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Authors: Dan Simmons

Ilión (26 page)

BOOK: Ilión
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—Ya —dijo cuando terminó la descarga—. Yo seré tus ojos. Te daré los datos de navegación que el submarino pueda extraer del software de reacción. Tú estabilízanos y pilota.

Esta vez no hubo duda de que se reía.

—Claro, por qué no —dijo Orphu—. Demonios, la caída bastará para matarnos.

Los anillos de impulsores de
La Dama Oscura
empezaron a disparar cumpliendo la orden de Orphu.

15
Las llanuras de Ilión

Diomedes, empujado literalmente a la batalla por una Atenea ataviada para la guerra, envuelta en una nube y manejando sus caballos, se abalanza para atacar a Ares.

Nunca he visto nada parecido. Primero Afrodita es herida por el ampliado argivo, el hijo de Tideo, y ahora el mismísimo dios de la guerra ha sido retado por Diomedes a un combate singular.
Aristeia
con un dios. Increíble.

Ares, como es su costumbre, había prometido a Zeus y Atenea esta misma mañana que ayudaría a los griegos y ahora, acicateado por las puyas de Apolo y su propia naturaleza traicionera, ha empezado a atacar sin cuartel a los argivos. Hace unos minutos, el dios de la guerra, ha matado a Perifante (hijo de Oquesio, el mejor luchador que tenía que ofrecer el contingente eolo de los griegos) y está a punto de despojar a Perifante cuando alza la cabeza y ve que el carro guiado por Atenea se cierne sobre él. La diosa está oculta por una capa de invisibilidad. Ares debe saber que algún dios o diosa lleva el carro, pero no tiene tiempo para intentar ver a través de la nube de oscuridad: está demasiado ansioso por matar a Diomedes.

El dios golpea primero, arrojando su lanza con la precisión que sólo un dios puede conseguir. La lanza vuela y rebasa el borde del carro, directa al corazón de Diomedes, pero Atenea extiende la mano en su nube de oscuridad y la desvía. Momentáneamente, todo lo que Ares puede ver incrédulo es cómo su lanza forjada por un dios sigue volando hasta que su punta de aleación de tungsteno se clava en el suelo rocoso.

Ahora, mientras el carro se acerca, le toca el turno a Diomedes: se asoma y se abalanza con su lanza de bronce ampliada de energía. El campo de Planck de invisibilidad de Palas Atenea permite al arma humana atravesar en primer lugar el campo de fuerza del dios de la guerra, luego el ornado cinturón del dios de la guerra, luego las divinas entrañas del dios de la guerra.

El grito de dolor de Ares, cuando se produce, hace que el anterior aullido de Afrodita parezca un susurro. Recuerdo que Homero describió el ruido como «un grito espantoso
,
como el de nueve o diez mil soldados enfurecidos en el fragor de la batalla». También resulta ser una descripción que se queda corta. Por segunda vez en este día sangriento, ambos ejércitos detienen el sombrío asunto de su matanza por temor mortal ante tan divino ruido. Incluso el noble Héctor, concentrado ahora en nada más noble que abrirse paso entre la carne argiva para asesinar a un Odiseo que se bate en retirada, detiene su ataque y vuelve la cabeza hacia el ensangrentado terreno donde Ares ha sido herido.

Diomedes salta del carro que conduce Atenea para terminar el trabajo con Ares, pero el dios de la guerra, todavía rebulléndose de dolor divino, se agita, crece, cambia y pierde su forma humana. El aire alrededor de Diomedes y los otros griegos y troyanos que luchan por el cadáver ahora olvidado de Perifante se llena de pronto de tierra, despojos, trozos de tela y cuero, mientras Ares abandona su forma de dios humanoide y se convierte... en otra cosa. Donde el alto dios Ares se encontraba hace un minuto, ahora se alza un retorcido ciclón de negra energía de plasma, su electricidad estática descargándose en relámpagos que golpean al azar a argivos y teucros por igual.

Diomedes detiene su ataque y retrocede, su ansia de sangre temporalmente frenada por la furia del ciclón.

Entonces Ares desaparece, TCeándose con las entrañas contenidas sólo por sus propias manos ensangrentadas, y el campo de batalla queda casi tan inmóvil como si los dioses hubieran vuelto a detener el tiempo. Pero no: los pájaros siguen volando, el polvo sigue posándose, el aire se sigue moviendo. La inmovilidad ahora se debe al asombro; nada más y nada menos.

—¿Has visto alguna vez algo semejante, Hockenberry? —La voz de Nightenhelser me sobresalta. Me había olvidado de que estaba aquí.

—No —respondo. Permanecemos en silencio un momento hasta que la mortífera batalla se reemprende, después de que la forma embozada de Atenea desaparezca del carro de Diomedes, y entonces empiezo a apartarme del otro escólico—. Voy a morfear y ver cómo se toma esto la familia real en las murallas de Ilión —le digo a Nightenhelser antes de desaparecer de su vista.

