Pasó la noche acurrucado junto al viejo inmóvil. Corría una brisa tibia aderezada con el rumor de algunas cabras nerviosas. Al hombre le ardía la frente y gemía en sueños su dolor como una salmodia ininterrumpida y acromática.
Agotado, sólo la luz de la mañana en pleno avance consiguió despertarle. Fue entonces cuando descubrió lo sucedido. El viejo yacía inmóvil a su lado, cubierto solamente por jirones de sus ropas. El alguacil y sus ayudantes le habían quitado la chaqueta y le habían fustigado con la camisa puesta. La tela estaba pegada al cuerpo a lo largo de los varazos más fuertes. Tenía la cara llena de sangre reseca. Los labios, astrosos, con pústulas y vulvas rojizas. Los ojos cerrados se levantaban inflamados como higos maduros. Los miembros estaban amoratados y marcas de vara asomaban por los costados como nuevas costillas dibujadas. Trató de despertarle moviéndole la cara, pero el hombre no reaccionó. Tiró de su brazo con fuerza para intentar incorporarlo, pero su cuerpo parecía atornillado a los cimientos del castillo. Le abofeteó con fuerza y sólo así el viejo dio señales de vida.
—Deja de pegarme, chico. Ya he tenido bastante.
Habló desde su postración con la voz sucia y los ojos cerrados y, más que su voz, parecía que era su mente la que se expresaba. El niño se agarró la cara ennegrecida con las manos. Se recorrió la cabeza lijándose la piel con las durezas de sus palmas. Revolvió su rostro en un gesto que no le liberaba, sino que contribuía a aumentar su tensión. Incapaz de asimilar lo sucedido, sintió la necesidad de romper a llorar, de gritar o de autolesionarse.
—Tráeme agua.
El chico salió corriendo. Al otro lado del muro, media docena de animales degollados se repartían por el espacio que la tarde anterior había ocupado la sombra de la muralla. Las moscas tachonaban las heridas, formando sonrisas como barboquejos. Recorrían, amontonadas unas sobre otras, las aberturas en el pellejo, suturándolas a base de infecciones y poniendo huevos. Las tres cabras que quedaban pacían por los contornos ajenas a la masacre, entregadas a sus estómagos, ensimismadas. El burro, en la distancia. Ni rastro del perro ni del macho cabrío.
El contenido de los serones estaba esparcido junto a la pared. La alcuza derramada, la sartén, trapos, la vara de gancho y las tijeras de esquilar. El serijo de las pasas, expoliado, y la tabaquera, vuelta del revés. Encontró las garrafas tumbadas y con los corchos quitados. Las sostuvo en alto y trató de beber, pero apenas salieron unas gotas.
Llevó los recipientes adonde estaba el viejo y los puso boca abajo ante él. Un bufido de desesperación o de fatalidad salió de sus labios y pareció querer cerrar aún más los ojos. La noticia acentuó el escozor de los varazos y condensó su hervor. Frente a aquella marmita de dolor, el chico pensó que sólo su extrema debilidad le impedía matarse.
—Ordeña una cabra.
Decidió prescindir del método que empleaba el cabrero, porque supuso que le llevaría demasiado tiempo clavar el cubo al suelo y amarrar las patas de la cabra al recipiente. Encontró su lata de beber allí donde la había tirado al ver acercarse al alguacil y sus hombres. La limpió con un faldón de la camisa y se dirigió hacia donde las cabras pastaban. Se acercó a una de ellas sigiloso, pero en cuanto el animal notó su presencia salió corriendo. Fue a por la siguiente, pero también huyó de su cacillo. Durante un buen rato corrió detrás de los animales, que escapaban de sus manos como mercurio. Regresó al muro en busca de la vara de gancho y trató de recordar la forma en que había visto emplearla al viejo. Tomó la pértiga bajo un brazo como si fuera un Quijote y levantó la punta en dirección a los animales. La vara pesaba más de lo que esperaba y, camino de las cabras, la herramienta le desequilibró hasta clavarse en el suelo. La sujetó con las dos manos y se acercó a su presa por detrás. Atacó al animal introduciendo el gancho entre sus patas, pero el bicho se percató y huyó. Cuando ya lo había intentado varias veces, embruteció su método corriendo tras ellas al tiempo que les metía el palo entre las patas para hacerlas caer. Cuando consiguió derribar a una, soltó la vara y se abalanzó sobre ella, inmovilizándole las pezuñas hasta someter al animal.
