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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (36 page)

BOOK: Imperio
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—Como ustedes saben, este cargo me fue impuesto por la Constitución y la acción de los enemigos de esta nación. No lo busqué. Toda mi vida pública he sido un hombre de partido, dispuesto a llegar a acuerdos con miembros del partido de la oposición, pero siempre consciente de en qué bando estaba.

»Lo que Estados Unidos necesita ahora es no tomar partido. No un vicepresidente republicano ni demócrata, sino uno que simbolice y represente la unidad nacional: lo mejor de este país, sin divisiones, sin rencores y con el pleno apoyo de ambos partidos en el Congreso.

»Eso implica, naturalmente, ir más allá del sistema bipartidista, más allá de las filas de quienes han querido ocupar un cargo público. A lo largo de los tres últimos años, primero como asesor habitual del consejero de Seguridad Nacional y luego como su ayudante a tiempo completo y, finalmente, durante el último mes, como consejero él mismo, Averell Torrent ha logrado unos brillantes antecedentes en el servicio público en un momento de crisis nacional.

»Nunca le he preguntado si es republicano o demócrata. Nunca me ha hecho falta. Sirve lealmente a la Constitución y al pueblo estadounidense. Confío en su sabio consejo. No es para quitar mérito a las otras personas que han ocupado el cargo de vicepresidente de Estados Unidos que digo que estoy firmemente convencido de que nunca ha habido un hombre tan sabio, tan inteligente, con tanta amplitud de miras y tan profundos conocimientos.

»En algunos aspectos, la vicepresidencia es un cargo vacío de contenido. Pero durante el mandato de los últimos presidentes se ha confiado cada vez más en que el vicepresidente supervise aspectos cada vez más importantes del Gobierno. Con la plena y, me atrevo a decir, entusiasta aprobación de los líderes de ambos partidos en ambas cámaras del Congreso les aseguro que continuaré con esa práctica y la llevaré más allá. En cuanto sea confirmado en el cargo, Averell Torrent participará en todas las decisiones que yo tome como presidente (de hecho ya lo hace) y tendrá además mucha autoridad propia, bajo mi dirección, por supuesto. De hecho, ya la tiene.

Dicho esto, el presidente Nielson llamó a Torrent al estrado para que hiciera un breve discurso de aceptación. Apenas dijo nada, grave de aspecto y con una expresión de benigno asombro, como alguien a quien han dado un regalo muy lujoso que en realidad no necesita y que no sabe dónde poner.

Entonces los líderes de los partidos en el Congreso empezaron a hacer preguntas. Torrent no perdió la calma: sus respuestas fueron breves y casi invariablemente invitaba a quien preguntaba a dirigirse al presidente o a los congresistas.

Pero a Cecily le pareció una actuación preparada. No actuaba para la sala, sino para las cámaras. Su voz era tranquila y firme, su rostro sereno, su expresión simpática pero llena de dignidad.

«Ya se está presentando para presidente —pensó Cecily—. Está dando a los votantes la imagen que quieren ver. No podría estar mejor situado. Los dos partidos en el Congreso lo han elegido por consenso. Ha sido nombrado para unir a todas las facciones del país. Es joven, pero no demasiado. Es atractivo, inteligente, pero no empollón ni distante. Mira cómo se ríe del chiste de LaMonte. Su risa es natural, sincera, sonríe con todos los rasgos de la cara. Le brillan los ojos. Pero no es tan guapo como para no parecer de verdad. No es tan brillante como para no parecer abordable. Nunca se ha presentado a ningún cargo pero sabe cómo crear una imagen y la está creando.»¿Era posible que fuera a presentarse a la presidencia? Por supuesto que sí. Se acercaba agosto, pero las convenciones de los partidos se habían pospuesto a raíz de los sucesos del viernes 13. La convención demócrata sería la primera en celebrarse, a mediados de agosto; la convención republicana se celebraría justo antes del primero de septiembre. Los demócratas tenían a su candidata probable, que estaba a punto de anunciar a su elegido para la vicepresidencia en el momento de los asesinatos; se había contenido porque era difícil saber, hasta que las cosas se tranquilizaran, cómo percibiría la gente a unos candidatos que identificaba con el movimiento progresista del Partido Demócrata. Tal vez necesitara a un compañero candidato mucho más moderado de lo que le hubiese convenido elegir en otras circunstancias.

La nominación republicana no se había cerrado todavía. Y había una posibilidad real de que fuera a ir a parar a Averell Torrent. Todos en la sala lo sabían. El presidente Nielson prácticamente lo había dicho: «Lo que el país necesita ahora es a alguien que una a la gente.» Un moderado. Si esa cualidad era tan deseable en el vicepresidente, iba a ser diez veces más importante para el presidente que sería elegido en noviembre.

Nadie sabía cuál sería la consecuencia política del viernes 13 y la toma de Nueva York por parte de la Restauración Progresista. Hasta ese momento, el presidente Nielson había parecido confuso e impotente, porque, hasta ese momento, no había tenido ninguna opción viable ni había podido ejercer el poder sin consecuencias potencialmente devastadoras. De un golpe, la nominación de Torrent y su aprobación por ambos partidos en el Congreso hacía que Nielson pareciera mucho más efectivo y rebatía de lleno la acusación de la Restauración Progresista de que la Administración republicana estaba formada por un puñado de fanáticos que se cargaban la Constitución.

