El vermut estaba en el fondo del vaso cuando entraron en tropilla, por el jardín, José Luis Recalde con sus cinco o seis invitados.
Siete, si contamos a Mariana Develop, que venía tomándolo de la mano.
Estaba Regueira, alto y bronceado, con el pelo renegrido y ni una entrada. A la esposa, en cambio, pelirroja, le faltaba el pelo que le sobraba al marido. Compensaba este contratiempo con una remera blanca bien levantada por adelante, y un pantalón corto del mismo color que no le iba a la saga. En la misma línea militaba la Gerbaudo, una matrona ceñuda (¡genial matemática!, recordé) que traía como arrastrado a un flacucho con lentes a lo John Lennon, parecido a la raqueta que le colgaba de la mano. La séptima era Ingrid, blanca y joven, sola, fea de cara pero con una retaguardia que no dejaba alternativas. Recalde estaba sudado y enrojecido. Con su calva marginada por dos abundantes y canosas escolleras de pelo, y sus bigotes exuberantes, parecía un cocinero italiano que acabara de sacar, feliz, la cabeza de la olla de mostacholes
alla scarparo
. Mariana mejoraba mi recuerdo. En la foto, su belleza aún serpenteaba por entre sus indefinidos rasgos de adolescente. La cara, algo redonda de la foto, estaba ahora afilada, enmarcada en su cabello aun más rubio. Los senos que asomaban en la foto, eran ahora dos desafíos cálidos, imposibles de mirar. Las manos, en la foto sosteniéndose la una a la otra, tímidas, mostraban ahora sus palmas morenas, tocándose los muslos bajo la corta pollera celeste.
Recalde alzó la mano que ella le sostenía, y me la presentó como si yo no la conociera:
—Mi esposa —dijo.
Como chiste, era demasiado audaz, y debía provocar una sonrisa mucho menos discreta que aquella con la que Mariana me estaba saludando luego de más de veinte años de no vernos.
Nuestros flirteos en la adolescencia no pasaron de aproximaciones y miradas confusas; un papelito arrojado al vacío, y una sonrisa de agradecimiento cuyos mensajes encerrados ambos tuvimos pereza de descifrar. Ahora Recalde se estaba burlando de mí presentándomela como su esposa, estrujándole la mano como si realmente fuese suya.
—¿Cómo te va, Ismael? —me dijo Mariana, besándome en la mejilla sin soltar la mano de Recalde—. ¡Ay, disculpá, estoy toda transpirada!
—No importa, no importa —respondí con la mejilla húmeda.
Recalde nos invitó a pasar a todos a la casa.
Había dos baños. Ingrid y la Gerbaudo (Susana) pasaron a bañarse; Mariana les indicó el lugar y funcionamiento de los baños, y tomó asiento a mi lado, en el hall, donde se desparramaban en los sillones Recalde, Regueira y su esposa Alicia. Yo era el único que no necesitaba bañarse inmediatamente, pero la cercanía de Mariana me acaloró.
Recalde fue a buscar whisky y Regueira me preguntó a qué me dedicaba. Le conté del taller de reparaciones y se mostró realmente entusiasmado.
—¿Computadoras también arregla? —preguntó la pelirroja.
Y cuando negué amablemente, Regueira la increpó:
—Ya te dije que esa computadora la voy a arreglar yo.
Manuel Regueira, además del pelo, seguía manteniendo intacta su singular porción de valentía: la que se esgrime frente a los más débiles.
Recalde regresó con la botella de whisky y los vasos anchos, y comenzó a hablar de la casa. De los detalles de la construcción, los impuestos y la convivencia en el country. Yo miraba de reojo a Mariana, que asentía en silencio. De pronto, Mariana dijo:
—De noche, es como si estuvieras de vacaciones en un lugar desconocido.
¿Había estado ella de noche allí? ¿Cuándo? ¿Qué estaba pasando?
