»Todo el mundo en Hollywood aclamaba a June Lincoln aquella noche. Ella era la princesa árabe de la película. En aquella época, los árabes significaban pasión y lujuria. Hoy en día… bueno, las cosas cambian.
»No sé qué fue lo que lo desencadenó todo. Me dijeron que fue un desafío o una apuesta; quizá lo que pasaba era que estaba borracha. Yo pensé que estaba borracha. Bueno, se levantó y la banda tocaba música suave y lenta. Y ella vino aquí, donde estoy ahora mismo, y metió las manos en este estanque. Se reía y se reía y se reía…
»La Srta. Lincoln cogió el pez (metió las manos y lo cogió, con las dos manos lo cogió), y lo sacó del agua y lo sostuvo delante de su cara.
»Ahora bien, yo estaba preocupado, porque acababan de traer estos peces de China y valían doscientos dólares cada uno. Eso era antes de que yo me ocupara de ellos, por supuesto. No era yo el que lo perdería de mi sueldo. Aun así, doscientos dólares era un montón de dinero en aquellos tiempos.
»Entonces ella nos sonrió a todos y se inclinó y lo besó, despacio, en el lomo. El pez no se retorció ni nada, se quedó tendido en su mano, y ella lo besó con sus labios de coral rojo, y la gente de la fiesta se rió y aplaudió.
»Volvió a poner el pez en el estanque y, por un momento, pareció que no quería abandonarla, se quedó junto a ella, acariciándole los dedos con la boca. Entonces estalló el primero de los fuegos artificiales, y se fue nadando.
»El pintalabios de June Lincoln era rojo, rojo, rojo y había dejado la forma de sus labios en el lomo del pez. Allí. ¿Lo ve?
Princesa, la carpa blanca con la marca rojo coral en el lomo, dio un aletazo y continuó con su serie eterna de viajes de treinta segundos por el estanque. Lo cierto es que la marca roja parecía la huella de unos labios.
El anciano espolvoreó el agua con un puñado de comida para peces y las tres carpas se acercaron a la superficie a comer.
Regresé al bungalow, con mis libros sobre viejas ilusiones bajo el brazo. El teléfono estaba sonando: era alguien del estudio. Querían hablar sobre el tratamiento. Un coche vendría a buscarme en treinta minutos.
—¿Estará Jacob allí?
Pero la comunicación ya se había cortado.
La reunión era con el Alguien australiano y su ayudante, un hombre con gafas y trajeado. Era el primer traje que había visto hasta entonces y sus gafas eran de un azul intenso. Parecía nervioso.
—¿Dónde te alojas? —preguntó el Alguien.
Se lo dije.
—¿No es ahí donde Belushi…?
—Eso me han dicho.
Asintió con la cabeza.
—No estaba solo cuando murió.
—¿No?
Se frotó una aleta de su nariz puntiaguda con el dedo.
—Había un par de personas más en la fiesta. Los dos eran directores, de lo más famoso que se podía ser entonces. No hace falta que te diga sus nombres. Lo descubrí cuando estaba haciendo la última película de Indiana Jones.
Un silencio incómodo. Estábamos sentados alrededor de una mesa redonda inmensa, sólo nosotros tres, y todos teníamos delante una copia del tratamiento que yo había escrito. Al final, dije:
—¿Qué os ha parecido?
Los dos asintieron con la cabeza, más o menos al unísono.
Entonces intentaron, por todos los medios, explicarme que lo odiaban sin decirme nada que pudiera de algún modo disgustarme. Fue una conversación muy extraña.
—Tenemos un problema con el tercer acto —dijeron, dando a entender vagamente que la culpa no era mía ni del tratamiento, ni siquiera del tercer acto, sino de ellos.
Querían que la gente fuera más comprensiva. Querían luces y sombras intensas, no tonos grises. Querían que la heroína fuera un héroe. Y yo asentí y tomé notas.
Al final de la reunión le di la mano a Alguien, y el ayudante de las gafas de montura azul me llevó por el laberinto de los pasillos en busca del mundo exterior y mi coche y mi chófer.
Mientras andábamos, pregunté si el estudio tenía alguna foto de June Lincoln.
—¿Quién? —resultó que se llamaba Greg. Sacó un bloc de notas pequeño y escribió algo en él con un lápiz.
—Era una estrella del cine mudo. Famosa en 1926.
—¿Estaba en el estudio?
—No tengo ni idea —reconocí—. Pero era famosa. Incluso más famosa que Marie Provost.
—¿Quién?
—«Una triunfadora que acabó siendo la cena de un perrito». Una de las estrellas del cine mudo más conocidas. Murió en la pobreza cuando llegó el cine sonoro y se la comió su perro salchicha. Nick Lowe escribió una canción sobre ella.
—¿Quién?
—
Yo conocía a la novia cuando bailaba el rock and roll
. Bueno, June Lincoln. ¿Alguien puede encontrarme una foto?
Escribió algo más en el bloc. Se lo quedó mirando un momento. Luego escribió otra cosa. Entonces asintió con la cabeza.
Habíamos llegado a la luz del día y el coche me estaba esperando.