En resumen, si Torrent era el nuevo rostro del Partido Republicano, ¿estarían tan ansiosas las legislaturas estatales de seguir el impulso de unirse a la Restauración Progresista?

Naturalmente, todo dependía de cómo aguantara Torrent el escrutinio al que los medios lo someterían. Su vida sería investigada y diseccionada. Era muy conveniente que estuviera casado con una mujer tímida pero encantadora y tuviera dos atractivos hijos y una preciosa hija, todos adolescentes: la familia daría una espléndida imagen de estabilidad. Aunque Torrent había recorrido el país dando conferencias e impartiendo seminarios, nunca había habido ni el más mínimo escándalo a causa de pecadillos sexuales. Había heredado un poco de dinero de su familia pero vivía de manera bastante austera y, aunque sus honorarios como orador y docente eran respetables, no eran exorbitantes. No podía considerársele rico para los baremos modernos. Hubieran hecho falta cincuenta Torrents para igualar a Oprah, según las estimaciones generales de Cecily.

A Cecily le gustaba LaMonte y le era muy leal. Así que también se sintió un poco triste. Ese nombramiento dejaba absolutamente claro que LaMonte no tenía ningún deseo de presentarse como presidente en las próximas elecciones. Pasaría a la historia como un presidente de transición. Y Cecily sabía que eso era exactamente lo que esperaba: querría ser recordado como un hombre que cumplió su mandato fielmente y se retiró en cuanto terminó su trabajo.

Con toda probabilidad, regresaría a la Cámara. Las nuevas leyes de sucesión presidencial no requerían necesariamente que renunciara a su escaño, y Cecily trató de recordar si lo había hecho o no. Creía que no. En aquellos momentos de crisis, nadie exigía todavía elecciones parciales en Idaho. O tal vez él ya hubiese hecho saber discretamente que su nombre aparecería en las papeletas en noviembre... una vez más como candidato al Congreso. Nadie iba a atreverse a presentarse como candidato opositor ni a tratar de sustituirlo.

Así que todo el mundo contento, en realidad. El país estaba mejor. LaMonte posiblemente había cambiado el impulso y la dirección del estado de ánimo nacional.

Ahora todo lo que hacía falta era que el grupo de Rube encontrara la pistola humeante: el lugar donde se habían fabricado todas aquellas armas de la Restauración Progresista, donde habían sido entrenados sus soldados. Y tal vez, sólo tal vez, pruebas de que los rebeldes estaban preparados para aprovecharse del viernes 13 porque ellos lo habían planeado. Ésa era la acusación de la ultraderecha, que casi todos los demás descartaban por absurda. Cecily sabía que, como los traidores obviamente habían tenido un contacto en la Casa Blanca y el Pentágono, lo fácil era suponer que la traición procedía de la derecha, no de la izquierda, el campo opuesto de la Restauración Progresista.

Pero ella sabía que no era así. Los detalles escabrosos del asesinato de Reuben a manos de su secretaria habían pasado por las tradicionales tonterías de los medios: acusaciones de que su secretaria probablemente lo había asesinado porque estaban liados, o porque él se había retirado de la conspiración en el último momento y tratado de salvar al presidente. Cecily hizo cuanto pudo por ignorar esas cosas, porque no quería que la desquiciaran y no podía hacer nada por impedirlas.

Sabía que el FBI había descubierto que, aunque DeeNee nunca había hecho nada ilegal ni cuestionable siquiera (o de otro modo nunca hubiese podido trabajar en el Pentágono), sus amigos de la universidad la recordaban como una ferviente radical de izquierdas, incluso para la media de los departamentos de inglés de la universidad estadounidense. El FBI no encontró relación alguna con ningún movimiento concreto (DeeNee no era militante de nada), pero era imposible pretender que la conspiración de la que había formado parte fuera cosa de la derecha. Pero como el informe del asesinato de Reuben estaba unido a los asesinatos del viernes 13, no se había hecho público nada. Cecily sólo lo sabía porque LaMonte se lo había dicho.

—No voy a hacerlo público y espero que respetes esa decisión —había dicho LaMonte—. Si se filtra la noticia de que ella era una universitaria izquierdista, se interpretará como un intento por parte de mi Administración de echarle la culpa del viernes 13 a la izquierda, o sea, a los demócratas. Sólo serviría para causar más divisiones. Cuando tengamos todas las respuestas, entonces lo publicaremos y al diablo con las consecuencias. Pero hasta entonces, Cecily, deja que farfullen en televisión y no permitas que esas tonterías te molesten. La verdad saldrá a la luz a su debido tiempo, y tu marido será reconocido como el héroe y patriota y mártir que fue.

Pero LaMonte probablemente no sería presidente cuando estuviera listo el informe definitivo. Sería otra persona. Si era la candidata demócrata, Cecily tenía poca fe en que permitiera que un informe que implicaba a alguien de la izquierda viera jamás la luz del día. Tal vez fuese Torrent. Pero ¿permitiría él que el informe de la discordia fuera publicado cuando intentaba unir todas las facciones?

