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Authors: Dan Simmons

Ilión (80 page)

BOOK: Ilión
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—El
agón
es simplemente la comparación de todas las cosas entre sí —dijo Odiseo, en voz baja pero claramente—, y el juicio de esas cosas como iguales, más grandes o más pequeñas. Todas las cosas del universo forman parte de la dinámica del
agón
.

Odiseo señaló el árbol muerto en el que estaba sentado.

—¿Era este árbol más grande, más pequeño o simplemente igual que... ese árbol? —Señaló un árbol alto y vivo colina arriba, en el perímetro del bosque. Los voynix esperaban de pie a la sombra de sus ramas. Los voynix no se acercaban a Odiseo.

—Ese árbol está vivo —dijo el hombre grueso que había hablado antes—. Debe ser superior al árbol muerto.

—¿Son todas las cosas vivas superiores a todas las cosas muertas? —preguntó Odiseo—. Muchos de vosotros habéis usado el paño turín y habéis visto la batalla que se libra allí. ¿Es un mercader de estiércol hoy mejor que Aquiles entonces, aunque Aquiles esté ahora muerto?

—Eso es comparar cosas distintas —chilló una mujer.

—No —-dijo Odiseo—. Ambos son hombres. Ambos nacieron. Ambos morirán. Importa poco si uno respira y el otro reside sólo en las sombras impotentes del Hades. Uno tiene que poder comparar hombres, o mujeres, y por eso necesitamos conocer a nuestros padres. A nuestras madres. Nuestra historia. Nuestras narraciones.

—Bueno, ese árbol en el que estás sentado sigue muerto, Maestro —dijo Petyr. Esta vez la gente se rió por toda la colina.

Odiseo se unió a la risa. Señaló un gorrión que acababa de posarse en una de las pocas ramas que Odiseo no había podado del árbol caído.

—No sólo sigue muerto —dijo—- Acaba de morir, pero ya su utilidad (en términos del
agón
) sobrepasa la del
agón
de ese árbol vivo de la colina. Para este pájaro. Para los insectos que ahora perforan la corteza de este gigante caído. Para los ratones y ratoncillos y criaturas mayores que pronto se convertirán en los habitantes de este árbol muerto.

—¿Quién será entonces el juez último del
agón
? —preguntó un hombre serio y mayor de la quinta fila—. ¿Los pájaros, los gusanos o los hombres?

—Todos —respondió Odiseo—- Cada uno en su momento. Pero el único juez que cuenta eres tú.

—¿No es eso arrogancia? —preguntó una mujer a la que Ada reconoció como una de las amigas de su madre—. ¿Quién nos eligió como jueces? ¿Quién nos dio el derecho a hacer juicios?

—El universo os eligió a través de quince mil millones de años de evolución —dijo Odiseo—. Os dio ojos para ver. Manos para sostener y sopesar. Un corazón para sentir. Una mente para aprender las reglas del juicio. Y una imaginación con la que considerar el juicio de los pájaros y los insectos, e incluso los otros árboles, en este asunto. Y debes abordar este juicio con el
areté
como guía... créeme que los insectos y los pájaros y los árboles ya lo hacen. No tienen tiempo para la mediocridad en su mundo. No se preocupan por la arrogancia del juicio, ya sea para elegir una pareja, un enemigo... o un hogar.

Odiseo señaló el agujero del tronco del árbol; el gorrión había saltado desapareciendo en el hueco.

—Maestro —dijo un joven situado al fondo—, ¿por qué nos pides que luchemos al menos una vez al día?

Ada ya había oído bastante. Apuró su refresco y regresó a la casa, deteniéndose en el porche para contemplar el largo patio donde docenas más de visitantes (discípulos) caminaban y conversaban. La seda de las tiendas se agitaba con la cálida brisa. Los servidores pasaban de un visitante a otro, pero pocos aceptaban sus ofrecimientos de comida o bebida. Odiseo había pedido que todo aquel que le oyera hablar más de una vez no permitiera que los servidores trabajaran para él, ni que los voynix le sirvieran. Eso había hecho que al principio se marcharan muchos, pero cada vez eran más los que se quedaban.

