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Authors: Dan Simmons

Ilión (62 page)

BOOK: Ilión
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Docenas de voynix corrieron persiguiéndolos mientras docenas más se lanzaban delante del veloz reptador y saltaban hacia la esfera de pasajeros. Todavía acelerando, el reptador atropelló a los que había en la calle y no pudieron esquivarlo y dejó detrás al resto de la manada. Media docena de insistentes voynix todavía se aferraron a los puntales y golpearon el metal, arañando las ruedas.

—¿Pueden estropearlo? —preguntó Harman.

—No lo sé —dijo Savi—. Nos acercamos a la
Sho'or Yafa
, la Puerta de Jaffa. Veamos si podemos librarnos de ellos.

Hizo girar el reptador, todavía acelerando, hacia las paredes de la izquierda y luego a la derecha de la calle de David, hasta abrirse por fin paso por un arco más bajo que la máquina. La vibración y los escombros arrastraron al caer a los voynix que se agarraban a él, pero Daeman se volvió para ver que la mayoría se levantaba del estropicio y se unía a la manada perseguidora. El reptador cruzó la puerta, salió de la ciudad vieja y, ganando velocidad, descendió por la colina de grava donde habían dejado el sonie. De su máquina voladora sólo quedaba un montón de rocas de nueve metros rodeado por cuarenta, o cincuenta voynix más. Inmediatamente las criaturas se alejaron del montículo y corrieron para cortar el paso al reptador. Savi atropelló a algunas, esquivó a otras y encontró una antigua carretera que se dirigía al oeste.

—Dura máquina —dijo Harman.

—Construían máquinas duras a finales de la Edad Perdida —dijo Savi—. Con nanomantenimiento, debería durar eternamente.

Sacó las lentes de visión nocturna de la termopiel que llevaba en la mochila y condujo con las luces del reptador apagadas. Daeman descubrió que abalanzarse en la oscuridad era inquietante; oía las grandes ruedas aplastar artefactos oxidados en la carretera: probablemente vehículos antiguos abandonados. Se dio cuenta luego de que cruzaban un puente y se internaban entre montañas. No veía los voynix que les perseguían (sólo el haz de luz azul que brotaba hacia el cielo en la oscura colina de Jerusalén), pero sabía que los voynix seguían allí, todavía tras ellos.

Savi les dijo que estaban a unos cincuenta kilómetros de la costa del antiguo mar Mediterráneo. Recorrieron esa distancia en menos de diez minutos.

—Mirad esto —di]o Savi, reduciendo la velocidad del reptador. Se quitó las gafas de visión nocturna y encendió los faros, las luces antiniebla y los reflectores.

Una masa de quinientos o seiscientos voynix formaba una cuña cerca de donde la tierra cedía súbitamente paso a la seca Cuenca Mediterránea.

—¿Nos volvemos? —preguntó Harman.

Savi negó con la cabeza y lanzó el reptador hacia delante. Más tarde, Daeman pensó que el sonido de la máquina golpeando a tantos voynix a tanta velocidad había sido parecido al de una tormenta de granizo caída sobre un techo de metal en Ulanbat, hacía muchos años. Una granizada muy grande.

El reptador alcanzó la antigua costa.

—¡Agarraos! —gritó Savi, y la máquina voló unos segundos sobre el desnivel entre la orilla y el antiguo mar. Cuando las seis enormes ruedas golpearon el suelo, los puntales absorbieron la mayor parte del choque y las estabilizaron, y se internaron en la Cuenca, las luces y los reflectores lanzando conos blancos a la oscuridad.

Daeman miró hacia atrás y vio a los voynix supervivientes, recortados por el lejano rayo azul, cubriendo la orilla tras ellos.

—¿No nos seguirán? —preguntó.

—¿A la Cuenca? —dijo Savi—. Nunca.

Pasó a una velocidad más razonable, pero antes de que se pusiera las gafas y apagara las luces Daeman vio que seguían una lisa carretera de barro rojo entre verdes campos. Había cruces de metal negro altas como el trigo y el maíz y los girasoles que se extendían en la oscuridad, y empalado en cada cruz, lo que parecía ser un pálido, ajado, desnudo cuerpo humano.

