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Authors: Dan Simmons

Ilión (32 page)

BOOK: Ilión
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—Hijo mío —dijo la madre de Héctor, una mujer a la que yo había visto actuar con calor y buen corazón a lo largo de los años—, ¿por qué has dejado la lucha si no es para rezar a los dioses?

—Eres tú quien debe rezar —dijo Héctor. Tenía el casco a su lado, sobre el diván. El guerrero estaba en efecto sucio, con la cara manchada de capas de tierra y sangre convertidas en un lodo rojizo por el sudor, y se sentaba como sólo hacen quienes están exhaustos, con los antebrazos en las rodillas, la cabeza gacha, la voz apagada—. Ve al altar de Atenea, reúne a las más nobles de las más nobles mujeres de Ilión, y escoge el peplo más hermoso que puedas encontrar en el palacio de Príamo. Extiéndelo sobre las rodillas de la estatua de oro de Atenea y promete sacrificarle doce vacas no sometidas todavía a yugo en su templo si se apiada de Troya. Pide a la sombría diosa que salve a nuestra ciudad y nuestras esposas troyanas y nuestros hijos indefensos del terror de Diomedes.

—¿A eso hemos llegado? —susurró la madre de Héctor, inclinándose hacia delante y tomando en las suyas las ensangrentadas manos de su hijo—. ¿Finalmente hemos llegado a eso?

—Sí —dijo Héctor, y se puso en pie con esfuerzo y recogió su casco y salió de la habitación.

Con los otros tres lanceros, seguí al agotado héroe mientras recorría los seis bloques de la ciudad hasta la residencia de Paris y Helena, un gran complejo con su puñado de terrazas y torres residenciales y patios privados.

Héctor se abrió paso entre guardias y criados, subió las escaleras, y abrió de golpe la puerta que conducía a las habitaciones de Paris y Helena. Yo casi esperaba ver a Paris en la cama con su consorte robada (Homero cantó que la lujuriosa pareja se había ido directamente a la cama horas antes, cuando Paris había sido apartado de su lucha con Menelao), pero en cambio, Paris alzó la cabeza mientras acariciaba la armadura de batalla y Helena permanecía sentada cerca, dirigiendo a las criadas en su bordado.

—¿Qué coño estás haciendo? —rugió Héctor al otro hombre, más pequeño. ¿Sentado aquí como una mujer, como un niño llorón, jugando con tu armadura mientras los auténticos hombres de Ilión mueren a centenares, mientras el enemigo rodea la ciudadela y llena nuestros oídos de gritos de batalla extranjeros? Levántate, hijo de puta. ¡Levántate antes de que Troya sea convertida en cenizas alrededor de tu cobarde culo!

En vez de ponerse en pie de un salto, indignado, el noble París sonrió.

—Ah, Héctor, merezco tus maldiciones. Nada de lo que dices es injusto.

—Entonces mueve el culo y ponte esa armadura —dijo Héctor bruscamente, pero la furia de su tono se había apagado de pronto, ya fuese por la fatiga o por la tranquila negativa de Paris a defenderse.

—Lo haré —dijo Paris—, pero óyeme primero. Déjame que te diga una cosa.

Héctor permaneció en silencio, tambaleándose levemente sobre sus pies calzados con sandalias. Llevaba el casco emplumado bajo el brazo izquierdo, en cuya mano sostenía una lanza larguísima que había tomado del sargento de nuestra pequeña guardia. Ahora Héctor usó el asta de esa lanza para sostenerse.

—No me quedo en mis habitaciones sólo por furia o por resentimiento —dijo Paris, indicando a Helena y sus criadas como si fueran parte del mobiliario—. Sino por pena.

—¿Pena? —repitió Héctor, despectivo.

—Pena —dijo Paris de nuevo—. Pena por mi propia cobardía de hoy... aunque fueron los dioses quienes me arrancaron de la lucha con Menelao, no mi propia voluntad. Y pena por el destino de nuestra ciudad.

