Humo y espejos (24 page)

Read Humo y espejos Online

Authors: Neil Gaiman

Tags: #Relato, Fantástico

BOOK: Humo y espejos
10.99Mb size Format: txt, pdf, ePub
S
E LO PODEMOS HACER AL POR MAYOR

P
eter Pinter no había oído hablar nunca de Arístipo de los cirenaicos, un discípulo de Sócrates no muy conocido que sostenía que el evitar problemas era el bien más alto que se podía alcanzar; sin embargo, había vivido su vida sin acontecimientos notorios según este precepto. En todos los sentidos excepto uno (su incapacidad para dejar escapar una ganga, ¿y quién de nosotros está completamente libre de eso?), era un hombre muy moderado. No llegaba a ningún extremo. Su forma de hablar era correcta y reservada; casi nunca comía demasiado; bebía lo suficiente para ser sociable y no más; no era rico ni mucho menos y en modo alguno era pobre. Le gustaba la gente y a la gente le gustaba él. Teniendo todo eso en cuenta, ¿esperaríais encontrarle en un bar de dudosa reputación en el lado más sórdido del East End de Londres, poniendo lo que se conoce coloquialmente como un «precio» a la cabeza de alguien al que apenas conocía? No. Ni siquiera os esperaríais encontrarle en el bar.

Y, hasta un cierto viernes por la tarde, habríais tenido razón. No obstante, el amor de una mujer puede hacerle cosas extrañas a un hombre, incluso a uno tan anodino como Peter Pinter, y el descubrimiento de que la Srta. Gwendolyn Thorpe, de veintitrés años de edad, y de Oaktree Terrace, nº 9, Purley, estaba teniendo un lío (como dirían los ordinarios) con un caballero joven y agradable de la sección de contabilidad —
después
, tenedlo en cuenta, de que ella hubiera consentido en llevar el anillo de compromiso, compuesto de esquirlas de rubí auténtico, oro de nueve quilates y algo que podría muy bien haber sido un diamante (de 37,50 libras) y que Peter había tardado casi toda la hora de la comida en elegir— puede hacerle cosas extrañísimas a un hombre.

Tras hacer aquel descubrimiento horrible, Peter pasó la noche del viernes en blanco, dando vueltas en la cama con visiones de Gwendolyn y Archie Gibbons (el Don Juan de la sección de contabilidad de Clamages), bailando y nadando ante sus propios ojos, haciendo actos que incluso Peter, si le presionaran, tendría que admitir que eran de lo más improbable. No obstante, la bilis de los celos había crecido en su interior y, por la mañana, Peter había decidido que había que eliminar a su rival.

La mañana del sábado la pasó preguntándose cómo se contactaba con un asesino, porque, según tenía entendido, no había ninguno en Clamages (los grandes almacenes que empleaban a los tres integrantes de nuestro eterno triángulo y que, por cierto, proporcionaron el anillo), y se resistía a preguntarle directamente a alguien por miedo a llamar la atención.

Así fue como el sábado por la tarde se encontró buscando en las Páginas Amarillas.

Descubrió que ASESINOS no estaba entre ASERRADEROS DE PIEDRA y ASESORÍAS CONTABLES; CRIMINALES no estaba entre CRIANZA DE VINOS y CRISOLES; HOMICIDAS no estaba entre HOMEOPATÍA y HORCHATAS. FUMIGACIÓN parecía prometedor; sin embargo, un examen más detenido de los anuncios de fumigación demostró que casi sólo se ocupaban de «ratas, ratones, pulgas, cucarachas, conejos, topos y ratas» (por citar uno que a Peter le dio la sensación de que era bastante duro con las ratas) y no eran exactamente lo que él buscaba. Aun así, como era de naturaleza meticulosa, revisó diligentemente las entradas de aquella categoría y, al final de la segunda página, en letra pequeña, encontró una empresa que parecía prometedora.