34
La costa de Ilión, Indiana

Aquiles se enfureció, rugió y golpeó la pared de la tienda donde la diosa Atenea había desaparecido arrastrando el cuerpo de Patroclo. Entonces el ejecutor de hombres enloqueció.

Sus guardias entraron velozmente. Todavía desnudo, Aquiles levantó en vilo al primer hombre y lo lanzó contra la cabeza del segundo. El tercer guardia oyó un rugido y se encontró también volando por los aires y contra las paredes de lona de la tienda. El cuarto soltó la lanza y corrió a despertar a los mirmidones para hacerles saber que su amo y señor había sido poseído por un espíritu demoníaco.

Aquiles envolvió su taparrabos, su túnica, su peto, su escudo, sus pulidas grebas de bronce, sus sandalias y su lanza en una sábana y, empuñando la espada, cruzó las tres paredes de lona de la tienda. Una vez fuera, derribó el gran trípode que quedaba encendido en el centro del campamento y corrió dejando atrás las tiendas en sombra, hacia el oscuro mar, lejos de todos los campamentos de los hombres, hacia su madre, la diosa Tetis.

Las olas rompían en la orilla y sólo su espuma se veía en la oscuridad, allí, lejos de los fuegos. Aquiles caminó de un lado a otro por la arena mojada. Seguía desnudo; la armadura y las armas estaban dispersas por la playa. Mientras caminaba, se mesaba los largos cabellos y gemía en voz alta, gritando de vez en cuando el nombre de su madre, lleno de angustia.

Y Tetis, hija del dios marino Nereo, el Viejo del Mar, respondió a la llamada de Aquiles, surgiendo de las profundidades marinas, alzándose entre las olas como bruma, solidificándose luego en la alta forma de la noble diosa. Aquiles corrió hacia ella como un niño herido e hincó una rodilla en la arena húmeda. Tetis acunó su cabeza contra su mojado pecho mientras él sollozaba.

—Hijo mío... ¿por qué lloras? ¿Qué pena ha herido tu corazón?

Aquiles gimió.

—-Lo sabes, tienes que saberlo, madre... No me hagas volver a repetirlo.

—Estaba con mi padre en las profundidades saladas —-murmuró Tetis, acariciando el pelo dorado de Aquiles—. Como mortales y dioses dormían tan tarde, no he visto lo sucedido. Compártelo todo, hijo mío.

Y Aquiles así lo hizo, sollozando de pena, ahogándose de cólera. Le contó la aparición de Palas Atenea, sus insultos y burlas. Describió el aparente asesinato de su amigo Patroclo.

—¡Se llevó su cadáver, madre! —exclamó Aquiles, inconsolable—. ¡Se llevó su cadáver para que yo no pueda realizar los ritos funerarios que se merece!

Tetis le palmeó el hombro y también ella se echó a llorar.

—¡Oh, hijo mío, mi pesar! Tu nacimiento fue amargura. Todo lo que parí estaba condenado. ¿Por qué te crié, si es voluntad de Zeus abatirte?

Aquiles alzó el rostro cubierto de lágrimas.

—¿Entonces es voluntad de Zeus? ¿Fue Palas Atenea quien acaba de matar a Patroclo... no una falsa imagen de la diosa?

—Fue voluntad de Zeus —lloró su madre—. Y aunque yo no lo vi, sé que fue la propia diosa Atenea quien se burló de ti y mató a tu amigo esta noche. Oh, lástima que estés condenado no sólo a una breve vida, Aquiles, hijo mío, sino también a una vida llena de dolor.

Aquiles se apartó y se puso en pie.

—¿Por qué me insultan así los dioses inmortales, madre? ¿Por qué Atenea, que ha sido defensora de la causa de los argivos, y de la mía especialmente durante tantos años, me abandona ahora?