Cogiéndola de una pata trasera, arrastró a la cabra hasta el muro. Marcha atrás, el animal trastabillaba y se caía cada pocos metros, pero el niño siguió tirando de ella como si llevara un odre lleno de conejos. Se había demorado mucho tratando tan sólo de atrapar a un animal y ahora tenía que ordeñarlo. Le hubiera gustado aparecer tras el torreón con la escudilla limpia y repleta de leche al poco de recibir la orden. Demostrarle al viejo que había aprovechado los días junto a él. Que, sin que se hubiera dado cuenta, lo había observado y que parte de su sabiduría se había transferido. No lo sabía, pero deseaba que el viejo se sintiera orgulloso de él. Ató entre sí las patas delanteras de la cabra y éstas a una roca. Colocó la lata bajo las ubres y se arrodilló tras la cabra. Recibió la primera coz en la parte baja del esternón y la segunda, en el pómulo. La herida que se había hecho al empotrar la cara en la saetera se abrió y comenzó a sangrar abundantemente. Cayó de espaldas, ahogado, incapaz de expandir sus pulmones. Sorprendido el diafragma, anulado. Se levantó y con la boca abierta se estiró y encontró parte del aire que necesitaba. Jadeó lo suficiente como para recuperarse, acercarse al animal y darle una patada en las costillas. La cabra se quejó y al momento volvió a buscar comida en el suelo. El niño se palpó el pómulo y notó los dedos resbalar contra un hueso que no sentía. Se los miró y los vio coloreados de rojo brillante. Manzanas de feria bañadas en caramelo. Sin tiempo todavía para pensar, notó pálpitos en su rostro que le recordaron al torreón. Hollín cubriendo su piel y los pómulos inflamados por la brutal presión contra la saetera. El pelo como la estopa y un olor a humo rancio que le llevaría la vida entera quitarse.
Escuchó al viejo gemir al otro lado del muro y olvidó sus heridas y sus golpes. Buscó por los alrededores algo de paja y se la colocó a la cabra delante de la cara. Volvió a poner la escudilla bajo las ubres y luego se arrodilló a un lado del animal. Agarró los pezones con sus manos sanguinolentas y tiró hacia abajo. Las tetas se alargaron como si fueran de goma caliente sin que de ellas saliera nada. Movió las falanges, masajeó los pezones. Se escupió en las palmas y se las frotó formando sobre la piel una película de sangre, hollín y saliva. Volvió a empezar. Los dedos resbalaron ásperamente hasta que brotaron unas gotas que cayeron a la tierra. El animal tascó. Pasó un buen rato hasta que logró extraer algo parecido a un chorro. La lata era demasiado estrecha y, al principio, no conseguía dirigir el flujo hacia la boca, haciendo que la leche se derramara sobre el polvo. Acercó la lata a la punta del pezón y continuó ordeñando a una mano. Cuando tuvo un par de dedos de líquido, se levantó y se fue en busca del viejo.
Durante su trajín, el sol había rebasado la vertical de la pared y comenzaba a azotar por el lado del torreón. Encontró el cuerpo del cabrero tendido al sol, sin protección. Parecía inconsciente y el chico pensó que había tardado demasiado tiempo. Le zarandeó un brazo y luego abofeteó su cara sin resultado. Decidió llevarlo a la sombra. Agarró el cuerpo por las axilas e intentó arrastrarlo, pero pesaba mucho. Respiró, sintió un cansancio colosal y una sed repentina que llevaba muchas horas formándose en su paladar pero que los acontecimientos le habían impedido atender. Se bebió la leche de la lata y, aunque no quedaba ni una gota dentro, siguió apretando durante un rato el cilindro de metal contra su cara.
Caminó sobre los terrones duros en busca del burro, que pacía sobre recuerdos de viejos surcos. Vestigios de que alguien estuvo allí antes que ellos intentando arrancarle al llano algo que seguía guardando con celo. El castillo derruido era testigo. Regresó con el asno tirando de la cuerda despeluchada que pendía de la cabezada hasta el suelo. Un animal dócil y conforme que tenía sobre los menudillos úlceras producidas por las trabas. Calvas en el pelo aquí y allá, restos de arcilla seca sobre las coronas. Marcas de la charca huida del cañaveral.
El cabo del ronzal no era lo suficientemente largo como para atar el cuerpo y, junto al viejo, repasó los contornos con la mirada en busca de algún arreo o soga con la que poder moverlo de sitio. No halló lo que necesitaba pero, en su búsqueda, encontró las dos colillas marrones del alguacil al lado de la cabeza del viejo. Imaginó a los hombres que lo buscaban fumando mientras veían arder los serones y, sin querer, apretó los dientes.
Levantó los tobillos del pastor y ató el cabo alrededor de ellos. La soga era tan corta que, con lo que necesitó para el nudo, las botas del viejo casi le llegaban al burro a la boca. Empujó al animal por el pecho, haciéndole retroceder sin ganas. El asno rebuznó junto a su oído y sintió que el ruido le taladraba la mente. Avanzaron un par de metros. Los brazos exánimes del pastor, clavados en el suelo, se quedaron atrás con el arrastre. En el tránsito, las lajas calizas disgregadas del muro se iban incrustando en la espalda del viejo como pedernal de trilla. El hombre gimió y el chico le acercó una oreja a la boca y escuchó una respiración irregular aunque esperanzadora.