—Ese destino no está escrito en piedra —replicó Héctor—. Podemos detener a Menelao y a sus enloquecidos lacayos. Ponte la armadura. Vuelve conmigo a la batalla. Todavía queda otra hora de luz. Podemos matar a muchos griegos a la luz ensangrentada del sol poniente y a otros más en el oscuro crepúsculo.

París sonrió y se puso en pie.

—Tienes razón. La batalla me alcanza ahora incluso a mí: el mayor amante del mundo, no su mayor guerrero. El destino y la victoria cambian, ¿sabes, Héctor?, ahora de una forma, luego de otra, como una fila de hombres desarmados bajo una andanada de flechas enemigas.

Héctor se puso el casco y esperó, en silencio, desconfiando obviamente de la promesa de Paris de volver al combate.

—Ve tú —dijo Paris—. Yo tengo que ponerme esta armadura. Ve tú, ya te alcanzaré.

Héctor guardó silencio al oír estas palabras, reacio a marcharse sin Paris, pero la hermosa Helena (y sí que era hermosa) se levantó de su asiento y cruzó el suelo de mármol para tocar el antebrazo manchado de sangre de Héctor. Sus sandalias emitieron suaves sonidos sobre el frío mármol.

—Mi querido amigo —dijo, la voz temblándole de emoción—, mi querido hermano, tan querido por mí (zorra como soy, viciosa, una perra maléfica, un horror femenino que hiela la sangre), oh, cómo desearía que mi madre me hubiera ahogado en el oscuro mar Jónico el día que nací antes que ser la causa de todo esto —se vino abajo, apartó la mano de Héctor y rompió a llorar.

El noble Héctor parpadeo, levantó la mano libre como para tocarle el pelo, la apartó rápidamente, y se aclaró la garganta, cortado. Como tantos héroes, el gran Héctor era torpe con las mujeres. Antes de que pudiera hablar, Helena continuó, todavía llorando, entre hipidos y sollozos.

—Oh, noble Héctor, si los dioses han ordenado en efecto todos estos terribles años de sangre vertida por mí, desearía haber sido la esposa de un hombre mejor, un guerrero antes que un amante, un hombre con voluntad para hacer más por esta ciudad que llevarse a su esposa a la cama en la larga tarde de su perdición.

París hizo amago de dar un paso hacia Helena entonces, como para abofetearla, pero su proximidad al alto Héctor lo contuvo. Los soldados que estábamos junto a la pared fingimos no ver nada ni tener oídos.

Helena miró a Paris. Sus ojos estaban rojos y brillantes. Siguió hablándole a Héctor como si Paris (su secuestrador y segundo esposo putativo) no estuviera en la habitación.

—Éste... se ha ganado el desprecio de los hombres de verdad. No tiene ni firmeza de ánimo ni agallas. No las tiene ahora... ni las ha tenido nunca. —Paris parpadeó y sus mejillas enrojecieron como si lo hubieran abofeteado—. Pero recogerá los frutos de su cobardía, Héctor —continuó Helena, ahora escupiendo literalmente las palabras, su saliva manchando el suelo de mármol—. Te juro que recogerá los frutos de su debilidad. Por los dioses, lo juro.

Paris salió de la habitación.

Helena se volvió hacia el guerrero cubierto de suciedad.

—Pero ven y siéntate en esta silla, junto a mí, querido hermano. Tú eres quien más ha sido golpeado por toda esta lucha... y todo por mí, Héctor, puta como soy. —Se sentó en el diván cubierto de cojines e indicó con la mano un sitio a su lado—. Nosotros dos estamos unidos por el destino, Héctor. Zeus plantó la semilla de un millón de muertes, de la condenación de nuestra época, en cada uno de nuestros pechos. Mi querido Héctor. Somos mortales. Los dos moriremos. Pero tú y yo viviremos durante un millar de generaciones en sus cantos.