—Los dioses son inconstantes —dijo Tetis, el agua todavía cayendo de su largo cabello hasta sus pechos—. Quizá te hayas dado cuenta.

Aquiles caminó de un lado a otro ante ella, cerrando una y otra vez los puños mientras golpeaba el aire.

—¡Esto no tiene sentido! Llevarme hasta tan lejos... ayudarme en mis conquistas tan frecuentemente... sólo para que Atenea y su divino padre me insulten ahora.

—Están avergonzados de ti, Aquiles.

El ejecutor de hombres se detuvo en seco y volvió un rostro pálido e inexpresivo hacia su madre. Pareció como si lo hubieran abofeteado con fuerza.

—¿Avergonzados de mí? ¿
Avergonzados
de Aquiles el de los pies ligeros, hijo de Peleo y de la diosa Tetis? ¿Avergonzado del nieto de Eaco?

—Sí —dijo su madre—. Zeus y los dioses menores, incluida Atenea, siempre han sentido desprecio por los hombres mortales, incluso por vosotros los héroes. Desde su puesto de observación en el Olimpo sois todos menos que insectos, vuestras vidas son desagradables, brutales y breves, y vuestras propias existencias están justificadas solamente porque los divertís con vuestras muertes. Así que al quedarte en tu tienda mientras el destino de la guerra se sella, has irritado a la hija de Zeus y al Padre Zeus mismo.

—¡Han matado a Patroclo! —rugió Aquiles, apartándose de la diosa, los pies descalzos dejando sus huellas en la arena mojada. Huellas que fueron borradas por la siguiente ola.

—Creen que eres demasiado cobarde para vengar su muerte —dijo Tetis—. Dejan su cadáver para los buitres y cuervos en las alturas del Olimpo.

Aquiles gimió y cayó de rodillas. Arrancó grandes puñados de arena y los aplastó contra su pecho desnudo.

—Madre, ¿por qué me dices esto ahora? Si sabías del desdén que los dioses sienten hacia mí, ¿por qué no me lo has dicho antes? Siempre me enseñaste a servir y reverenciar a Zeus. A obedecer a la diosa Atenea.

—Siempre esperé que los otros dioses tuvieran piedad de nuestros hijos mortales —dijo Tetis-—. Pero el frío corazón de Zeus y los modales belicosos de Atenea fueron más fuertes. La raza de los hombres ya no les interesa. Ni siquiera como deporte. Ahora somos pocos los inmortales que defendemos vuestra causa y estamos a salvo de la cólera de Zeus.

Aquiles se levantó y dio tres pasos hacia su madre.

—Madre, tú eres inmortal. Zeus no puede hacerte daño.

Tetis se rió sin ganas.

—El Padre puede matar a quien le plazca, hijo mío. Incluso a un inmortal. Peor que eso, puede desterrarnos al abismo del Tártaro, arrojarnos a ese pozo infernal como hizo con su propio padre, Cronos, y su suplicante madre, Rea.

—Entonces corres peligro —dijo Aquiles, aturdido. Se tambaleó como un hombre que ha bebido demasiado o como un marinero en la cubierta inclinada de un barquito en mitad de la tormenta.

—Estoy condenada —dijo Tetis—. Igual que tú, hijo mío, a menos que hagas lo que ningún mortal, ni siquiera el osado Heracles, ha intentado antes.

—¿Qué, madre?

A la luz de las estrellas el rostro de Aquiles sufría preocupantes transformaciones mientras sus emociones pasaban de la desesperación a la furia y a algo más allá de la furia.

—Acabar con los dioses —susurró Tetis. Las palabras apenas eran audibles por encima de las olas. Aquiles se acercó aún más, inclinando la cabeza como si no diera crédito a sus oídos—. Acabar con los dioses —susurró ella de nuevo—. Asaltar el Olimpo. Matar a Atenea. Deponer a Zeus.

Aquiles se apartó, tambaleándose.

—¿Es eso posible?

—No si actúas solo —dijo Tetis. Olas blancas se enroscaban alrededor de sus pies—. Pero si llevas contigo a tus guerreros argivos y aqueos...