«Eliminación completa y discreta de mamíferos fastidiosos y no deseados, etc.»
, decía la entrada, «Ketch, Hare, Burke y Ketch. La Vieja Empresa». A continuación no daba ninguna dirección, sino sólo un número de teléfono.

Peter marcó el número, sorprendiéndose a sí mismo al hacerlo. El corazón le latía con fuerza e intentó parecer despreocupado. El teléfono sonó una, dos, tres veces. Peter ya empezaba a esperar que no contestarían y que podría olvidarse de todo el asunto, cuando se oyó un chasquido y una voz de mujer joven y enérgica dijo, «Ketch Hare Burke Ketch. ¿Qué desea?»

Cuidándose mucho de dar su nombre, Peter dijo:

—Esto, ¿cómo de grandes, quiero decir, hasta qué tamaño de mamíferos llegan? ¿Para, eh, eliminar?

—Bueno, eso dependería del tamaño que necesite el señor.

Peter se armó de todo su valor.

—¿Una persona?

La voz de la mujer continuó enérgica y serena.

—Por supuesto. ¿Tiene usted un bolígrafo y un papel a mano? Bien. Vaya al bar Burro Sucio, frente a la calle Little Courtney, E3, esta noche a las ocho. Lleve un ejemplar enrollado del
Financial Times
(es el de color rosa, señor), y nuestro agente le abordará allí.

Entonces, la mujer colgó el teléfono.

Peter estaba eufórico. Había sido mucho más fácil de lo que había imaginado. Bajó al quiosco y compró un ejemplar del
Financial Times
, encontró la calle Little Courtney en su
Londres de la A a la Z
y pasó el resto de la tarde viendo fútbol por la televisión e imaginando el funeral del caballero joven y agradable de contabilidad.

Peter tardó un rato en encontrar el bar. Al final, vio el letrero del bar, en el que había un burro y que estaba increíblemente sucio.

El Burro Sucio era un bar pequeño, más o menos mugriento, mal iluminado y en el que un puñado de personas sin afeitar que llevaban chaquetones de trabajo cubiertos de polvo se observaban unos a otros con desconfianza, mientras comían patatas fritas y bebían pintas de Guinness, una bebida que a Peter nunca le había gustado. Peter llevaba el
Financial Times
bajo el brazo de la forma más visible que podía, pero nadie le abordó, así que pidió media pinta de clara y se retiró a una mesa del rincón. Incapaz de pensar en otra cosa que hacer mientras esperaba, intentó leer el periódico, pero, perdido y confundido por un laberinto de futuros de grano y una compañía de caucho que vendía algo al descubierto (no sabría decir exactamente qué eran las cosas al descubierto), lo dejó y se quedó mirando la puerta.

Había esperado casi diez minutos cuando un hombrecito ocupado entró con prisas, miró rápidamente a su alrededor y entonces fue directo a la mesa de Peter y se sentó.

El hombre extendió la mano.

—Kemble. Burton Kemble de Ketch Hare Burke Ketch. Me han dicho que tiene un trabajo para nosotros.

No tenía aspecto de asesino y Peter se lo dijo.

—Válgame Dios, claro que no. En realidad no soy parte de la plantilla. Estoy en ventas.

Peter asintió con la cabeza. Eso tenía sentido, desde luego.

—¿Podemos, esto, hablar con libertad aquí?

—Por supuesto. Nadie está interesado. Veamos, pues, ¿de cuántas personas querría deshacerse?

—Sólo una. Se llama Archibald Gibbons y trabaja en la sección de contabilidad de Clamages. Su dirección es…

Kemble le interrumpió.

—Entraremos en ese tema más tarde, señor, si no le importa. De momento, revisemos rápidamente el lado financiero. En primer lugar, el contrato le costará quinientas libras…

Peter asintió. Podía permitírselo y, de hecho, había calculado que le iba a costar un poco más.

—… aunque siempre está la oferta especial —concluyó Kemble con mucha labia.