Me morfeo, en efecto, pero es sólo un truco para cubrir mi auténtica desaparición. Oculto por el polvo y la confusión en las filas troyanas, alzo el Casco de la Muerte sobre mi cabeza y, activando el medallón, me TCeo tras el herido Ares, siguiendo su pista cuántica a través del retorcido espacio hasta el Olimpo.

Emerjo del cambio cuántico no en las verdes praderas del Olimpo ni en el Salón de los Dioses, sino en un enorme espacio similar a la sala de control de un hospital de finales del siglo XX. No se parece a ninguna otra estructura o espacio interior que yo haya visto en el Olimpo. Hay puñados de dioses y otras criaturas visibles en el espacio de aspecto estéril, y durante medio minuto después del cambio de fase contengo la respiración (una vez más) mientras mi corazón redobla a la espera de comprobar si estos dioses y sus sicarios son capaces de detectar mi presencia.

Evidentemente, no.

Ares está en una especie de mesa de reconocimiento con tres entidades o criaturas humanoides pero-no-del-todo-humanas flotando sobre él y curándolo. Las criaturas puede que sean robots, aunque más estilizados y de apariencia más orgánica que ningún robot de los que se imaginaban en mi época, y veo que uno de ellos le ha insertado una sonda mientras otro pasa un brillante rayo ultravioleta a lo largo del vientre abierto de Ares.

El dios de la guerra se sigue sujetando las tripas con las manos ensangrentadas. Parece dolorido y asustado y fastidiado. Parece, en otras palabras, humano.

A lo largo de la pared blanca, depósitos gigantescos se elevan seis metros o más, llenos de un borboteante fluido violeta, con diversos umbilicales y filamentos, y... dioses: altos, bronceados, de forma humana, en diversos estadios de lo que podrían ser reconstrucciones o descomposiciones. Veo cavidades orgánicas abiertas, huesos blancos, músculos estriados, el mareante destello de un cráneo desnudo. No reconozco las otras formas-dioses, pero en el tanque más cercano flota Afrodita, desnuda, los ojos cerrados, el cabello flotando, el cuerpo perfecto excepto por la muñeca y la mano casi cercenadas de su brazo perfecto. Un revoltijo de gusanos verdes traza espirales en torno a los ligamentos y tendones y huesos de ese brazo, devorando o suturando o ambas cosas. Aparto la mirada.

Zeus entra en la larga sala y cruza el espacio entre los monitores sanitarios sin diales, dejando atrás robots de lo que parece carne sintética, dioses que inclinan la cabeza y se apartan reverentes. Por un instante, la cabeza del gran dios gira hacía mí, los sorprendentes ojos bajo las cejas grises me miran directamente, y sé que he sido descubierto.

Espero el trueno de Zeus y el estallido del relámpago. Nada sucede. Zeus se vuelve (¿está sonriendo?) y se detiene delante de Ares, que sigue encogido en la mesa de reconocimiento, entre máquinas flotantes y seres robóticos ocupados en la cura. Se detiene ante el dios herido con los brazos cruzados, la toga en su sitio, la cabeza gacha, con la barba recortada y las cejas grises sin recortar, el pecho desnudo irradiando fuerza y luz broncínea, la expresión fiera: parece más el director de colegio irritado que un padre preocupado, diría yo.

Ares habla primero.

—Padre, ¿no te enfurece ver tanta violencia humana, tanta sangre? Somos los dioses duraderos e inmortales, pero sufrimos heridas e insultos, a causa de nuestras divinas discusiones y voluntades en conflicto, cada vez que tratamos a esos apestosos mortales con un ápice de amabilidad. Y ya es bastante malo que tengamos que combatir a esos nanoenloquecidos hijos de puta, mi señor Zeus, pero también tenemos que combatirte
a ti
.

Ares toma aliento, hace una mueca de dolor y espera. Zeus no dice nada, pero sigue mirando con mala cara como si reflexionara sobre las palabras del dios de la guerra.

—Y
Atenea
—jadea el dios herido—. Has dejado que esa muchacha vaya demasiado lejos, oh, hijo de Cronos. Desde que hiciste nacer de tu propia cabeza a esa hija del
caos
y la destrucción, siempre has dejado que se salga con la suya, nunca has bloqueado su intrépida voluntad. Y ahora ha convertido al mortal Diomedes en una de sus armas y lo ha empujado a arremeter contra nosotros los dioses.

Ares está excitado y furioso. La saliva vuela. Todavía veo los amasijos grises y azulados de sus intestinos en lo que parece ser sangre dorada.

—Primero incitó a ese... a ese...
mortal
a que atacara a Afrodita, cercenando su muñeca y derramando su sangre divina. Los ayudantes del Curador me han dicho que estará en la cuba un día entero, recuperándose. Luego Atenea lanzó a Diomedes contra mí, nada menos que
contra mí, el dios de la guerra
, y su cuerpo nanoaumentado fue tan rápido que habrían tenido que tenerme en las tinas durante días o semanas, quizás incluso hubiese necesitado resucitación, de no haber sido yo aún más rápido. Si hubiera ensartado mi corazón en la punta de su lanza, todavía estaría agitándome entre los cadáveres humanos allá abajo, sintiendo más dolor del que siento, intentando resistirme pero siendo derrotado por el mero bronce de los mortales, débil como un fantasma sin aliento de nuestros días de la antigua Tierra y...