Reacio a seguir escuchando, Héctor se dio la vuelta y salió de la habitación colocándose el casco empenachado, que destelló con los oblicuos rayos del sol de la tarde.

Mirando una última vez a Helena sentada, la cabeza gacha, aprecié sus brazos pálidos y perfectos y la suavidad de sus pechos, visibles bajo el fino peplo, alcé mi lanza (la lanza del explorador Dolón) y seguí a Héctor y a sus otros tres leales lanceros.

Es importante que lo cuente tal como sucede. Helena se agita, susurra mi nombre, pero vuelve a dormirse.
Mi
verdadero nombre. Susurra «Hock-en-beee-rry», y es como sí me hubieran atravesado el corazón con una lanza.

Y ahora, acostado junto a la mujer más hermosa del mundo antiguo, quizá la mujer más hermosa de la historia (o al menos la mujer por quien ha muerto el mayor número de hombres) recuerdo más sobre mi vida. Sobre mi antigua vida. Sobre mi vida real.

Estuve casado. Mi esposa se llamaba Susan. Nos conocimos cuando estudiábamos en la universidad de Boston, nos casamos poco después de graduarnos. Susan era inspectora de enseñanza media, pero casi no trabajó después de que nos mudáramos a Indiana, donde empecé a dar clases en la Universidad DePauw, en 1972. No tuvimos hijos, pero no por falta de ganas. Susan estaba viva cuando enfermé de cáncer de hígado y me ingresaron en el hospital.

¿Por qué demontres estoy recordando esto ahora? Después de nueve años de no tener casi ningún recuerdo personal, ¿por qué recuerdo a Susan ahora? ¿Por qué ser ahora acuchillado por los afilados fragmentos de mi antigua vida?

No creo en Dios con «D» mayúscula y, a pesar de su evidente corporeidad, no creo en los dioses con «d» minúscula; no como fuerzas reales del universo. Pero sí que creo en la puta diosa Ironía. Engaña constantemente. Gobierna a hombres y dioses y a Dios por igual.

Y tiene un perverso sentido del humor.

Como Romeo acostado junto a Julieta, oigo el trueno acercarse hacia nosotros desde el suroeste, resuena en el patio, el viento agita las cortinas de las terrazas a ambos lados del gran dormitorio. Helena se agita pero no se despierta. Todavía no.

Cierro los ojos e intento dormir unos minutos más. Los noto irritados, como si tuviera arena bajo los párpados. Me estoy haciendo demasiado viejo para permanecer despierto tanto tiempo, sobre todo después de hacer el amor tres veces a la mujer más hermosa y sensual del mundo.

Después de dejar a Helena y Paris, seguimos a Héctor hasta su casa. El héroe que nunca había huido de una batalla en su vida huía de la tentación que representaba Helena: corría a casa con su esposa Andrómaca y su hijo de un año.

En mis nueve años de observar y deambular por Ilión, nunca había hablado con la esposa de Héctor, pero conocía su historia, todo el mundo en Ilión conocía su historia.

Andrómaca era hermosa por derecho propio (no se la podía comparar con Helena o las diosas, eso era cierto, pero era bella de una manera más humana) y también pertenecía a la realeza. Procedía de la zona del ámbito troyano conocida como Cilicia en Tebas, y su padre era el rey local, Eetión, admirado por la mayoría, respetado por todos. Vivían en las faldas del monte Placos, en un bosque famoso por su madera; las grandes Puertas Esceas de Ilión estaban construidas con madera cilícea, igual que las torres de asedio que los griegos tenían a menos de cuatro kilómetros de distancia.