Corrió hasta el otro lado del muro y volvió con el ropón del burro. Trató de interponerlo entre la espalda del viejo y el suelo, pero no lo logró. Optó entonces por limpiar de piedras del recorrido hasta la sombra. El sol hacía que le picara el pelo. La piel del viejo enrojecida y bulbosa. Moscas como dientes negros. Debería parar y descansar, pero el pastor le esperaba. A cuatro patas abrió una vereda sobre el polvo. Retiró los cantos y los restos de argamasa. Volvió a empujar al burro y, con el primer arrastre, el viejo se retorció inerme. Su quejido ya se expresaba en una frecuencia inaudible. Los pies en alto tensionados por la cuerda, la espalda desgarrándose contra el suelo y los brazos como timones sin gobierno al final de todo. Romería de difuntos.
Dispuso el ropón ante la puerta cegada del castillo y llevó al viejo hasta allí. Tirando de brazos y piernas, consiguió acomodarlo de la mejor manera posible. Le elevó la cabeza metiendo una piedra plana bajo la tela y se dispuso a escuchar lo que el pastor tuviera que decirle.
Cumplió su primer deseo con una pericia que le animó. En un rato volvió con la lata medio llena de leche. Abrió la boca del viejo metiéndole los dedos y vertió pequeños chorros por el orificio. La nuez del pastor se desplazó bajo la piel gastada de su cuello e hizo que se movieran los pelos de su barba como un campo de posidonias a merced de las corrientes. Luego, cuando el viejo sacudió los dedos pidiéndole que parase, se llevó la lata a la boca y se bebió lo que quedaba de un trago.
De espaldas al anciano, trató de orinar en la lata, con escasos resultados. Hacía días que sus micciones eran escasas. Aun así, logró un par de dedos de un líquido amarillo y denso que apestaba a amoniaco. Con él, volvió adonde el viejo yacía y limpió sus heridas mojando un jirón de su pantalón en la orina. Notó la tensión del viejo a cada roce de la tela y cómo de sus ojos cerrados brotaban algunas lágrimas. En un momento, el viejo agarró al chico del brazo para pedirle un respiro. El muchacho esperó mientras la mano del hombre le apretaba el codo. Luego, cuando su garra perdió fuerza, volvió al trabajo que el pastor le había encargado. Al completar la cura, intentó levantarse, pero la mano del viejo seguía cogida a su codo. Dejó la lata a un lado, se tendió junto a él y, así, se quedaron dormidos.
Abrió los ojos a una hora en la que el sol ya no recortaba la sombra de la pared sobre la tierra, sino que la difuminaba y alargaba en una mancha que se extendía ante ellos en dirección al horizonte vacío. El viejo estaba despierto a su lado, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos clavados en el cielo como si quisiera colar su mirada entre las ménsulas del matacán que pendía sobre sus cabezas. El muchacho se incorporó y se quedó sentado con la mirada perdida en la lejanía. El viejo habló.
—¿Cuántas cabras han quedado?
—Tres.
—El macho no cuenta.
—No está.
El anciano cerró los ojos y suspiró.
—¿También lo han matado?
—No lo sé. Aquí sólo hay cabras muertas.
—Mira bien.
El niño se puso de pie y repasó el espacio que se extendía ante ellos. Contó los cuerpos marcando el aire con el dedo índice.
—Seis cabras muertas. El perro y el macho han desaparecido.
El viejo pensó que, tarde o temprano, el perro volvería de donde estuviera. En cuanto al macho, supuso que se lo habían llevado por los cuernos. Quizá el alguacil lo sacrificaría y pondría su cabeza junto al resto de sus trofeos.
—Debes ir a por agua lo antes posible.
—Si tiene sed, puedo ordeñar una cabra. Ya sé.
—Son ellas las que tienen que beber.
El muchacho cogió el cubo de ordeñar y se marchó a por agua. A unos metros del pozo distinguió las siluetas de varios cuervos en el brocal. Cuando llegó, espantó a las aves con la mano y se asomó al agujero. Escuchó un zumbido y temió lo peor. La luz inclinada de la tarde apenas entraba en la sima, pero fue suficiente para que el niño pudiera distinguir el cadáver decapitado del macho flotando en el agua con la tripa abierta. Todas las moscas de los alrededores habían sido convocadas al festín. Entraban y salían como invitados a una fiesta. El arco sobre el brocal plagado de puntos negros.
Era casi de noche cuando volvió a la pared. Le contó al viejo lo que había descubierto y éste resopló ante lo que se les avecinaba. El chico percibió en el pastor una desesperación que no había visto nunca antes en él.
—No se preocupe. Seguro que encontramos más agua por aquí cerca.
—No. No hay.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
—Pues iremos a otro lugar.
—Yo no puedo ir a ninguna parte.
El niño se quedó callado. Si el pastor no podía moverse, tendría que ser él quien fuera a conseguir el agua. Pensó en los días previos, en la insolación, la sed y las caminatas nocturnas y sintió miedo, porque sólo gracias a la presencia del pastor había sido capaz de salvar la vida.
—Tendrás que ir a por agua tú solo.
—No sé dónde hay.
—Yo te lo diré.
—Tengo miedo.
—Eres un muchacho muy valiente.
—No lo soy.
—Has llegado hasta aquí.