—¡YA BASTA! —grita Zeus, y no sólo detiene la diatriba de Ares, sino que paraliza a todos los dioses y robots—. No quiero oír más tus quejas, Ares, embustero, traicionero pedo de gorrión, miserable excusa de hombre, mucho menos que dios.

Ares parpadea al oír esto, abre la boca pero (sabiamente, creo) decide no interrumpir.

—Escucha tus gemidos y tus quejas por ese pequeño corte —se mofa Zeus desplomando sus poderosos brazos y abriendo una mano gigantesca como sí se dispusiera a borrar de la existencia al dios de la guerra con una orden—. Tú... Te odio más que a la mayoría de los gusanos elegidos para convertirse en dioses cuando llegó nuestro Cambio, miserable hipócrita. Cobarde amante de la muerte y las batallas sombrías y el sangriento torbellino de la guerra. Tienes la dureza de tu madre, Ares, y su furia... confieso que apenas puedo dominar a Hera, sobre todo cuando toma decisiones sobre algún proyecto querido, como masacrar a los aqueos hasta el último hombre.

Ares se dobla como si las palabras de Zeus le estuvieran lastimando, pero sospecho que la causa del dolor es realmente el robot esférico que cierra la herida de su abdomen con lo que parece ser una máquina de coser portátil de potencia industrial.

Zeus ignora las atenciones de los médicos y camina de un lado a otro, plantándose a dos metros de donde yo estoy antes de darse media vuelta y volver a detenerse ante el encogido y dolorido Ares.

—Espero que sean los consejos de tu madre, los deseos de Hera, los que te hagan sufrir como buen
«dios de la guerra»
... —percibo el sarcasmo divino en las palabras de Zeus—. Yo preferiría verte muerto...

Ares alza la cabeza, sorprendido y aterrorizado.

Zeus se ríe de la expresión del dios de la guerra.

—¿No sabías que podemos morir? ¿Morir más allá de la reconstrucción en el tanque o la recomresurrección? Podemos, hijo mío, podemos.

Ares agacha la cabeza, confundido. La máquina casi ha terminado de volver a su sitio las divinas entrañas y está cosiendo los últimos músculos.

—¡Curador! —truena Zeus, y algo alto y no muy humano emerge de detrás de las borboteantes tinas. Es más centípedo que máquina, con múltiples brazos, cada uno con varias articulaciones, y unos ojos rojos como de mosca a tres metros de altura de su cuerpo multisegmentado. Cintas y aparatos y extraños componentes orgánicos cuelgan de arneses colocados alrededor del gigantesco cuerpo de insecto del Curador.

—Sigues siendo mi hijo —dice Zeus al cariacontecido dios de la guerra. La voz del Señor del Trueno es más suave ahora—. Eres mi hijo como yo soy hijo de Cronos. Para mi te parió tu madre. —Ares extiende la mano ensangrentada como para agarrar el brazo de Zeus, pero el dios mayor ignora el gesto—. Pero confía en mí, Ares. Si hubieras nacido de algún otro dios, créeme si te digo que hace tiempo que te hubiese lanzado a ese oscuro y profundo abismo donde los Titanes se revuelcan todavía hoy.

Zeus indica al Curador que avance, se da media vuelta y sale del salón.

Yo retrocedo un paso (lo mismo hacen los otros dioses presentes) mientras el gigantesco Curador alza a Ares con cinco de sus brazos, lo lleva al tanque vacío, le coloca varias fibras y tentáculos y umbilicales, y lo mete en el borboteante líquido violeta. En cuanto su cara está bajo la superficie, Ares cierra los ojos y los gusanos verdes salen de las aberturas del cristal y se ponen a trabajar en el masacrado vientre del dios.

Decido que es hora de marcharme.

Estoy aprendiendo el ritmo de la teleportación cuántica con este medallón. Imagino con claridad el lugar al que quiero ir, y el aparato me TCea allí. Imagino claramente el campus de mi universidad en Indiana en los últimos años del siglo XX. El aparato no hace nada. Suspirando, imagino el dormitorio escólico en la base del Olimpo.

El medallón me lleva de inmediato. Cobro existencia (aunque no visibilidad a causa del Casco de Hades) ante los rojos escalones, frente a las puertas verdes del barracón de piedra roja.

Ha sido un día condenadamente largo y todo lo que quiero es encontrar mi camastro, quitarme todos estos atavíos y dormir. Que Nightenhelser informe a la musa.

Como si mis pensamientos la hubieran convocado, veo que la musa cobra existencia a dos metros de mí y hace a un lado las puertas del barracón. Me sorprendo. La musa nunca había venido a los barracones: siempre subimos en el ascensor de cristal para verla.

Seguro de que la tecnología o lo que sea de Hades me oculta, la sigo a la sala común.

—¡Hockenberry! —grita con su poderosa voz de diosa.

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