Ada miró el cielo azul, advirtió los círculos claros de los dos anillos que orbitaban, y pensó en Harman. Se había enfadado tanto con él cuando habló de que las mujeres escogían el esperma de los hombres meses o años o décadas después de la relación... era algo que simplemente no se discutía, excepto entre madres e hijas, y sólo una vez. Y esa tontería sobre los genes de las polillas, como si las mujeres humanas no hubieran elegido así a los padres de sus hijos permitidos desde tiempo inmemorial. Había sido tan...
obsceno
por parte de Harman mencionar eso.

Pero era la declaración de su nuevo amante de que quería ser el padre de su hijo... no sólo ser aquel cuya semilla fuera elegida en alguna fecha futura, sino estar
presente
, ser
reconocido
como padre... Eso había enfurecido e irritado tanto a Ada que había permitido que Harman se marchara a su inocua aventura con Savi y Daeman sin una palabra amable. De hecho, con palabras y miradas hostiles.

Ada se acarició la parte inferior del vientre. La fermería no le había notificado a través de los servidores que había llegado su momento de quedarse embarazada, pero claro, tampoco había pedido que la pusieran en la lista. Se alegraba de no tener que elegir pronto entre... ¿cómo lo había llamado Harman? Paquetes de esperma. Pero pensó en Harman (sus ojos inteligentes y amorosos, sus caricias amables y luego firmes, su cuerpo viejo pero ansioso) y se volvió a acariciar el vientre.

—Aman —susurró para sí—, hijo de Harman y Ada.

Sacudió la cabeza. La cháchara de Odiseo de las últimas semanas estaba empezando a llenarle la cabeza de tonterías. El día anterior, harta, después de anochecer, después de que docenas y docenas de individuos se hubieran marchado al fax-pabellón o a las tiendas para dormir (más a las tiendas que al pabellón), le había preguntado rudamente a Odiseo cuánto tiempo planeaba quedarse en Ardis Hall.

El viejo le sonrió casi con tristeza.

—No mucho más, querida.

—¿Una semana? —insistió Ada—. ¿Un mes? ¿Un año?

—No tanto —dijo Odiseo—. Hasta que el cielo empiece a caer, Ada. Sólo hasta que nuevos mundos aparezcan en tu patio.

Furiosa por su arrogancia, tentada de ordenar a los servidores que expulsaran de inmediato al peludo bárbaro, Ada se marchó a su dormitorio (su último refugio de intimidad en aquel súbitamente público Ardis Hall) donde permaneció despierta y furiosa con Harman, añorando a Harman, preocupada por Harman, en vez de ordenar a los servidores que hicieran algo respecto a Odiseo.

Ahora se dio la vuelta para entrar en la casa, pero un extraño movimiento llamó su atención y la hizo girarse de nuevo. Al principio pensó que eran sólo los anillos rotando, como siempre, pero miró de nuevo y vio otra línea: como un diamante que trazara una raya en el perfecto cristal azul del cielo. Luego otra raya, más ancha, más brillante. Luego otra más, tan brillante y tan clara que Ada vio claramente las llamas que se extendían tras aquel trazo de luz. Al cabo de pocos segundos, tres sordas explosiones resonaron en el prado, haciendo que los discípulos que paseaban se detuvieran y alzaran la mirada, y que incluso los servidores y los voynix se detuvieran en seco.

Ada oyó gritos y chillidos en la colina, tras la casa. La gente del prado señalaba hacia el cielo.

Había docenas de líneas marcando el cielo azul: líneas rojas brillantes y encendidas que se cruzaban y entrecruzaban, cayendo de oeste a este, algunas con columnas de color, otras con rumores y aterradoras explosiones.

El cielo estaba cayendo.

48
Ilión y Olimpo

La guerra definitiva empieza aquí, en la habitación de un niño asesinado.

