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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (35 page)

BOOK: Imperio
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A pesar de todo, cuando cruzara la frontera cerca de Uniontown, ¿por qué demonios seguir la ruta de Schlee y Steptoe y Wawawai? Respuesta obvia: quería evitar volver a cruzar la frontera. Tal vez se lo tragaran. Pero estaba a un montón de kilómetros de distancia. «Si yo fuera un patrullero y escuchara esa historia, descargaría todo el maldito camión.»

Fue un trayecto solitario. Unas cuantas llamadas de móvil, pero no demasiadas, para verificar que Drew estuviera en Washington y que si había más guardias no parecieran particularmente atentos ni hostiles. La rutina habitual. Sólo que... todo el mundo en el aeropuerto seguía las noticias. En la liga de béisbol los Mariners todavía aspiraban a ganar, más o menos, pero incluso en los bares había más gente viendo la CNN que la ESPN o el partido que estuvieran retransmitiendo.

—Les preocupa, tío —dijo Drew—. Pero con mirarlos no me basta para saber quién quiere que la revolución triunfe y quién quiere que fracase.

—Probablemente la mayoría sólo quiere que todo se acabe.

—A decir verdad, no veo a mucha gente inspirada por el presidente Nielson.

—¿La inspira el Ayuntamiento de Nueva York?

—El alcalde se está comportando como si fuera el nuevo presidente de Estados Unidos —dijo Drew—. La gente se ríe.

—Bueno, eso es buena señal. Pero ya hemos hablado suficiente. Móviles. Alguien podría estar escuchando.

—En el distrito de Columbia me preocupaba —dijo Drew—. No sabía quién estaba haciendo qué y todo el mundo tenía la tecnología al alcance de la mano. ¿Pero aquí? ¿Qué hacen? ¿Escuchan todas las llamadas telefónicas?

—Hablaremos cuando llegue.

Bien, ya estaba en la carretera de Down River, Lewiston. Había escogido un lugar amplio donde aparcar y fingió que necesitaba echar una cabezada. Luego caminó como si quisiera estirar las piernas. Llegó a un sitio desde donde veía el cruce. No estaba mal. Dos tipos de la Guardia Nacional detenían a todo el mundo, pero sólo miraban en el interior de los coches y dejaban pasar a la gente.

Naturalmente, podía ser gente a la que conocían. Pero ésa era la carretera que se convertía en la de Wawawai en la frontera. Había un par de camiones en la cola también. Y ésos los miraron con más atención. Tuvieron que abrir la parte trasera. Cualquier lugar lo suficientemente grande para albergar... bueno, para albergar el tipo de material que transportaba Cole.

De todas formas, nadie descargaba nada.

«Debería ir al norte.» Eso era lo que le habían dicho Drew y Load. Pero antes de marcharse, Mingo se había limitado a decir «Barney Fife» y a sonreír.

«No soy el Ejército estadounidense invadiendo Irán. No soy un terrorista con un camión cargado de explosivos para volar una ciudad o un edificio. Soy un ciudadano americano que va a cruzar un extraño puesto de seguridad donde antes no lo había. ¿De qué he de tener miedo?»Estaba demasiado lejos para ver la cara de los guardias. Si sacaba los binoculares parecería sospechoso. Cruzar por la autopista Doce en plena ciudad no era una buena opción. Montones de gente armada, montones de tráfico, seis coches a la vez, imposible cruzar por allí. Y allí donde estaba no era demasiado tarde todavía para dar media vuelta e ir hacia el norte: si alguien reparaba en él, podía decir que había parado a descansar para decidir si pasarse por casa de su suegra o no.

Suspiró. Se desperezó. Volvió al camión.

Un día muy caluroso. Eso era lo bueno de ir vestido de paisano. Podía llevar pantalones cortos, camiseta y sandalias.

Subió al camión. Se había portado bien cruzando las Rocosas, recorriendo casi cuatro mil kilómetros. Buen camión. Sólo faltaban cuatrocientos kilómetros más.

Llamó a Drew. Tan cerca de la frontera, podían oírle. Así que la llamada fue circunspecta.

—¿Está mamá ahí? —preguntó Cole.

—Durmiendo.

—Pues dile que voy para allá.

Giró la llave. Arrancó de nuevo. El aire acondicionado empezó a funcionar, pero lo apagó y bajó las ventanillas.

Sólo tenía un coche delante. Los dos guardias miraban por las ventanillas. Le dieron paso.

Cole se detuvo ante la señal de stop portátil.

—¿Hay que hacer esto para llegar a Washington, ahora?

—¿Qué pasa? —dijo el guardia—. ¿El aire acondicionado está estropeado?

—Intento ahorrar gasolina. Mudarse ya es bastante caro.

—¿Adónde?

—Voy a Pasco.

—¿A qué dirección?

Cole empezó a charlar. Estuvo tentado de hacer algunas bromas pero se abstuvo. Aquel tipo parecía serio. Era joven, pero definitivamente de la escuela de Barney Fife. Autoritario, como un policía novato. No había tenido que tomar la ruta norte para encontrarse con uno, después de todo.

—¿Y de dónde viene?