—-Agamenón y su hermano gobiernan a los aqueos y los argivos y sus aliados esta noche —-interrumpió Aquiles. Miró hacia los fuegos que ardían a lo largo de los kilómetros de playa y luego volvió la cabeza para mirar los más numerosos fuegos troyanos encendidos tras el foso defensivo—. Y los argivos y los aqueos están a punto de ser derrotados esta noche, madre. Las negras naves puede que ardan al amanecer.

—Puede que ardan —dijo Tetis—. Las victorias de los troyanos de hoy son simplemente otra muestra de los caprichos de Zeus. Pero los argivos y los aqueos te seguirán a la victoria contra los dioses, Aquiles. Esta misma noche Agamenón les dijo a Odiseo y Néstor y los demás congregados en su campamento que él era más hombre que tú: más sabio y más fuerte y más valiente que Aquiles. Demuéstrale lo contrario, hijo mío. Demuéstrales a todos lo contrario.

Aquiles le dio la espalda. Miraba hacia la distante Ilión, donde las antorchas brillaban con fuerza en las altas murallas.

—No puedo combatir a los dioses y los troyanos al mismo tiempo.

Tetis le tocó el hombro hasta que se volvió.

—-Tienes razón, hijo mío, veloz Aquiles. Debes terminar esta guerra insensata con Troya, iniciada por la perra esposa de Menelao. ¿A quién le importa dónde duerma la mortal Helena o si los Atridas (Menelao y su arrogante hermano Agamenón) llevan cuernos o no? Pon fin a la guerra. Haz la paz con Héctor. También él tiene motivos para odiar a los dioses esta noche.

Aquiles miró intrigado a Tetis, pero ella no dio más explicaciones. Contempló de nuevo las antorchas y la lejana ciudad.

-—Ojalá pudiera ir al Olimpo esta noche para matar a Atenea, derrocar a Zeus y recuperar el cadáver de Patroclo para sus ritos. —-Su voz era suave pero terrible en su loca resolución.

—Enviaré a un hombre para indicarte el camino —dijo Tetis.

Aquiles se volvió de nuevo hacia ella.

—¿Cuándo?

—Mañana, cuando hayas hablado con Héctor, hecho una alianza con los guerreros troyanos y arrebatado los argivos y aqueos al presuntuoso Agamenón.

Aquiles parpadeó ante la abrumadora audacia.

—¿Cómo encontraré a Héctor sin que me mate o yo lo mate a él?

—Te enviaré a un hombre para que te muestre el camino en eso también —dijo Tetis. Dio un paso atrás. Las olas chocaron contra la parte posterior de sus piernas.

—¡Madre, quédate! Yo...

—Ahora he de ir a los salones del Padre Zeus para encontrar mi destino —susurró su madre, la voz casi perdida en el sibilante reflujo—. Defenderé tu causa una última vez, hijo mío, pero temo que me esperan el fracaso y el destierro. ¡Sé valiente, Aquiles! ¡Sé valiente! Tu destino ha sido fijado pero no está sellado. Todavía tienes la opción de muerte y gloria o una vida larga, pero también vida y gloria... ¡y qué gloria, Aquiles! ¡Ningún mortal ha soñado jamás con semejante gloria! Venga a Patroclo.

—Madre...

—Los dioses pueden morir, hijo mío. Los... dioses... pueden...
morir
.

Su forma osciló, se estremeció, se convirtió en bruma y desapareció.

Aquiles se quedó un rato contemplando el mar, hasta que la fría luz de la Aurora empezó a asomar por el este, y entonces se volvió, se puso la ropa y las sandalias y la armadura y las grebas, empuñó su gran escudo, envainó su espada, recogió su lanza y empezó a caminar hacia el campamento de Agamenón.

Después de esta actuación, me desplomo. Durante toda la conversación, mi brazalete morfeador me pitaba al oído con su voz de IA: «Quedan diez minutos de energía antes de la desconexión. Quedan seis minutos de energía antes...», y así sucesivamente.

BOOK: Ilión
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