Los dioses deben de haberse teleportado cuánticamente para hablar con los mortales como han hecho un millar de veces hasta ahora: Atenea, arrogante en su divinidad; Apolo, seguro de su poder; y mi musa, probablemente para identificar al escólico renegado Hockenberry. Pero hoy, en vez de encontrar deferencia y asombro, en vez de conversar con los atontados mortales ansiosos por dejarse engatusar para hallar modos más interesantes de matarse unos a otros, son atacados nada más aparecer.

Apolo me apunta con su arco.

—¡Ahí está! —señala la musa.

Pero antes de que el dios pueda colocar una de sus flechas de plata, Héctor salta, blande su espada, abate el arco, se acerca más, y le clava la espada en el vientre a Apolo.

—¡Alto! —grita Atenea lanzando un campo de fuerza, pero demasiado tarde. Aquiles el de los pies ligeros ya ha entrado dentro del círculo del campo de fuerza y corta a la diosa del hombro a la cadera con un único y poderoso tajo.

Atenea grita y el rugido es tan fuerte que la mayoría de los mortales de esta habitación (yo mismo incluido) se arrodillan doloridos, cubriéndose los oídos con las manos. Héctor no. Ni Aquiles. Los dos deben de estar sordos a todo aquello que no sea el rugido interno de su propia cólera.

Apolo grita una advertencia amplificada mientras alza el brazo derecho, para empujar a Héctor o para lanzar algún relámpago divino, pero Héctor no espera a descubrir las intenciones del dios. Blandiendo su pesada espada en un revés a dos manos que me recuerda a Andre Agassi en su mejor época, Héctor cercena el brazo derecho de Apolo en medio de un chorro de icor dorado.

Por segunda vez en mí vida, veo a un dios retorcerse en agonía y cambiar de forma, despojándose de la forma humana-divina para convertirse en un remolino de negrura. De esa negrura surge un grito que hace que las criadas salgan corriendo de la habitación y yo caiga sobre ambas rodillas. Las cinco mujeres troyanas (Andrómaca, Laódice, Teano, Hécuba y Helena) sacan dagas de sus peplos y se vuelven hacia la musa.

Atenea, su forma también temblorosa e inestable, se mira los pechos heridos y el vientre sangrante. Luego alza la mano derecha y dispara un rayo de energía coherente que debería haber convertido en plasma el cráneo de Aquiles, pero el aqueo se agacha a velocidad sobrehumana (su ADN está enriquecido con nanocélulas, fabricado por los propios dioses) y descarga la espada contra las piernas de la diosa mientras la pared que tiene detrás estalla en llamas. Atenea levita (alzándose del suelo y flotando) pero no antes de que la espada de Aquiles atraviese músculo y hueso divinos, dejando su pierna izquierda colgando en dos trozos.

Esta vez el grito es demasiado fuerte para soportarlo y me quedo un minuto inconsciente, pero no antes de ver a mi musa (el terror de mis días) tan dominada por el pánico que se olvida de su poder de teleportación y simplemente sale corriendo de la habitación, perseguida por mis cinco mujeres troyanas, las dagas en la mano.

Me recupero unos segundos más tarde. Aquiles me está sacudiendo.

—Han huido —ruge—. Los cobardes comemierdas huyeron al Olimpo. Llévanos allí, Hockenberry. —Me levanta con una mano, el puño en torno a la correa que sujeta mi coraza, me sacude a la distancia de un brazo y coloca la punta de su espada manchada de sangre divina bajo la barbilla—,
¡Ahora!

Sé que resistirme significará la muerte (los ojos de Aquiles están enloquecidos, las pupilas contraídas, convertidas en negras puntas de alfiler), pero en ese momento Héctor agarra a Aquiles por el brazo y lo obliga a bajarme hasta que mis pies tocan el suelo. Aquiles me suelta y se vuelve hacia su reciente aliado troyano, y por un instante estoy seguro de que el Hado se restablecerá y Aquiles el de los pies ligeros matará a Héctor aquí y ahora.