—Por cierto —dijo él—, deberías saber que aquel tío es un mentiroso de mierda.
—¿Cómo?
—Un mentiroso de mierda. No eran Spielberg y Lucas los que estaban con Belushi. Eran Bette Midler y Linda Ronstadt. Fue una orgía de coca. Todo el mundo lo sabe. Es un mentiroso de mierda. Y él sólo era un subcontable del estudio, por amor de Dios, en la película de Indiana Jones. Como si fuera su película. Gilipollas.
Nos estrechamos las manos. Subí al coche y regresé al hotel.
Los cambios horarios pudieron más que yo aquella noche y me desperté, total e irrevocablemente, a las cuatro de la madrugada.
Me levanté, meé, luego me puse unos tejanos (duermo con camiseta) y salí.
Quería ver las estrellas, pero las luces de la ciudad brillaban excesivamente y el aire estaba demasiado contaminado. El cielo era de un amarillo sucio y sin estrellas y pensé en todas las constelaciones que podía ver desde la campiña inglesa y sentí, por primera vez, una añoranza profunda y estúpida.
Echaba de menos las estrellas.
Quería trabajar en el cuento o empezar el guión de la película. En cambio, estaba trabajando en el segundo borrador del tratamiento.
Rebajé el número de hijos de Manson de doce a cinco y dejé claro desde el principio que uno de ellos, que ahora era varón, no era un mal chico y que los otros cuatro lo eran sin lugar a dudas.
Me enviaron un ejemplar de una revista de cine. Olía a papel barato y viejo y tenía un sello violeta con el nombre del estudio y la palabra ARCHIVOS debajo. En la portada salía John Barrymore, en una barca.
El artículo que había dentro era sobre la muerte de June Lincoln. Me costó leerlo y aún me costó más entenderlo: hacía insinuaciones sobre los vicios prohibidos que la llevaron a la muerte, eso sí podía entenderlo, pero era como si hablara en un código para el que los lectores modernos no tenían ninguna clave. O, quizá, pensándolo bien, el que había escrito su nota necrológica no sabía nada y hacía insinuaciones sin fundamento.
Las fotos eran más interesantes o, en todo caso, más comprensibles. Una foto a toda página y con bordes negros de una mujer de ojos enormes y sonrisa dulce, fumando un cigarrillo (habían pintado el humo con aerógrafo, un trabajo muy tosco a mi modo de ver; ¿aquellas falsificaciones tan burdas habían engañado a la gente alguna vez?); otra foto de ella en un abrazo escénico con Douglas Fairbanks; una foto pequeña de ella sobre el estribo de un coche, con un par de perros diminutos en los brazos.
No era, por las fotografías, una belleza contemporánea. Carecía de la trascendencia de una Louise Brooks, el sex appeal de una Marilyn Monroe, la elegancia de putilla de una Rita Hayworth. Era una starlet de los años veinte tan aburrida como cualquier otra starlet de los años veinte. No vi ningún misterio en sus ojos enormes, su pelo cortado a lo paje. Tenía labios de arco de Cupido perfectamente maquillados. Yo no tenía ni idea del aspecto que habría tenido si hubiera estado viva y en activo hoy en día.
Aun así, era real; había vivido. La gente la había idolatrado en las salas de cine. Había besado el pez y se había paseado por los jardines de mi hotel setenta años antes: un instante en Inglaterra, pero una eternidad en Hollywood.
Fui al estudio a hablar del tratamiento. Ninguna de las personas con las que había hablado antes estaba allí. En cambio, me hicieron pasar a una oficina pequeña para ver a un hombre joven, que nunca sonreía y que me dijo lo mucho que le gustaba el tratamiento y lo encantado que estaba de que el estudio tuviera los derechos.
Dijo que pensaba que el personaje de Charles Manson estaba especialmente bien y que, quizá, «en cuanto estuviera dimensionalizado del todo», Manson podría ser el próximo Hannibal Lecter.
—Pero. Uhm. Manson. Es real. Ahora está en la cárcel. Su gente mató a Sharon Tate.
—¿Sharon Tate?
—Era una actriz. Una estrella de cine. Estaba embarazada y la mataron. Estaba casada con Polanski.
—¿
Roman
Polanski?
—El director. Sí.
Frunció el ceño.
—Pero si estamos haciendo un trato con Polanski.
—Eso está bien. Es un buen director.
—¿Él está al corriente?
—¿Al corriente de qué? ¿Del libro? ¿De nuestra película? ¿De la muerte de Sharon Tate?
Negó con la cabeza: nada de lo anterior.
—Es un trato para tres películas. Julia Roberts está semiadscrita al trato. ¿Dices que Polanski no está al corriente de este tratamiento?
—No, lo que he dicho es que…
Se miró el reloj.
—¿Dónde te alojas? —preguntó—. ¿Te hemos buscado un buen hotel?
—Sí, gracias —dije—. Estoy a unos bungalows de la habitación en la que murió Belushi.
Esperaba otro par de estrellas en confianza: que me dijera que John Belushi había estirado la pata en compañía de Julie Andrews y la Cerdita Peggy de los teleñecos. Me equivoqué.
