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Authors: Dan Simmons

Ilión (60 page)

BOOK: Ilión
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Tengo que matar a Patroclo.

No mucho después de que Odiseo y Ayax el Grande se marcharan, justo después de que se apagaran las antorchas y trípodes en la habitación principal de la tienda de Aquiles, oí escoltar a las esclavas para el placer de Aquiles y Patroclo. Yo nunca había visto a ninguna de esas esclavas, pero conocía sus nombres: Homero no se olvida de nombrar a nadie en la
Ilíada
. La amiguita de Aquiles (yo no podría haber usado esa palabra mientras enseñaba en la Universidad de Indiana en mi otra vida o la Policía de lo Políticamente Correcto me habría dejado sin trabajo, pero aquí no parece adecuado llamar «mujeres» a estos risueños juguetes sexuales) se llama Diomeda, hija de Forbante, de la isla de Lesbos... aunque no es lesbiana. La concubina de Patroclo se llama Ifis. Casi me reí con ganas cuando los vi a través de los pliegues de la puerta de la tienda: Aquiles, que es alto y rubio y estatuario y de músculos cincelados, prefería a la diminuta, regordeta y pechugona Diomeda; Patroclo, que es mucho más bajo que Aquiles y moreno, había optado por la alta, rubia, delgada y plana Ifis. Durante media hora o así, oí la risa de las mujeres, la burda conversación de los hombres, y luego los gemidos y gritos de los cuatro en el dormitorio de Aquiles. Obviamente el héroe y su amigo no tenían problemas para disfrutar del sexo en la misma habitación, incluso comentaban lo que hacían, lo que me parece más propio de Bloomington, Indiana, de los miembros de una fraternidad universitaria o una empresa que pasan un fin de semana en la gran ciudad, que de los nobles guerreros de esta edad heroica.
Bárbaro
.

Luego las chicas se marcharon, siempre riendo, y se hizo el silencio, roto sólo por los comentarios entre susurros de los guardias apostados ante la tienda y el chisporroteo de las llamas de los braseros que mantenían calientes a esos guardias. Por eso y por un monstruoso ronquido procedente de la tienda de Aquiles. No había oído marcharse a Patroclo, así que, o bien él o el héroe dorado, tenían un tabique desviado.

Ahora estoy aquí tendido, considerando mis opciones. No, primero salgo de la vieja forma de Fénix (¡malditas sean las consecuencias!), y espero como Thomas Hockenberry y considero mis opciones.

Tengo en la mano el medallón TC. Puedo saltar de nuevo a los dormitorios de Helena: sé con seguridad que Paris está en el foso, a kilómetros de la ciudad, esperando al amanecer para unirse a Héctor en la masacre final de griegos y la quema de las naves aqueas. Helena podría alegrarse de verme. O podría no tener ningún otro uso ni diversión para el visitante nocturno llamado Hockenberry (¡qué extraño que alguien que no sea otro escólico sepa mi nombre!) y podría llamar a sus guardias. Ningún problema: siempre puedo marcharme TCeando en un instante.

¿Adonde?

Puedo renunciar a este loco plan para cambiar el curso de la
Ilíada
, abandonar mi objetivo (formado la noche en que Agamenón y Aquiles discutieron por primera vez) de desafiar a los dioses inmortales, TCear al Olimpo, pedir disculpas a la musa y a Afrodita cuando la saquen de la cuba, pedir una audiencia personal con Zeus y suplicar perdón.

Claaaro. ¿Cuáles son las probabilidades de que perdonen y olviden, Hockenberry? Robaste el Casco de Hades, el medallón TC y todos tus aparatos escólicos y los usaste para tus propios fines. Huiste de la musa. Peor que eso, robaste un carro volador y trataste de matar a Afrodita en su tanque sanador.

