No dio ningún indicio de haber oído nada de lo que yo había dicho. Preguntó:
—¿Qué opinas de
Cuando éramos maloss
como título? Dos
eses
en maloss.
—No sé. ¿Para ésta?
—No queremos que la gente crea que es religiosa.
Hijos del hombre
. Suena como si pudiera ser algo anticristiana.
—Bueno, en cierto modo sí que insinúo que el poder que posee a los hijos de Manson es de alguna forma una especie de poder demoníaco.
—¿Ah, sí?
—En el libro.
Me contempló con una mirada de lástima, de ésas que sólo la gente que sabe que los libros son, como mucho, accesorios en los que las películas se basan libremente pueden otorgarnos a todos los demás.
—Bueno, no creo que el estudio lo considere apropiado —dijo.
—¿Sabes quién fue June Lincoln? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—¿David Gambol? ¿Jacob Klein?
Negó con la cabeza otra vez, un poco impaciente. Entonces me dio una lista escrita a máquina de las cosas que ella creía que había que arreglar, que venía a ser más o menos todo. La lista era PARA: mí y otras cuantas personas, cuyos nombres no reconocí, y era DE: Donna Leary.
Dije, Gracias, Donna, y regresé al hotel.
Estuve bajo de moral durante un día. Entonces se me ocurrió una manera de reescribir el tratamiento que resolvería, pensé, toda la lista de quejas de Donna.
Otro día de reflexión, unos días escribiendo, y envié por fax al estudio el tercer tratamiento.
Pío Dundas trajo su álbum de recortes para que lo viera, una vez que tuvo la certeza de que yo estaba sinceramente interesado en June Lincoln —así llamada, descubrí, por el mes y el presidente—, cuyo verdadero nombre era Ruth Baumgarten y que nació en 1903. Era un álbum de recortes viejo y encuadernado en piel, del tamaño y el peso de una Biblia familiar.
Ella tenía veinticuatro años cuando murió.
—Ojalá la hubiera visto —dijo Pío Dundas—. Ojalá algunas de sus películas hubieran sobrevivido. Era tan famosa. Era la mejor de todas las estrellas.
—¿Era buena actriz?
Negó con la cabeza, categóricamente.
—No.
—¿Era una gran belleza? Si lo era, me cuesta verlo.
Volvió a negar con la cabeza.
—A la cámara le gustaba, seguro. Pero no se trataba de eso. En la última fila del coro había una docena de chicas más guapas que ella.
—¿Entonces de qué se trataba?
—Era una estrella —se encogió de hombros—. Eso es lo que significa ser una estrella.
Giré las páginas: recortes de periódicos en los que se reseñaban películas de las que nunca había oído hablar, películas de las que los únicos negativos y copias hacía tiempo que se habían perdido, extraviado o que el cuerpo de bomberos había destruido, ya que era bien sabido que los negativos de nitrato podían causar un incendio; otros recortes de revistas de cine: June Lincoln actuando, June Lincoln descansando, June Lincoln en el plató de
La camisa del prestamista
, June Lincoln con un abrigo de piel enorme, lo que curiosamente evidenciaba la fecha en que se hizo la fotografía mucho más que el extraño pelo cortado a lo paje o los cigarrillos omnipresentes.
—¿La amaba?
Él negó con la cabeza.
—No como amarías a una mujer… —dijo.
Hubo una pausa. Alargó la mano para girar las páginas.
—Y mi mujer me habría matado si me hubiera oído decir esto…
Otra pausa.
—Pero sí. Esa mujer flacucha y blanquísima. Supongo que la amaba —cerró el libro.
—¿No ha muerto para usted, verdad?
Negó con la cabeza. Luego se fue. Pero me dejó el libro para que lo mirase.
El secreto de la ilusión de «El sueño del artista» era éste: se hacía llevando a la chica al escenario, que se aguantaba con fuerza a la parte de atrás del lienzo. Sostenían el lienzo con alambres escondidos, así que, mientras el artista sacaba el lienzo con facilidad e indiferencia y lo colocaba en el caballete, también estaba sacando a la chica. El cuadro de la chica en el caballete estaba puesto como si fuese una persiana y se enrollaba o desenrollaba.
«La ventana encantada», por otro lado, estaba, literalmente, hecho con espejos: se orientaba un espejo para que reflejase las caras de gente que nadie veía y que estaba en los bastidores.
Incluso hoy en día muchos magos utilizan espejos en sus actuaciones para hacernos creer que estamos viendo algo que no vemos.
Era fácil, cuando sabías cómo se hacía.
—Antes de empezar —dijo el hombre—, debería decirte que no leo tratamientos. Tiendo a creer que inhibe mi creatividad. No te preocupes, le pedí a una secretaria que me hiciera un resumen, así que podemos ir al grano.
