caso de no ser abatido, llegar hasta el castillo en pleno día sería una aventura casi imposible. Si, además, volvía sin agua, el viejo moriría y no le cupo duda de que él también.
—¿Cómo sé que no me va a hacer nada?
—Sólo tienes que asomar tu cabezota y echarme un vistazo.
El pelo largo apelmazado, barba negra y un sayo de arpillera raída atado a la cintura por toda vestimenta. Tenía las manos incompletas y sus piernas estaban amputadas justo por debajo de las rodillas. Unas correas de cuero ennegrecido unían sus muslos a una tabla de madera con cuatro cojinetes grasientos por ruedas. La tensión de los músculos del chico decayó ante la amenaza incumplida y, entonces, como si observara un cuadro, recorrió embelesado el extraño cuerpo, desde los rodamientos hasta la cabeza. Lo observó a través de un tubo de paredes calafateadas al final del cual el hombre y su madera le parecieron un único ser. Ambos, madera y hombre, estaban igual de sucios y ni siquiera el olor a orines y creosota que emanaba le sacaron de su asombro. Le embotó la visión del ser extraño y también sus propios efluvios resecos que poco a poco habían sido absorbidos por sus poros, y que ya parecían formar parte de él.
—¿Te gusta mi tabla?
Abandonó su estado de asombro con desgana. Había sido tal el susto que ahora toda la sangre de su cuerpo recorría sus venas laxas sin propósito alguno. De repente, quien le hablaba le resultó tan inofensivo que confundió alivio con descortesía y se dirigió a él con displicencia, sin reparar en que aquel hombre bien podía ser el dueño del pozo o esconder una pistola bajo el sayo.
—Sólo he cogido un poco de agua.
—No pasa nada. Puedes tomar toda la que quieras. Lo único es que no está buena. Quizá ya te haya entrado la cagalera.
El niño se calló y contrajo el esfínter por si acaso.
—¿Qué haces por aquí tú solo?
—No estoy solo. Mi padre y mi hermano están esperándome en el encinar de ahí arriba.
—Y te han mandado a por agua, ¿no?
—Sí.
—Pues ve a buscarlos. Podéis comer en mi posada. No os cobraré mucho.
El niño miró a su alrededor en busca de un cartel que anunciara el establecimiento, pero sólo vio casas cerradas o caídas. Torció el gesto.
—Está ahí detrás.
El tullido estiró el cuello hacia un lado, señalando la salida norte del pueblo. El chico pensó que mentía, porque nadie en sus cabales tendría un negocio así en aquel lugar.
—Es cierto, zagal. Aunque no te lo creas, por este camino se va a la capital. Cuando termine la sequía, volverán a pasar otra vez por aquí los tratantes y los viajeros.
El niño miró en la dirección que había indicado el tullido. Había una casa con la puerta abierta y no del todo derruida casi al final de la calle. Pensó que, si aquélla era la posada, debía de ser muy barata.
—Tenemos prisa. No podemos pararnos a comer.
—Al menos cómprame un pan.
—No tengo dinero.
—Llévate entonces unas perrunillas. Quiero que me recordéis la próxima vez que paséis cerca de aquí.
El chico se resistía a acompañarle. Le daba miedo que hubiera alguien esperando en la casa, pero el tullido hablaba de pan y de dulces con una alegría que lo engatusaba. El interior de sus mejillas se humedeció por la visión. Recordó el turrón que comían en Navidad y tuvo el arranque de acompañar al hombre, pero se contuvo. Pensó que aquel ser, con sus cuatro dedos entre las dos manos, era incapaz de hacer dulces. Decidió que llenaría las garrafas sin perder de vista al tullido y luego se marcharía por donde había venido.
—Tienen almendras y azúcar —añadió el tullido.
Lo siguió por la calle de arena apisonada. El hombre avanzaba impulsándose con un par de tacos de madera que sostenía con firmeza a pesar de la falta de dedos. A medio camino, se atascó en un lecho de arena y tuvo que dar marcha atrás y rodear el obstáculo.
—A veces engancho al cerdo para que tire del carro. Es lo mejor. Moverse así te destroza las manos y los brazos. Lo que daría yo por un burro como el tuyo.