—¿Belushi ha muerto? —dijo, mientras se le fruncía el joven entrecejo—. Belushi no está muerto. Estamos haciendo una película con Belushi.
—Me refiero al hermano —le dije—. El hermano murió, hace años.
Se encogió de hombros.
—Suena a lugar de mala muerte —dijo—. La próxima vez que vengas, diles que quieres alojarte en el Bel Air. ¿Quieres que te cambiemos allí ahora?
—No, gracias —dije—. Me he acostumbrado al sitio donde estoy.
—¿Qué hay del tratamiento? —pregunté.
—Déjanoslo.
Me di cuenta de que me estaba quedando fascinado con dos viejas ilusiones teatrales que encontré en mis libros: «El sueño del artista» y «La ventana encantada». Eran metáforas de algo, de eso estaba seguro; pero el cuento que tendría que haberlas acompañado aún no estaba allí. Escribía primeras frases que no llegaban a primeros párrafos, primeros párrafos que nunca llegaban a primeras páginas. Las escribía en el ordenador, luego salía sin guardar nada.
Me senté fuera en el patio y miré las dos carpas blancas y la carpa escarlata y blanca. Parecían, decidí, dibujos de peces de Escher, lo que me sorprendió, porque nunca se me había ocurrido que hubiese siquiera un poco de realismo en los dibujos de Escher.
Pío Dundas le estaba sacando brillo a las hojas de las plantas. Tenía un frasco de abrillantador y un trapo.
—Hola, Pío.
—Señor.
—Un día precioso.
Asintió con la cabeza y tosió y se golpeó en el pecho con el puño y asintió otro poco.
Dejé los peces, me senté en el banco.
—¿Por qué no han hecho que se retire? —pregunté—. ¿No debería haberse retirado hace quince años?
Siguió limpiando.
—Ni hablar, yo soy un monumento histórico. Ellos pueden
decir
que todas las estrellas del cielo se alojaron aquí, pero yo le digo a la gente lo que Cary Grant tomaba para desayunar.
—¿Se acuerda?
—Qué va. Pero
ellos
no lo saben —tosió otra vez—. ¿Qué está escribiendo?
—Bueno, la semana pasada escribí un tratamiento para una película. Después escribí otro tratamiento. Y ahora estoy esperando… algo.
—Entonces, ¿qué
está
escribiendo?
—Un cuento que no quiere salir. Va de un truco de magia victoriano llamado «El sueño del artista». Un artista sale al escenario, con un lienzo grande que pone en un caballete. Hay una mujer pintada en el lienzo. Él mira el cuadro y pierde las esperanzas de convertirse en un pintor de verdad. Entonces se sienta y se queda dormido y la mujer del cuadro cobra vida, baja del marco y le dice que no se rinda. Que siga luchando. Algún día será un gran pintor. Vuelve a subir al marco. Las luces se van atenuando. Entonces él se despierta y la mujer ya vuelve a ser un cuadro…
—…y la otra ilusión —le dije a la mujer del estudio, que había cometido el error de fingir interés al principio de la reunión—, se llamaba «La ventana encantada». Una ventana flota en el aire y en ella aparecen caras, pero allí no hay nadie. Creo que puedo establecer una especie de paralelismo extraño entre la ventana encantada y probablemente la televisión: parece una candidata natural, al fin y al cabo.
—A mí me gusta
Seinfeld
—dijo ella—. ¿Tú ves esa serie? No va de nada. Es decir, tienen episodios enteros que no van de nada. Y me gustaba Garry Shandling antes de que hiciera la nueva serie y se volviera malo.
—Las ilusiones —continué—, como todas las grandes ilusiones, hacen que pongamos en duda la naturaleza de la realidad. Pero también enmarcan, un juego de palabras, supongo, intencionadillo, la cuestión de en qué se convertirá el espectáculo. Películas antes de que existieran las películas, tele antes de que existiera la TV.
Frunció el ceño.
—¿Es una película?
—Espero que no. Es un cuento, si consigo que funcione.
—Entonces hablemos de la película —leyó por encima un montón de notas. Tenía alrededor de veinticinco años y parecía tanto atractiva como estéril. Me pregunté si era una de las mujeres que habían venido al desayuno de mi primer día, una tal Deanna o una tal Tina.
Miró algo, desconcertada, y leyó:
—
¿Yo conocía a la novia cuando bailaba el rock and roll?
—¿Apuntó eso? No es esta película.
Asintió con la cabeza.
—Bueno, he de decir que parte de tu tratamiento es bastante… polémico. El asunto de Manson… bien, no estamos seguros de que vaya a funcionar. ¿Podríamos eliminarlo?
—Pero si la película trata precisamente de eso. Quiero decir, el libro se llama
Hijos del hombre
; va de los hijos de Manson. Si le elimináis, no tenéis gran cosa, ¿no? Es decir, éste es el libro que comprasteis —lo alcé para que lo viera: mi talismán—. Sacar a Manson es como, no sé, es como pedir una pizza y después quejarse cuando llega porque es plana, redonda y está cubierta de queso y salsa de tomate.