Tenía barba y el pelo largo y se parecía un poco a Jesucristo, aunque dudaba que Jesús tuviera unos dientes tan perfectos. Era, al parecer, la persona más importante con la que había hablado hasta entonces. Se llamaba John Ray e incluso yo había oído hablar de él, aunque no estaba del todo seguro de lo que hacía: su nombre solía aparecer al principio de las películas, junto a palabras como PRODUCTOR EJECUTIVO. La voz del estudio que había convocado la reunión me dijo que ellos, el estudio, estaban muy entusiasmados por el hecho de que él se hubiese «adscrito al proyecto».
—¿Y el resumen no inhibe tu creatividad también?
Sonrió.
—Bien, todos pensamos que has hecho un trabajo alucinante. Realmente sensacional. Hay sólo unas cosas con las que tenemos un problema.
—¿Como por ejemplo?
—Bueno, el asunto de Manson. Y la idea de esos críos que se hacen mayores. Así que hemos estado barajando varios guiones en la oficina: a ver qué te parece éste. Hay un tipo llamado, digamos, Jack Maloss, con dos eses, eso fue idea de Donna.
Donna inclinó la cabeza modestamente.
—Le encerraron por abusos satánicos, le frieron en la silla y cuando se está muriendo jura que volverá y que los destruirá a todos.
»Bueno, es el presente y vemos a unos chicos que están enganchados a un videojuego llamado
Sed Maloss
. La cara del hombre en el videojuego. Y, mientras juegan, él empieza a poseerles. Quizá su cara podría tener algo raro, al estilo de Jason o de Freddy.
Se detuvo, como si tratara de obtener mi aprobación.
Así que dije:
—¿Y quién hará esos videojuegos?
Me señaló con el dedo y dijo:
—Tú eres el escritor, querido. ¿Quieres que te hagamos todo el trabajo?
No dije nada. No sabía qué decir.
Razona como un cineasta
, pensé.
Ellos entienden de películas
. Dije:
—Pero lo que me proponéis es como hacer
Los niños del Brasil
sin Hitler.
Parecía confundido.
—Era una película de Ira Levin —dije. En sus ojos no vi la más mínima señal de reconocimiento—.
La semilla del diablo
—él continuó perplejo—.
Acosada
.
Asintió con la cabeza; al final se había dado cuenta.
—De acuerdo —dijo—. Tú escribe el papel de Sharon Stone y nosotros removeremos el cielo y la tierra para traértela. Tengo un enchufe con su gente.
Así que me fui.
Aquella noche hacía frío y no debería haber hecho frío en Los Ángeles, y el aire olía más que nunca a jarabe para la tos.
Tenía una antigua novia que vivía en la zona de Los Ángeles y decidí dar con ella. Telefoneé al número que tenía para llamarla y emprendí una búsqueda que me llevó casi todo el resto de la tarde. Una gente me daba números y yo los llamaba y otra gente me daba números y también los llamaba.
Al final, llamé a un número y reconocí su voz.
—¿Sabes dónde estoy? —me dijo.
—No —dije—. Alguien me ha dado este número.
—Esto es una habitación de hospital —dijo—. De mi madre. Tuvo una hemorragia cerebral.
—Lo siento. ¿Está bien?
—No.
—Lo siento.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Cómo estás? —preguntó ella.
—Bastante mal —dije.
Le conté todo lo que me había pasado hasta entonces. Le conté cómo me sentía.
—¿Por qué pasa esto? —le pregunté.
—Porque están asustados.
—¿Por qué están asustados? ¿Qué es lo que les asusta?
—Porque sólo vales lo que valen los últimos éxitos a los que puedas unir tu nombre.
—¿Eh?
—Si dices que sí a algo, puede que el estudio haga una película y costará veinte o treinta millones de dólares y, si es un fracaso, tu nombre estará unido a ella y perderás estatus.
—¿Ah, sí?
—Más o menos.
—¿Cómo es que sabes tanto sobre todo esto? Eres músico, no estás metida en el cine.
Se rió, cansada:
—Vivo aquí. Todos los que viven aquí lo saben. ¿Has probado a preguntarle a la gente por sus guiones?
—No.
—Pruébalo algún día. Pregúntale a cualquiera. El tío de la gasolinera. A cualquiera. Todos tienen uno—. Entonces alguien le dijo algo y ella contestó y dijo—. Mira, he de irme —y colgó el teléfono.
No encontré la estufa, si es que había una, y me estaba congelando en mi pequeña habitación de bungalow, una habitación igual que aquella donde murió Belushi, el mismo grabado enmarcado y poco inspirado en la pared, no tenía la menor duda, y la misma humedad fría en el aire.
Preparé un baño para calentarme, pero tenía aún más frío cuando salí.
Peces blancos deslizándose de un lado para otro en el agua, escondiéndose entre las hojas de los nenúfares. Uno de los peces de colores tenía una marca carmesí en el lomo que no era inconcebible que hubiese tenido la forma perfecta de unos labios: los estigmas milagrosos de una diosa casi olvidada. El cielo gris de las primeras horas de la mañana se reflejaba en el estanque.