Sin embargo, Torrent era lo bastante atrevido como para usar al grupo de Reuben como fuerza de combate para atacar a los rebeldes en algunas de sus guaridas. Tal vez fuera lo bastante sabio para considerar la verdad demostrable el mejor camino hacia la reconciliación.

Cecily depositó sus esperanzas en Cole y los amigos de Reuben. Si Torrent tenía razón y aquellas represas de Washington eran la fortaleza de los rebeldes, tal vez encontraran allí las pruebas de quién era responsable del viernes 13... y del asesinato de Reuben. Reuben sería completamente exonerado. Sus hijos crecerían sin que su padre estuviera manchado por la acusación de traición, y se sentirían orgullosos de él.

La rueda de prensa terminó. Pero los pensamientos de Cecily le habían hecho recorrer un camino emocional del que normalmente permanecía apartada. Sólo podía pensar en Reuben.

Sandy fue a verla cuando los periodistas se marcharon corriendo a enviar sus crónicas o se colocaron delante de la «Casa Blanca de Gettysburg» para transmitir su noticia. Vio que Cecily trataba de contener las lágrimas y dijo:

—Querida, sé que no te ha conmovido el nombramiento de Torrent.

—No, no —respondió Cecily—. Es por Reuben, eso es todo.

—Apenas te has concedido una oportunidad para llorarlo.

—El trabajo es la cura. Estaba pensando en nuestros hijos y en cómo vería el mundo a su padre cuando crecieran.

—El mundo lo honrará, o el mundo puede irse a hacer gárgaras —dijo Sandy—. Mientras tanto, date un respiro. Hoy nadie va a trabajar en serio, todo serán rumores y especulaciones. Es el día de los sabihondos sensacionalistas, pertenezcan o no al personal presidencial. Vete a casa y vuelve mañana.

Era un buen consejo. Pero cuando Sandy decía vete a casa quería decir una cosa y, para Cecily, significaba otra.

Difícilmente podía ir a la casita donde tía Margaret cuidaba a los niños: lo último que necesitaban era ver a su madre devastada emocionalmente.

Así que subió al coche y salió de la zona segura y condujo por la autopista Quince hasta Leesburg, y luego siguió por la carretera Siete a través de los familiares paisajes del condado de Loudoun. Había estado tan enfrascada en la guerra que libraban que casi había olvidado que la mayor parte de Estados Unidos no sabía que estuvieran librando una. La gente podía ser plenamente consciente y estar preocupada por el hecho de que la ciudad de Nueva York y el estado de Vermont no estuvieran bajo la autoridad activa del Gobierno, de que el estado de Washington fuera como mucho neutral, de que otros estados pudieran unirse a la rebelión (o la «restauración») y, sin duda, no eran indiferentes al respecto. Pero iban a trabajar y cumplían sus obligaciones, compraban en los centros comerciales, comían en los restaurantes, veían los programas sensacionalistas de verano o iban a ver las películas taquilleras de la temporada. Cecily se preguntó brevemente si los hechos recientes habrían aumentado la audiencia de una de las series favoritas de Reuben y suya, 24, o si la habrían hundido. ¿Se parecía el argumento demasiado a la dolorosa realidad para que la gente lo disfrutara? ¿O sus planteamientos, a veces tan retorcidos, habían quedado demostrados por hechos aún menos probables que las conspiraciones de la serie?

Cuando 24 volviera a antena, la gente se habría calmado por lo del viernes 13. El programa seguiría siendo un éxito. Seguiría habiendo hordas dispuestas a humillarse por tener una oportunidad de salir en televisión, en American Idol. La liga de fútbol seguiría siendo más importante para un montón de estadounidenses que las elecciones presidenciales. Una de las grandes cosas de la democracia era que también eras libre de ignorar al Gobierno si querías.

La casa estaba cerrada. Intacta. Cecily lo había dispuesto para que le enviaran la correspondencia a su oficina de Gettysburg y había pagado todas las facturas: el aire acondicionado funcionaba y todavía había agua corriente.

No, intacta no, después de todo. Había entrado en el dormitorio alguien que... No, Cecily sabía por qué motivo el armario y varios cajones estaban abiertos. Cole le había dicho que los agentes del Servicio Secreto habían enviado a alguien a su casa y al apartamento del propio Cole para recoger uniformes, ropa interior y útiles de aseo para él y Reuben la última noche de vida de su esposo. Los agentes del Servicio Secreto que habían estado dispuestos a morir para proteger a su marido y que casi lo habían hecho: ambos habían resultado gravemente heridos en la lucha, pero habían salido ya del hospital y era de suponer que habían vuelto al trabajo, sin duda en los despachos hasta que su recuperación fuera completa. Ella los había visitado en el hospital y les había dado las gracias por intentar salvar a su marido, y por salvar a Cole, pero seguían avergonzados de que DeeNee los hubiera sorprendido de aquella manera con su 22.

BOOK: Imperio
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