Primero salió Ingrid, y unos minutos después la Gerbaudo, dejándoles los baños a Mariana y Alicia. Ingrid ocupó el lugar de Mariana, y, algo entrado en el whisky, sentí sus caderas. Gerbaudo se sentó en una silla de madera frente a su pequeño novio. Por lo que decía, era psicólogo, y estaba explicando un centenar de fenómenos diversos con un solo argumento. No se me iba el mareo y no me desagradaba, entonces nos interrumpió un grito suave de Mariana, desde el baño:
—José Luis, ¿podés traerme el toallón rojo, por favor?
Tuve que pensar: definitivamente, son amantes. ¿Pero por qué no lo ocultan? ¿Y dónde está Silvia?
Cuando Recalde regresó del encargo (había entrado sin pudor en el baño donde se duchaba Mariana), me dijo:
—Vos dormís en la habitación de los chicos.
—No sabía que la invitación era con cama adentro —atiné a contestar.
—Dejáte de embromar —me dijo simpático—. Viniste en ómnibus, ¿viajaste dos horas para quedarte cuatro? Llamála a tu mujer y decíle que se venga. ¡Pero pagále un remís, amarrete!
Llamé a Delia, para decirle que llegaría al día siguiente. Me preguntó si necesitaba algo. Le dije: solamente que duermas bien. Me preguntó nuevamente, como si no me hubiera escuchado, si necesitaba algo; y estuve tentado de decirle que en unas horas estaba por allí, que ya salía para casa. No lo hice.
Fluctué un buen rato, sin escuchar una palabra de la conversación que se desplegaba a mi alrededor, entre el miedo por haber dejado a Delia sola y el enigma de Mariana. Cuando Mariana salió del baño, no vestida sino con una robe de chambre rosada y el pelo húmedo, me decidí, ya ni siquiera por el enigma, sino por ella. Por mirarla cuanto me fuera posible.
Salí al jardín con el vaso de whisky en la mano. Era la primera vez en dos años que una nube de distracción, de relajo, casi de placidez, hacía sombra sobre mi cabeza. Descubrí que tras la frontera de arbustos que cerraba el terreno de la casa de Recalde, aún con su equipo de jogging de plástico plateado, Silvia arrancaba las malezas del terreno de otra casa.
Busqué la puerta y salí, me acerqué a ella. ¿Le estaba haciendo un favor a una amiga?
Ya no me quedaba mucho lugar para preguntas lógicas.
—¿Y este jardín? —le pregunté.
Se sobresaltó al ver que le hablaba.
—Todavía no es un jardín, estoy tratando de que lo sea.
—¿Pero de quién es la casa? —insistí ya sin miramientos.
—¿De quién va a ser? —me dijo como una vecina de barrio—. Mía, de quién va a ser…
—Ah —dije—. Tienen dos…
—¿Dos qué? —me miró algo alarmada.
—Dos casas —dije. Y señalé la casa de Recalde.
Silvia estaba cortando las malas hierbas con una gigantesca tijera.
La arrojó lejos, pero me miró con una cara que me dio más miedo que si la hubiese empuñado.
—No le debo nada —dijo—. Ni nada de lo que tengo es de él. Las joyas que me regaló no valen ni una lamparita de esta casa.
Se alejó a paso rápido en busca de la tijera. Creo que palidecí, y estoy seguro de que temblaba. Temí morir de esa sensación.
Pero de pronto recordé: era una simple sensación de malestar. Hacía dos años que no sufría por ningún motivo de tiempo presente. Me alegró saber que no iba a morir: ya estaba bien de muerte por los próximos cien años, no quería saber ni de la mía.
Me alejé, aún temblando, mortificado por el enojo de Silvia.
Entonces me dije, entrando nuevamente a la «única» casa de Recalde: «En esta semana que no nos vimos, se separó de Silvia y se casó con Mariana». ¿Pero todo tan rápido? ¿No me hubiera aclarado algo por teléfono?