Mi mejor esperanza después de pedir disculpas sería que Zeus o Afrodita o la musa me mataran rápidamente, en vez de volverme de dentro afuera o arrojarme al negro pozo del Tártaro, donde probablemente sería devorado vivo por Cronos o por algún otro bárbaro Titán desterrado allí por Zeus.

No, me he hecho la cama y tengo que acostarme, o como se diga. A lo hecho, pecho. Quien no llora, no mama. Mejor estar a salvo que lamentarlo. Pero mientras me esfuerzo buscando un refrán, cualquier refrán, una profunda comprensión me invade de una manera muy poco universitaria pero absolutamente convincente:

Si no se me ocurre algo pronto, estoy jodido y bien jodido.

Puedo ir a razonar con Odiseo.

Odiseo es el cuerdo aquí, el hombre civilizado, el sabio estratega. Odiseo puede que sea la respuesta esta noche. Tendré más posibilidades de convencer a Odiseo de que un final para esta guerra con los troyanos y la causa común contra los dioses demasiado humanos es una opción. Para ser sinceros, siempre me gustó más enseñar la
Odisea
a mis estudiantes que la
Ilíada
; las sensibilidades de Fítzgerald hacia la
Odisea
son mucho más humanas que la belicosidad de Mandelbaum y Lattimore y Fagle e incluso Pope hacia la
Ilíada
. Me confundí al pensar que podría encontrar el fulcro de los acontecimientos en la embajada ante Aquiles. No, Aquiles no es el hombre a quien hay que abordar esta noche (lo que queda de esta noche), sino Odiseo, hijo de Laertes, un hombre que podría comprender las súplicas de un intelectual y la lógica aplastante de la paz.

Me pongo en pie y toco el medallón TC, dispuesto a ir a buscar a Odiseo y exponer mí petición. Hay un pequeño problema que me impide TCear en busca de Odiseo. El problema es que si Homero decía la verdad, sé lo que está pasando en todas partes mientras yo he estado tendido en la tienda, reflexionando. Agamenón y Menelao no pueden dormir debido a su preocupación ante el curso de los acontecimientos, y dentro de un rato, o quizá desde hace una hora o así, el hermano mayor y más regio llama a Néstor y le pide alguna idea para impedir la masacre que parece tan inminente. Néstor recomienda un consejo de guerra con Diomedes, Odiseo, Ayax el Pequeño y algunos otros capitanes aqueos. Cuando se reúnen los líderes, Néstor sugiere que los más valientes de entre todos ellos se infiltren tras las líneas troyanas y descubran las intenciones de Héctor. ¿Intentarán los troyanos y sus aliados quemar las naves dentro de unas horas? ¿Es posible que Héctor haya tenido ya suficiente sangre y victoria por ahora, y que conduzca a sus hordas de vuelta a la ciudad para celebrarlo antes de iniciar nuevas hostilidades?

Diomedes y Odiseo son elegidos para ir a averiguarlo, y como los dos han llegado a este consejo después de ser sacados de la cama, sin sus propias armas, reciben las de los guardias, incluido un casco de piel de toro para Diomedes y el famoso casco miceno con dientes de jabalí para Odiseo. Con la piel de un león que Diomedes se ha echado sobre los hombros y el casco de cuero negro de Odiseo erizado de dientes blancos, los dos guerreros son un espectáculo terrible.

¿Debo TCear a esa reunión y observarla?

No hay ningún motivo. Diomedes y Odiseo puede que se hayan marchado ya a su operación de comando. O puede que Homero estuviera equivocado o que mintiera respecto a esta acción, como pasó con el discurso de Fénix. Además, eso no resolverá mi problema, ahora mismo. Ya no soy un escólico, sino un hombre que intenta encontrar un modo de sobrevivir y acabar con esta guerra... o al menos volverla contra los dioses.