—De Genesee.

Le dio la dirección, pero el otro no le estaba escuchando.

—Abra la parte trasera, por favor.

Bueno, era lo rutinario, lo había visto desde la cima de la colina. Bajó y caminó hacia la parte trasera. Mientras tanto, otro coche se detuvo.

El guardia lo señaló.

—Encárgate tú de ése, Jeff.

Así que se quedaron solos Cole y el que estaba al mando. No tenía sentido desear que fuera al revés. No podrían haber metido todo lo que necesitaban cargar en un camión. Ni siquiera en ocho.

—Le he visto en la colina —dijo el guardia.

«Mierda», pensó Cole.

—¿Sí? —respondió.

—¿Decidía si quería o no pasar por aquí?

—Eché una cabezada unos minutos. Luego di un paseo para estirar las piernas.

Cole se permitió parecer un poco a la defensiva, porque calculaba que un ciudadano corriente normalmente lo haría. Pero no le gustaba el cariz que estaba tomando aquello.

—¿Ya está cansado de conducir, viniendo sólo de Genesee?

—Me he levantado cansado esta mañana —dijo Cole—. Cargué el camión ayer y tengo agujetas.

—No me parece el tipo de individuo que tiene agujetas sólo por cargar un camión —dijo el guardia—. De hecho, parece usted en perfecta forma física.

—Antes hacía pesas —dijo Cole con una sonrisa. Pero el corazón se le encogió. Lo único que no habían tenido en cuenta era que, incluso vestido de civil, parecía militar. Y en pantalones cortos y camiseta, su completa falta de grasa corporal era demasiado evidente.

El guardia se apoyó contra la parte trasera abierta del camión.

—¿Qué voy a encontrar cuando usted y yo descarguemos este camión?

—Muebles espantosos —dijo Cole—. Adornos espantosos en cajas nuevas. La historia de mi vida.

El guardia siguió mirándolo.

—¿Por qué me está haciendo esto, hombre? —dijo Cole—. Serví en Irak. ¿Tengo que soportar que ahora los uniformes me acosen?

—¿Le estoy acosando? —preguntó el guardia.

Cole se sentó en el guardabarros del camión.

—Haga lo que tenga que hacer.

Otro coche se detuvo tras ellos. Así que Jeff volvería a estar ocupado durante un minuto.

El guardia bajó la rampa de la caja del camión y subió a ella. Empezó a desatar las cuerdas que sujetaban la carga.

Y Cole recordó a Charlie O'Brien, el guardia de la boca del túnel Holland. Aquello había sido mucho más fácil, de soldado a soldado. Ambos respetaban lo que estaba haciendo el otro.

—¿Sabe? —dijo Cole—. Washington no está en guerra con el resto de Estados Unidos.

—Lo sé —respondió el guardia. El extremo de una cuerda cayó sobre los hombros de Cole—. Lo siento.

—El viernes 13 asesinaron al presidente y al vicepresidente y al secretario de Defensa de todos los estados. No importa cuál fuera su tendencia política.

—Eso lo sé —dijo el guardia.

—Entonces... ¿Y si quienes orquestaron todo eso, los asesinatos, dieron la información a los terroristas y luego invadieron Nueva York? ¿Y si el Ejército estadounidense tuviera información fidedigna de que esos tipos están en el estado de Washington? ¿Qué cree que harían?

El guardia dejó lo que estaba haciendo.

—Creo que iría a por ellos.

—Pero el estado de Washington dice que no permite el paso a ningún militar. Lo que significa que si los malos están ya en el estado, la única gente que se queda fuera son los buenos. Suponiendo que usted piense que los asesinos son los malos.

—Y el Ejército estadounidense no quiere lanzar una gran ofensiva para invadir Washington —dijo el guardia—. Quiere algo discreto. ¿Operaciones Especiales?

—Algo así —dijo Cole.

El guardia se quedó quieto un momento.

—Sin embargo, sería muy distinto si esos tipos empezaran a disparar a gente como yo.

—Estarían locos si lo hicieran, ¿verdad? Quiero decir que usted forma parte del Ejército de Estados Unidos, ¿no? ¿Qué es esto, una guerra civil?

—Espero por Dios que no —dijo el guardia—. Nos harían papilla.

—Nadie va a disparar contra la Guardia Nacional de Washington, apuesto mi vida.

—Sí, pero ¿puedo yo apostar la mía?

La pregunta quedó allí flotando.

—Amigo, piénselo —dijo Cole—. Si Operaciones Especiales enviara a un hombre y lo quisiera a usted muerto, ¿cree que no estaría muerto ya?

La mano del guardia se dirigió al arma que llevaba al costado. Pero continuó el movimiento para alcanzar el extremo de la cuerda. Cole la agarró y se la tendió.

El guardia empezó a atar de nuevo el nudo.

—Gracias —dijo Cole.

—Todas esas chorradas que me ha contado son bastante convincentes —dijo el guardia—. Pero lo he visto escrutando desde allá arriba. Sabía lo que estaba buscando.

—Y se ha asegurado de estar solo para inspeccionar mi camión.