A Peter le brillaron los ojos. Como he mencionado anteriormente, le encantaban las gangas y a menudo compraba cosas sin ninguna utilidad imaginable en rebajas o en ofertas especiales. Aparte de este único defecto (uno que tantos compartimos), era un joven de lo más moderado.

—¿Oferta especial?

—Dos por el precio de uno, señor.

Mmm. Peter se lo pensó. Eso salía a sólo 250 libras cada uno, lo que no estaba mal te lo mirases como te lo mirases. Había un único inconveniente.

—Me temo que no hay nadie más a quien quiera que maten.

Kemble parecía decepcionado.

—Es una lástima. Por dos es probable que hasta le hubiésemos podido rebajar el precio a, bueno, digamos, cuatrocientas cincuenta libras por los dos.

—¿En serio?

—Bueno, les da algo que hacer a nuestros operarios. Por si quiere saberlo —y entonces bajó la voz—, lo cierto es que no hay bastante trabajo en esta línea en concreto para tenerlos ocupados. No es como en los viejos tiempos. ¿No hay sólo
una
persona más a la que le gustaría ver muerta?

Peter reflexionó. Odiaba desperdiciar una ganga, pero por nada del mundo se le ocurría nadie más. Le gustaba la gente. Aun así, una ganga era una ganga…

—Mire —dijo Peter—. ¿Podría pensármelo y verle aquí mañana por la noche?

El vendedor parecía satisfecho.

—Por supuesto —dijo—. Estoy seguro de que se le ocurrirá alguien.

La respuesta, la respuesta obvia, le llegó a Peter cuando empezaba a quedarse dormido aquella noche. Se enderezó en la cama, buscó a tientas la luz de la mesa de noche y la encendió y escribió un nombre en el reverso de un sobre, por si lo olvidaba. A decir verdad, no creía que pudiera olvidarlo, porque era demasiado obvio, pero con las ideas de medianoche nunca se sabe.

El nombre que había escrito en el reverso del sobre era éste:
Gwendolyn Thorpe
.

Apagó la luz, se puso de lado y no tardó en estar dormido y soñando sueños tranquilos y sorprendentemente nada criminales.

Kemble le estaba esperando cuando llegó al Burro Sucio el domingo por la noche. Peter pidió algo para beber y se sentó junto a él.

—Acepto la oferta especial —dijo, a modo de saludo.

Kemble asintió enérgicamente con la cabeza.

—Una decisión muy sabia, si no le importa que se lo diga, señor.

Peter Pinter sonrió modestamente, del modo en que lo haría alguien que leyese el
Financial Times
y tomase decisiones sabias.

—Tengo entendido que eso costará cuatrocientas cincuenta libras.

—¿Dije cuatrocientas cincuenta libras? Dios santo, le pido disculpas. Le ruego que me perdone, estaba pensando en nuestra tarifa por grandes cantidades. Dos personas costarían cuatrocientas setenta y cinco libras.

Una mezcla de decepción y codicia apareció en el rostro insulso de Peter. Eso eran 25 libras de más. Sin embargo, algo que Kemble había dicho le había llamado la atención.

—¿Precio por grandes cantidades?

—Por supuesto, pero dudo que a usted le interese.

—No, no, me interesa. Hábleme de ello.

—Muy bien, señor. El precio por grandes cantidades, cuatrocientas cincuenta libras, sería por un trabajo grande. Diez personas.

Peter se preguntó si le había oído bien.

—¿Diez personas? Pero eso sólo son cuarenta y cinco libras por persona.

—Así es. Es el pedido grande lo que lo hace rentable.

—Ya veo —dijo Peter, y— hmm —dijo Peter, y— ¿podría volver a la misma hora mañana por la noche?

—Por supuesto.

Al llegar a casa, Peter sacó un trozo de papel y un bolígrafo. Escribió los números del uno al diez en un lado y luego lo llenó como sigue:

1. …
Archie G
.

2. …
Gwennie
.

3. …

etcétera.