Aunque hay otra parte de la acción de esta noche que me viene a la mente y me hiela la sangre en las venas. Cuando Diomedes y Odiseo salen, encuentran a Dolón (el lancero cuyo cuerpo tomé prestado hace dos noches cuando seguí a Héctor a su reunión con Helena y París), quien ha sido enviado tras las líneas aqueas como espía de Héctor. Dolón lleva un arco curvo y un zurrón de piel de comadreja y se interna con cuidado en la oscuridad por el campo cubierto de nuevos cadáveres, buscando un modo de cruzar el foso y dejar atrás a los griegos de guardia, pero los aguzados ojos de Odiseo lo ven en la oscuridad y Diomedes y él se tienden entre los muertos, atrapan a Dolón y lo desarman.

El troyano suplica por su vida. Odiseo le dirá (si no lo ha hecho ya), que «la muerte es lo último que tiene que preocuparte», y luego tranquilamente sonsaca al joven lancero toda la información sobre la disposición de los troyanos de Héctor y sus aliados.

Dolón lo cuenta todo: el emplazamiento de los carios y los peonios y los léluges y caucones, el sitio donde duermen los valientes pelagos y los fieles y recios licios y los arrogantes frigios domadores de caballos y los aurigas meonios. Lo cuenta todo y suplica por su vida. Incluso sugiere que lo aten y lo tomen prisionero hasta que vean con sus propios ojos si la información es exacta.

Odiseo sonreirá, o quizá lo haya hecho ya, y dará una palmadita al tembloroso y aterrorizado Dolón en el hombro (recuerdo el musculoso equilibrio del cuerpo de Dolón de cuando me morfeé como el muchacho) y entonces el hijo de Laertes despojará al joven del zurrón y el arco y la piel de lobo (Odiseo le dirá en voz baja al aterrado muchacho que lo van a desarmar antes de llevarlo al campamento como prisionero), y luego Diomedes le cercenará a Dolón la cabeza con un salvaje golpe de espada. La cabeza de Dolón chillará todavía pidiendo piedad cuando rebote en la arena.

Y Odiseo empuñará la lanza y el arco y el zurrón de comadreja y la piel de lobo del muchacho y lo ofrecerá todo a Palas Atenea, exclamando:

—¡Alégrate con estas ofrendas, oh, diosa! ¡Son tuyas! ¡Ahora guíanos al campamento tracio para que podamos matar a más hombres y robar sus caballos! ¡Ese botín también será tuyo!

Bárbaros. Me encuentro entre bárbaros. Incluso los dioses son bárbaros. Una cosa es segura: no voy a hablar con Odiseo esta noche.

¿Pero por qué tiene que morir Patroclo?

Porque yo tenía razón al principio: Aquiles es la clave, el fulcro mediante el cual podré cambiar los destinos de todos, hombres y dioses por igual.

No creo que Aquiles vaya a marcharse cuando la Aurora extienda sus rosáceos dedos. Nanai. Creo que Aquiles se quedará y observará, igual que hace en el relato de Homero, regocijándose en el infortunio de los griegos. «Creo que ahora los aqueos vendrán a postrarse de rodillas ante mí», dirá Aquiles después del siguiente mal día, cuando todos los grandes capitanes —Agamenón, Menelao, Diomedes y Odiseo— hayan sido heridos. Y esto sucede
después
de la embajada de anoche, en que ya intentaron hacerle cambiar de opinión. Aquiles se alegrará de la derrota de sus camaradas argivos y aqueos, y es sólo la muerte a manos de Héctor de su amigo Patroclo, que ahora ronca en la habitación de al lado, lo que hará volver al campo de batalla al ejecutor de hombres.

Así que Patroclo tiene que morir para que cambie desde ahora el curso de los acontecimientos.