—Camarada —dice Héctor, mostrando su palma vacía—. ¡Compañero enemigo de los despiadados dioses! —Aquiles contiene su ataque— ¡Escúchame! —ruge Héctor, mariscal de campo de los pies a la cabeza ahora—- Nuestro deseo compartido es seguir a esos dioses heridos hasta el Olimpo y morir allí en glorioso combate, abatir al mismísimo Zeus. —La salvaje expresión de Aquiles no cambia. Sus ojos parecen casi blancos. Apenas escucha—. Pero nuestras gloriosas muertes ahora significarán la destrucción de nuestros pueblos —continúa Héctor—. Para vengarnos adecuadamente, debemos convocar a nuestros ejércitos, asediar el Olimpo y acabar con todos los dioses. ¡Aquiles, llama a tu gente!

Aquiles parpadea y se vuelve hacía mí.

—Tú —ordena—. ¿Puedes llevarme de vuelta al campamento aqueo con tu magia?

—Sí —respondo, tembloroso. Veo que Helena y las otras mujeres regresan a la habitación de la muerte, las dagas limpias de sangre dorada divina. Evidentemente, la musa ha escapado.

Aquiles se vuelve hacia Héctor.

—-Habla a tus hombres. Mata a cualquier capitán que se oponga a tu voluntad. Yo haré lo mismo con mis argivos y me reuniré contigo dentro de tres horas en esa colina que hay en las afueras de Ilión... ya sabes a cual me refiero. Vosotros la conocéis como Baticia, la colina de Espinos. Los dioses y los aqueos la conocemos como el túmulo de la ágil amazona Mirina.

—La conozco —dice Héctor—. Trae una docena de tus generales favoritos a esta conferencia, Aquiles. Pero deja a tus ejércitos a media legua hasta que acordemos una estrategia.

Aquiles muestra los dientes en lo que podría ser una mueca o una sonrisa.

—¿No te fías de mí, hijo de Príamo?

—Nuestros corazones están unidos en una cólera sin límites y una pena sin fondo en este momento —dice Héctor—. Tú por Patroclo, yo por mi hijo. Somos hermanos en la locura en este momento, pero tres horas es tiempo suficiente para que se enfríen los fuegos de la causa común. Y tú tienes al mejor estratega del mundo a tu lado, Odiseo, cuya astucia y habilidad temen todos los troyanos. Si el hijo de Laertes te aconseja que me traiciones, ¿cómo lo sabré?

Aquiles sacude impaciente la cabeza.

—Dos horas pues. Traeré a mis generales más dignos de confianza. Y los aqueos que no me sigan hoy a la guerra contra los dioses serán sombras en el Hades al anochecer.

Aparta la espada de Héctor y me agarra el brazo con tanta fuerza que casi dejo escapar un grito.

—Llévame a mi campamento, Hockenberry.

Busco a tientas el medallón TC.

El viento ha empujado la forma levitante de Orphu medio kilómetro playa abajo y hacia las olas, entre dos largas y negras naves aqueas, y tengo que dejar a Aquiles y sus capitanes para recuperar el Aparato. A causa del arnés de levitación, no hay fricción, y agarro una cuerda de los griegos que miran, la paso alrededor de uno de los cinturones de levitación y arrastro el caparazón cascado y abollado para sacarlo del agua y dejarlo en la playa delante de los asombrados héroes de la Ilíada.

Es obvio que ha habido muchas discusiones en el campamento aqueo. Diomedes le está diciendo a Aquiles que la mitad de los hombres aprestan sus barcos para zarpar, mientras que la otra mitad se están preparando para la muerte. La idea de resistirse a los dioses (mucho peor la de atacarlos) no es sólo una locura, sino también una blasfemia para todos estos hombres que han visto a los seres divinos en acción. El propio Diomedes está a punto de desafiar a Aquiles en el consejo.

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