Lo estaba mirando tristemente.
—¿Se encuentra bien?
Me giré. Pío Dundas estaba junto a mí.
—Se ha levantado pronto.
—He dormido mal. Demasiado frío.
—Debería haber llamado a recepción. Le habrían enviado una estufa y más mantas.
—No se me ocurrió.
Parecía respirar con dificultad, con fatiga.
—¿Se encuentra bien?
—Qué va. Soy viejo. Cuando llegue a mi edad, joven, tampoco se encontrará bien. Pero estaré aquí cuando se haya ido. ¿Qué tal va el trabajo?
—No lo sé. He dejado de trabajar en el tratamiento y me he quedado atascado con «El sueño del artista», ese cuento que estoy escribiendo sobre magia escénica victoriana. Está ambientado en un centro de veraneo costero inglés en un día de lluvia. Con un mago que hace magia en el escenario, que de algún modo cambia al público. Les llega al corazón.
Asintió con la cabeza, lentamente.
—«El sueño del artista»… —dijo—. Y dígame, ¿se ve usted como el artista o el mago?
—No lo sé —dije—. Creo que no soy ninguno de los dos.
Me di la vuelta para irme y entonces se me ocurrió algo.
—Señor Dundas —dije—. ¿Tiene usted un guión? ¿Uno que haya escrito usted?
Negó con la cabeza.
—¿
Nunca
ha escrito un guión?
—Yo no —dijo.
—¿Me lo promete?
Sonrió.
—Se lo prometo —dijo.
Regresé a mi habitación. Hojeé el ejemplar inglés de tapa dura de
Hijos del hombre
y me sorprendió que algo escrito con tan poca fluidez se hubiera publicado, me pregunté por qué Hollywood lo había comprado en un principio y por qué no lo querían, ahora que lo habían comprado.
Intenté seguir escribiendo «El sueño del artista» y fracasé de manera lamentable. Los personajes estaban petrificados. Parecía que fueran incapaces de respirar o moverse o hablar.
Fui al lavabo, meé un chorro amarillo intenso contra la porcelana. Una cucaracha cruzó el azogue del espejo corriendo.
Volví a la sala, abrí un nuevo documento y escribí:
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia,
un teatro extraño en el muelle: un rastro
de temor y magia, recuerdos y dolor.
El temor, tal vez, de una demencia funesta,
la magia, tal vez, como un cuento de hadas.
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia.
La soledad es más difícil de explicar,
un lugar vacío en mi interior donde fracaso,
de temor y magia, recuerdos y dolor.
Pienso en un mago y una madeja
de verdad disfrazada de mentiras. Llevas un velo.
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia…
Las formas se repiten como un refrán insólito
y aquí hay una espada, una mano y un grial
de temor y magia, recuerdos y dolor.
El brujo alza la mano y palidecemos,
nos cuenta tristes verdades, todo es en vano.
Pienso en Inglaterra bajo la lluvia
de temor y magia, recuerdos y dolor.
No sabía si era bueno o no, pero eso no importaba. Era algo nuevo y fresco que no había escrito antes y era maravilloso.
Encargué el desayuno al servicio de habitaciones y pedí una estufa y un par de mantas de más.
Al día siguiente escribí un tratamiento de seis páginas para una película llamada
Cuando éramos maloss
, en la que ejecutaban en la silla eléctrica a Jack Maloss, un asesino en serie con una cruz enorme grabada en la frente, y éste regresaba en un videojuego y poseía a cuatro jóvenes. El quinto joven vencía a Maloss al quemar la silla eléctrica original, que en aquellos momentos estaba expuesta, decidí, en el museo de cera donde la novia del quinto joven trabajaba durante el día. Por la noche era una bailarina exótica.
El hotel lo envió por fax al estudio y yo me acosté.
Me dormí, esperando que el estudio lo rechazaría formalmente y yo me podría ir a casa.
En el teatro de mis sueños, un hombre con barba y una gorra de béisbol aparecía llevando una pantalla de cine y luego se iba del escenario. La pantalla se quedó flotando en el aire, sin apoyo alguno.
Una película muda parpadeante empezó a emitirse: una mujer que salía y me miraba. Era June Lincoln la que parpadeaba en la pantalla y era June Lincoln la que bajaba de la pantalla y se sentaba en el borde de mi cama.
—¿Vas a decirme que no me rinda? —le pregunté.
Hasta cierto punto sabía que era un sueño. Recuerdo, vagamente, que comprendía por qué esta mujer era una estrella, recuerdo que lamentaba que ninguna de sus películas hubiera sobrevivido.
Era realmente hermosa en mi sueño, a pesar de la marca lívida que le recorría todo el cuello.