—Tenía que saber cómo estaban las cosas —dijo el guardia—. Pero salió un tipo en las noticias hace un mes. Dijo: «Si alguien te dice que apuntes con tu arma a un tío que está haciendo su trabajo, entonces apunta tú al tipo que te dio la orden.»Cole notó que se ruborizaba. Maldición. ¿Lo había reconocido el guardia? ¿Un mes después? ¿Con barba de días y el pelo más oscuro y vestido de paisano? ¿O era simplemente que las palabras que Cole había pronunciado en el programa de O'Reilly habían impresionado a aquel hombre, que no lo había reconocido ni mucho ni poco?

—Me alegro de que viera usted ese programa —dijo Cole.

El nudo quedó atado.

—¿Le falta mucho camino? Apuesto a que no va al centro de Pasco.

—Un poco más allá —contestó Cole.

Metieron juntos la rampa bajo el camión. Luego el guardia le tendió la mano.

—Le agradezco su cooperación, señor.

—Gracias —dijo Cole—. Ha sido un placer conocerle.

Cole regresó a la cabina mientras el guardia volvía junto a Jeff, que acababa de mandar parar un tercer coche.

—¿No vas a hacerlo descargar? —preguntó Jeff.

—He visto claramente hasta el fondo de la caja —respondió el guardia—. No hay ningún motivo para estropearle el día a ese hombre.

Cole arrancó y cerró la puerta. Saludó con la mano al guardia, que devolvió el gesto de saludo y dijo:

—Vaya con Dios.

18. Nombramiento

El problema de las elecciones es que todo aquel que desee tanto un cargo como para presentarse a él probablemente no debería tenerlo. Y todo aquel que no quiera un cargo lo suficiente para presentarse a él probablemente no debería tenerlo tampoco. El encargo de formar Gobierno debería recibirse como un niño recibe un regalo de Navidad, con sorpresa y deleite. En cambio normalmente se recibe como un certificado, como una decepción: nunca parece haber merecido la pena el esfuerzo por conseguirlo.

Fue una rueda de prensa convocada por sorpresa, con sólo una hora de antelación, y ningún miembro del personal de la presidencia sabía a qué se debía. Ni siquiera se lo había dicho a Sandy o, si lo había hecho, su encogimiento de hombros ligeramente irritado cuando Cecily le dirigió una mirada interrogativa había sido una mentira muy convincente.

Mientras el presidente Nielson se acercaba al estrado, Cecily recordó con tristeza que algo en lo que LaMonte siempre había sido bueno era guardando un secreto. Creía en eso de que cuando le cuentas algo a alguien, a cualquiera, deja de ser un secreto. Trató de imaginar qué estaba pasando fijándose en quién compartía con él el estrado del auditorio, pero como estaban en él todos los miembros del Gabinete que se encontraban en Gettysburg en aquel momento, y además los líderes de las mayorías en el Congreso y el Senado, era evidente que se trataba de un asunto importante. Ellos, al menos, debían saber qué estaba pasando.

Oh. Allí estaba Donald Porter. Debían de haber llegado a un acuerdo para permitir que fuera confirmado en su cargo.

—Gracias por venir habiéndolos avisado con tan poca antelación —dijo el presidente Nielson—. Ayer, mi buen amigo Donald Porter vino a verme y tuvimos una larga conversación. Al cabo de una hora tuve claro que no podría persuadirlo de cambiar su decisión de retirar su nombre de la nominación a la vicepresidencia de Estados Unidos.

LaMonte continuó hablando sobre los años de servicio de Porter, pero Cecily captaba una manipulación positiva en cuanto la veía. Estaba claro que el impasse en el Congreso por la confirmación de Porter se había convertido en una seria barrera para hacer nada, por no mencionar que era un riesgo para el país, ya que Estados Unidos estaba sin vicepresidente y sin presidente de la Cámara de Representantes, lo cual convertía al senador Stevens, a sus ochenta y cuatro años, en el siguiente en la lista de sucesión. A nadie le gustaba esa situación, y menos que a nadie al propio Stevens, que tenía aún menos interés en asumir la presidencia que LaMonte Nielson en su momento.

Así que habían llegado a un acuerdo que implicaba que Porter tenía que dejarlo. Y tenía que dejarlo todo, porque su sucesor Sarkissian ya había sido confirmado y, puesto que ningún candidato a la Secretaría de Defensa podía pasarse al Congreso, no había ningún puesto en el Gobierno para Porter en esos momentos y, en caso de haberlo habido, habría sido muy poco probable que se lo dieran. Así que de pronto sentía un deseo irresistible de retirarse de la vida pública, posiblemente para dedicarse a escribir e impartir clases.

Sin embargo, la verdadera cuestión era a quién nombraría el presidente Nielson como nuevo candidato a la vicepresidencia. Debía haberlo discutido con los líderes de ambos partidos, y éstos debían haberse mostrado de acuerdo, porque en caso contrario no hubiesen compartido el estrado. ¿Era alguien que estaba allá arriba, o esperaba en un lateral? Costaba creer que alguno de los miembros del Gabinete fuera aceptable. ¿Se trataba de uno de los líderes de las mayorías?

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