Aquiles había matado a su padre. Abatió a Eetión en combate cuando el aqueo de los pies ligeros condujo a sus hombres contra las ciudades troyanas poco después de que los griegos desembarcaran. Andrómaca tenía siete hermanos (ninguno de ellos guerrero, sino pastores de ovejas y bueyes) y Aquiles acabó con ellos el mismo día, después de buscarlos por los campos y perseguirlos hasta darles muerte en las rocas bajo el bosque. El plan de Aquiles era obviamente no dejar con vida a ningún varón de la familia real cilícia. Esa noche, Aquiles hizo que sus hombres vistieran el cadáver de Eetión con la armadura de bronce y lo incineró con respeto. Luego levantó un montículo sobre las cenizas del viejo rey. Pero los cadáveres de los hermanos de Andrómaca permanecieron en los campos y bosques, pasto de los lobos.

Enriquecido con el saqueo de una docena de ciudades, Aquiles todavía exigió el rescate de un rey por la reina de Eetión, la madre de Andrómaca, y lo recibió. Ilión era todavía rica entonces, y libre para negociar con sus invasores.

La madre de Andrómaca regresó a los salones de su palacio vacío en Cilicia y allí (según la frecuente narración que Andrómaca hacía de su aciaga historia), «Artemisa, con una lluvia de flechas, la abatió».

Bueno, en cierto modo.

Artemisa, hija de Zeus y Leto y hermana de Apolo, es la diosa de la caza (la vi ayer mismo en el Olimpo), pero es también la diosa que preside los nacimientos. En un pasaje de la
Ilíada
, un irritado Apolo le grita a su hermana, delante de su padre Zeus: «Te deja que mates a las madres en el parto», refiriéndose a que Artemisa es responsable de causar la muerte en los partos además de servir como comadrona divina a las mujeres mortales.

La madre de Andrómaca murió nueve meses después de ser secuestrada como rehén por Aquiles el día que murió Eetión, el padre de Andrómaca. La madre de Andrómaca murió de parto intentando traer al mundo al hijo del asesino de su marido.

Decidme que la puta diosa Ironía no gobierna el mundo.

Andrómaca y su bebé no estaban en casa. Héctor corrió de habitación en habitación, mientras los cuatro lanceros esperábamos protegiendo la entrada pero sin interferir. El héroe estaba claramente preocupado y más ansioso de lo que yo le había visto jamás en el campo de batalla. De vuelta al umbral, detuvo a dos criadas que entraban.

—¿Dónde está Andrómaca? ¿Ha ido al Templo de Atenea con las otras nobles esposas? ¿A la casa de mi hermana? ¿A ver a las esposas de mi hermano?

—Nuestra señora ha ido a la muralla, amo —dijo la más vieja de las criadas—. Todas las mujeres troyanas se han enterado de la terrible lucha del día, de la ira de Diomedes y de cómo la fortuna se ha vuelto contra los hijos de Ilión. Tu esposa ha ido a la gran puerta de Troya para ver lo que pueda ver, para saber si su amo y señor aún vive. Corrió como una loca, amo, mientras el aya corría tras ella llevando a tu hijo.

Apenas pudimos seguir el ritmo de Héctor que volaba hacia las Puertas Esceas. A una manzana de la muralla me di cuenta de que yo no debería estar con él. Aquel acontecimiento (el encuentro de Héctor y Andrómaca en las almenas) era demasiado importante. Demasiados dioses lo estarían contemplando. La musa podía estar allí buscándome.

A varios cientos de metros de las puertas, me despisté de los lanceros y me mezclé con la multitud de una calleja secundaria. Las sombras eran ahora profundas, el aire más fresco, pero las altas torres de Ilión seguían iluminadas por el sol que se ponía por el oeste.

Elegí una de aquellas torres y subí por su serpenteante escalera interior, todavía morfeado como anónimo lancero. Nadie importante.

La torre estaba construida más o menos como un minarete (aunque el Islam quedaba aún a milenios de distancia en el futuro) y yo fui la única persona en el estrecho balcón circular cuando llegué arriba. El sol me daba en los ojos, pero polarizando mis filtros visuales y ampliando el foco de las lentes de contacto que me dieron los dioses, obtuve una clara visión de la reunión en la muralla.

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