Recalde había comenzado a preparar el fuego para el asado. Regueira lo molestaba arrojando palitos verdes que, con infinita paciencia, el anfitrión soportaba. El novio psicólogo de la Gerbaudo, Joaquín, hablaba con las mujeres de no sé qué tema con una copa de vino blanco en la mano. Yo me serví una de tinto y me acerqué.
—La noche de bodas es un clásico mito —dijo el tal Joaquín—. Esa noche no pasa nada.
—Más te vale ser la excepción —le dijo la Gerbaudo con una sonrisa que me atemorizó.
—Sin embargo la luna de miel es maravillosa —dijo la esposa de Regueira—. Manuel y yo la pasamos tan bien en Bariloche… ¿Y ustedes adonde fueron? —le preguntó a Mariana.
Y Mariana me miró. Fue un vistazo fugaz, como los que nos dirigíamos en la adolescencia cuando no estábamos seguros de querer ser vistos por el otro. Pero en esa mirada hubo una confirmación de mi sospecha de que algo no cuajaba. Ella no iba a contestar con naturalidad. Quizá fingiera espontaneidad, pero luego de haberme confirmado con la mirada rasante que aquello no era natural.
¿Y la pieza de los chicos? ¿Los chicos de quién?
—En Tahití —dijo Mariana, y me miró otra vez—. Dos semanas en Tahití.
Respiré. Ya no había más dudas: todo era una locura. Habían pasado menos de dos semanas desde que Recalde me presentara a Silvia como su esposa. O todo era un fraude perverso, con ribetes patológicos, y triangular, o bien, más probablemente, la lógica del mundo se había salido de su órbita, como tantas veces ocurría.
En mi agradable trabajo, cuando me traen un televisor para arreglar, me he acostumbrado a una tónica: no me pregunto qué causó el desperfecto sino que me digo «qué increíble que un aparato así pueda funcionar».
No deja de sorprenderme que un pedazo de vidrio pueda reproducir imágenes. Que ese artilugio se interrumpa, es natural. Lo increíble es que se renueve. Así inicio yo el arreglo de los aparatos que dejan a mi cargo. Uno nunca sabe por qué las cosas se rompen o se salen de su lugar, ni siquiera sabemos cuál es el lugar de las cosas.
Terminado el asado, al que lo único que le faltó fue moderación, alguien sugirió mate y facturas. En el hartazgo de comida, en la repulsión que sentí por esa propuesta, descubrí, otra vez, como cuando me había mortificado la reacción de Silvia, que las situaciones presentes recuperaban lentamente su efecto sobre mí. Algo me cansaba, algo me repugnaba.
Como fuere, el mate y las facturas aparecieron en la mesa; un mazo de cartas y me encontré jugando al truco con Mariana como compañera.
Las señas, las miradas, los «mohines», nos llevaban, creo que a ambos, a una época pasada, feliz por lo despojada, en la que yo no había perdido ya todo lo que tenía por perder.
Se dice que en el deseo de tener hijos se conjuga el deseo de trascender, de trascender uno mismo en el tiempo. Pero desde la muerte de Julián mi vida se me antojaba más larga, infinita, estaba convencido de que yo nunca podría desaparecer, ni aun muerto.
Le ganamos a la pareja de Recalde y Alicia Regueira; Mariana y José Luis no jugaban juntos porque ella decía que le traía «yeta».
Terminado el partido, Recalde y Mariana dijeron que se iban a tirar a dormir una siesta. Los Regueira salieron a pasear «para conocer el country»; y me quedé, junto a los restos sobre las mesas, con la Gerbaudo, John Lennon e Ingrid.
Cuando Recalde y Mariana dijeron que se iban a dormir la siesta, me sentí en la infancia: cuando mis padres me hacían ver que a aquel sitio al que iban, yo no podía acompañarlos.
Intenté no sufrir.