Tras llenar los dos primeros, se quedó sentado chupando el bolígrafo, buscando injusticias que le hubieran hecho y gente sin la que el mundo estaría mucho mejor.

Se fumó un cigarrillo. Se paseó por la habitación.

¡Ajá! Había un profesor de física en un colegio al que había ido que se había deleitado amargándole la vida. ¿Cómo se llamaba el hombre? Y, a propósito, ¿seguía vivo? Peter no estaba seguro, pero escribió
El profesor de física, Instituto de la calle Abbot
junto al número tres. El siguiente se le ocurrió más fácilmente: su jefe de sección se había negado a subirle el sueldo hacía un par de meses; que al final el aumento hubiese llegado era irrelevante.
Sr. Hunterson
fue el número cuatro.

Cuando tenía cinco años, un niño llamado Simon Ellis le había vertido pintura sobre la cabeza mientras otro niño llamado James no sé cuántos le había sujetado y una niña llamada Sharon Hartsharpe se había reído. Fueron los números del cinco al siete, respectivamente.

¿Quién más?

Estaba el hombre de la televisión, el de la risita molesta que daba las noticias. Lo puso en la lista. ¿Y qué había de la mujer del piso de al lado y su perrito ladrador que se cagaba en el vestíbulo? Los puso a ella y a su perro en el nueve. El diez fue el más difícil. Se rascó la cabeza y fue a la cocina para prepararse una taza de café, entonces volvió corriendo y escribió
Mi tío abuelo Mervyn
en décimo lugar. Se rumoreaba que el anciano era bastante rico y había una posibilidad (aunque algo escasa) de que le dejara algún dinero a Peter.

Con la satisfacción de haber aprovechado bien la noche, se fue a la cama.

El lunes en Clamages fue rutinario; Peter era dependiente superior en la sección de libros, un trabajo que en realidad implicaba muy poco. Llevaba la lista firmemente agarrada en la mano, dentro del bolsillo, y se regocijaba por la sensación de poder que le daba. Pasó una hora de comer muy agradable en la cantina con la joven Gwendolyn (que no sabía que él les había visto a ella y a Archie cuando entraron juntos en el almacén) e incluso le había sonreído al joven refinado de la sección de contabilidad cuando se cruzó con él en el pasillo.

Le expuso su lista con orgullo a Kemble aquella noche.

El pequeño vendedor puso cara larga.

—Me temo que esto no son diez personas, Sr. Pinter —explicó—. Ha contado a la mujer del piso de al lado y a su perro como una persona, lo que lo sube a once, y eso costaría —hizo uso rápidamente de su calculadora de bolsillo—, setenta libras más. ¿Y si nos olvidamos del perro?

Peter negó con la cabeza.

—El perro es tan malo como la mujer. O peor.

—Entonces, me temo que tenemos un pequeño problema. A menos que…

—¿Qué?

—A menos que quisiera usted aprovechar nuestra tarifa al por mayor. Pero, claro, el señor no estaría…

Hay palabras que le hacen cosas a la gente; palabras que hacen que los rostros de la gente enrojezcan por la felicidad, la emoción o la pasión.
Medioambiental
puede ser una de ellas;
ocultismo
es otra.
Al por mayor
era la de Peter. Se reclinó en la silla.

—Hábleme de ello —dijo con la seguridad en sí mismo de un comprador con experiencia.

—Bien, señor —dijo Kemble, permitiéndose una risita—, se lo podemos, eh,
hacer
al por mayor, a diecisiete libras con cincuenta por persona por cada presa después de las primeras cincuenta o a un billete de diez libras por cada una a partir de las doscientas.

Other books

The Cornbread Gospels by Dragonwagon, Crescent
Tremble by Accardo, Jus
Outbreak: Brave New World by Van Dusen, Robert
His First Lady by Davis Boyles, Kym
Not Quite a Mermaid by Linda Chapman
The Lost Gate by Orson Scott Card
Every Day in Tuscany by Frances Mayes