Me levanto y hago inventario de las cosas que llevo y cargo. Una espada corta, sí, para mezclarme con los soldados, pero nunca he utilizado el maldito instrumento y sé que ni siquiera tiene filo. La musa me la dio de adorno, no como arma. Para defenderme de verdad en los últimos nueve años he ido equipado con la capa liviana de una armadura de impacto, suficiente para detener un golpe de espada o una lanza o una flecha errantes, según nos dijeron en los barracones escólicos, aunque nunca he tenido ocasión de comprobarlo, y el táser de cincuenta mil voltios incorporado al bastón con micro que todos llevamos. Esa arma ha sido diseñada solamente para aturdir a un agresor el tiempo suficiente para escapar al portal TC. Mi material también incluye las lentes que amplifican mi visión, los filtros que mejoran mi audición, el Casco de Hades robado que cuelga como una capucha de mi cuello, el medallón TC en su cadena y la pulsera morfeadora de mi muñeca.

De repente, un plan (o al menos parte de un plan) empieza a formarse en mi cansada mente.

Actúo antes de perder el valor. Me pongo el Casco de Hades y desaparezco de la vista mortal y divina, sintiéndome como Frodo o Bilbo o Gollum al ponerse el anillo para unirlos a todos, y salgo de puntillas del anexo donde colocaron los cojines para Fénix camino del dormitorio de Aquiles.

Aquiles y Patroclo duermen juntos, desnudos, pues las esclavas hace rato que se han marchado. Patroclo rodea con un brazo los hombros del ejecutor de hombres.

La visión a la tenue luz me detiene en seco.
¿Aquiles es gay? ¡Eso significa que aquel profesor adjunto obsesionado con los gays y las lesbianas del departamento tenía razón, que sus horribles ensayos eran acertados, que toda esa cháchara políticamente correcta era cierta!

Me saco esta idea de la cabeza. Lo que veo sólo significa que estoy a tres mil años de la Indiana del siglo XXI y que no sé qué estoy viendo. Estos dos hombres acaban de fornicar con las esclavas durante dos horas y se han quedado dormidos donde estaban. Y además, ¿a quién le importa la vida amorosa secreta de Aquiles?

Activo la pulsera morfeadora y recupero el escaneo que hice hace dos días en el Salón de los Dioses, en el Olimpo. No sé si esto funcionará: a los otros escólicos solía hacerles gracia la idea.

Las ondas de probabilidad se agitan a través de capas cuánticas que no puedo percibir. El aire parece temblar, quedarse quieto, vuelve a temblar. Me quito de la cabeza el suave Casco de Hades y me vuelvo de nuevo visible.

Visible como Palas Atenea, Tritogenia, Tercera Nacida de los Dioses, Hija de Zeus, defensora de los aqueos. Con dos metros y medio de altura, radiando mi propia luz divina, avanzo un paso hacia la cama y Aquiles y Patroclo se despiertan con un sobresalto.

Capto la inestabilidad en cada átomo de esta forma. El brazalete morfeador no fue diseñado para que tomáramos la forma de los dioses, pero aunque mi hechura zumba como un arpa mal tañida, aprovecho el breve tiempo que esta sustitución cuántica me permite. Me esfuerzo por ignorar la sensación no sólo de tener de pronto pechos y vagina (nunca me había morfeado hasta ahora en una mujer), sino también la de ser una diosa.

La forma es inestable. Sé en lo más hondo de mi corazón que no poseo los poderes de Atenea, sólo he tomado prestado su caparazón cuántico unos cuantos segundos. Sintiéndome como si fuera a producirse una especie de reacción nuclear, una
meltdown
mórfica si no me despojo rápidamente de la forma de onda cuántica de Atenea, hablo a toda prisa.

—¡Aquiles! ¡Despierta! ¡En pie!

—¡Diosa! —exclama el ejecutor de hombres de los pies ligeros, cayendo al suelo—. ¿Qué te trae aquí en medio de la noche, Hija de Zeus?

Frotándose los ojos, Patroclo también intenta levantarse. Ambos hombres están desnudos, sus cuerpos más esculpidos y hermosos que las más bellas estatuas griegas, sus penes sin circuncidar colgando contra sus musculosos y bronceados músculos.

BOOK: Ilión
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