«En el otro mundo», me dije, «en el mundo normal donde Recalde me presentó a su esposa Silvia, Mariana y yo seríamos distintos». Y al pensar «Mariana y yo» me dije, dolorosamente, que la había querido mucho, y que había llegado allí con el único objetivo de besarla por primera vez. Hasta ese extremo de perversión llegaba el hombre que acababa de perder a su hijo.
Por fortuna, el destino se había ocupado de frustrar mi extravagancia y me sentí cómodo, tan insípido como mis acompañantes. El novio de la Gerbaudo estaba explicando la naturaleza represiva del ocio en los countrys: «La gente cree que se divierte con cosas que deberían ser divertidas», decía, «incluso pueden llegar a ‘sentirse’ divertidos, pero no se divierten». No era que yo no entendiera sus palabras, sencillamente no tenían sentido. La Gerbaudo lo detuvo en seco con un llamado a la razón: «José Luis dijo que podemos usar la pileta grande, la que está adelante, vamos». Y partieron de la mano (en realidad, la Gerbaudo arrastrándolo), dejándonos a Ingrid y a mí en compañía el uno del otro. Bajo los muslos de Ingrid, sentada en el largo tablón de madera, podían adivinarse sus cuartos magistrales de potranca madura; pero su cara, que era lo que se veía con claridad, no me resultaba un espectáculo agradable, y no tenía qué decir.
—¿Y a qué te estás dedicando? —me preguntó.
—Arreglo electrodomésticos.
—Ah, cierto. ¿A vos siempre te gustó eso, no? Desde el colegio…
—Sí —mentí. Sin embargo, ahora mi trabajo realmente me agradaba.
—Y a mí —dijo—. Aquí me tenés… a los cuarenta años, profesora de yoga con pocos alumnos y sin otra vocación.
—¿Ah, hacés yoga? —intenté demostrarle que me interesaba.
No me contestó con palabras. Se levantó, se apartó unos pasos y se paró sobre sus manos en vertical. Era un espectáculo prodigioso, parecía la torre Eiffel al revés. Ahora, que sólo se veía su nuca transpirada, sus brazos extendidos y su popa en ristre, daban ganas de pedirle que viviera así el resto de su vida.
—Agarráme que me caigo —gritó.
Tuve que acudir corriendo y sus poderosas nalgas cayeron acolchadamente sobre mi cara.
Retomó la posición adecuada, cabeza arriba y pies abajo, manoseándome impudorosamente.
—Bueno, voy a descansar un rato —dije.
Ella caminó detrás de mí, pero antes llevó a cabo un acto que me alteró: tomó una factura que había sobrado de la pitanza, la envolvió en el engrasado papel blanco, y la llevó consigo.
Entré en la pieza que Recalde me había indicado, la de los chicos, e Ingrid entró tras de mí. Me tiré en la parte de abajo de dos camas marineras, y ella, en lo que estimé un rapto de prudencia, se quedó sentada en una silla frente a mí.
La visión de la pieza era peligrosa. Un colgante infantil, un póster del Pato Donald casi tridimensional, y un holograma, efectivamente tridimensional, con el personaje de terror Freddy Krugger. Eran adornos que se habían ido superponiendo a lo largo de las distintas edades de los chicos. El colgante que pendía del techo, barquitos de plástico y pequeños planetas de cartón plastificado, correspondían a los primeros años de vida. Entre los cinco y los diez años, el Pato Donald debía haber tenido preeminencia. Y Freddy, el monstruo, había llegado sin duda a los doce años. Ingrid me estaba mirando con su rostro mamífero, resignada a no poder vivir en vertical y con la certeza de que no era su cara lo que al interlocutor le importaba. Como una confirmación de sus peores sospechas respecto de sí misma, desenvolvió la factura vigilante y mordió un pedazo. Fue demasiado para mí. Cerré los ojos y sufrí un desmayo.