Una sonrisa estúpida había aterrizado en mi boca y miraba a mi alrededor con arrobo y sana indiferencia. A unos cuantos metros de mí, pasó una gruesa saeta enfundada en sutiles pantalones negros. Era mi queridísima Adriana Vassani. Me propuse sorprenderla: no le dirigiría la palabra, la saludaría con un gesto; me pondría pacientemente tras ella, con un vaso de whisky en la mano, hasta que nuestras partes, movidas por la inercia, chocaran y se rozaran.
En el cuarto whisky, vi a Broder. ¡Qué apuesto estaba Broder, con mi cuarto whisky! Parecía limpio y perfumado, a su bigote no le faltaba cierta elegancia. ¿Se habría salvado él también? ¿Habría abandonado nuestro flotante gremio? Qué bello pero qué frágil era el mundo de Baco.
¿Y dónde estaba nuestro benefactor? El salvado salvador Ezequiel Mizovich. ¿Por qué no se paseaba por entre las mesas, saludando con lánguidos apretones de manos a sus invitados, como un anfitrión de la Corte del Rey Arturo dignándose a regresar por última vez al nuevo continente?
Ezequiel nos dejaba. ¿Dónde estaba? Me acerqué decididamente a Broder, para hacerle estas preguntas y para conversar en general.
—Ahora no puedo —me dijo Broder como si estuviera en audiencia, con un vaso de jugo de frutilla en la mano.
Seguí su mirada: a unos diez pasos, abstraído, Rimot hablaba con una morocha, de unos cuarenta años, con pinta de secretaria todo servicio. No parecía que aquella conversación fuera a concluir pronto, pero Broder aguardaba esperanzado su turno. Estaba sobrio. Incluso a esa hora y en ese sitio era un colaborador. El descubrimiento de esta penosa circunstancia ameritaba el quinto whisky.
Quiso la fortuna que al acurrucar el vaso en mi mano coincidiera con el suculento (aunque no especialmente bello ni erguido) trasero de Vassani. Me apropincué y esperé a que el tiempo hiciera el resto. Cuando Adrianita me sintió, giró hacia mí como impactada por una ráfaga eléctrica. Aquello era un rechazo, no quería repetir nuestra experiencia.
—Hola —me dijo dándome un beso cerca de la boca y llamándome por el apellido—. ¿Ya estás borracho?
—¿Por qué? ¿Es muy pronto? —pregunté—. ¿Dónde está Ezequiel?
—Viene más tarde —respondió Adriana—. Con el inglés.
—¿Qué inglés? —pregunté.
—El capo del
bureau
de Viajes del canal. El que lo contrató.
—¿Ese fue el contacto? —pregunté.
—Sí —se rió o sonrió Adriana—. El contacto.
No estaba borracha, pero su sonrisa tampoco era sobria.
Me miró como si tuviera algo más para decirme, pero a mí no me interesaba verla de frente. Apuré el quinto whisky y fingí que veía a un conocido.
Apilados en uno de los rincones más oscuros del recinto, aguardaban, tímidos pero orgullosos, los padres de Ezequiel. Arnoldo vestía un smoking, con camisa blanca y moñito. Berta, un traje de color cremita, ajustado, cuya denominación ignoro. Se le marcaban los pechos y las nalgas. Tenía más de cincuenta años y una cabellera bruñida y bien arreglada. Recordé que aquella vez, en el country, doce años atrás, verla en jogging no me había resultado indiferente.
Me acerqué a Arnoldo como si fuera un viejo amigo.
—Felicidades —dije—. Felicitaciones.
Arnoldo me extendió la mano con reservas. En la inhibida sonrisa de Berta descubrí que mi ebriedad me antecedía.
—¿Qué me cuentan? —insistí.
—Aquí estamos —dijo Arnoldo, intentando averiguar quién era yo—. Muy contentos.
—No es para menos —dije—. ¿Se hubieran imaginado esto hace diez años…?
Berta contestó:
—Siempre confiamos en Ezequiel.
Arnoldo asintió en silencio. Miró por encima de mi cabeza, buscando alguna autoridad que pudiera rescatarlo del borracho si hacía falta.
Los saludé con una moderada inclinación y me perdí en la acotada muchedumbre. Hubo dos o tres whiskys más, no recuerdo; pero en algún momento —el mundo de Baco es frágil— el arrobo fue usurpado por cierta sórdida melancolía. Me permití caer, manteniendo la vertical, sobre una especie de escenario, y dejé que el tiempo pasara como si no tuviera que ver conmigo. ¿Mantener la indiferencia ante el tiempo será el secreto para la juventud eterna? No lo sé, pero una proyección estalló contra una pantalla instalada sobre el escenario, a un metro de mis ojos, y me arrebató de mi contemplativo sopor.
Quizás era animación computada o ya habían grabado algunos programas: en la pantalla, apareció Ezequiel junto a unos nativos guaminís, entrevistando a jóvenes maoríes y tomando un jugo junto a una bella kanaka de Samoa. Me enteraba de cada uno de los gentilicios por el subtitulado.
La pantalla se apagó abruptamente y por la puerta contraria entró Ezequiel seguido del inglés.
Se encendieron las luces y las mesas dispersas se unieron en una sola hilera. Los mozos retiraron todo, cambiaron los manteles y distribuyeron copas nuevas y botellas de champán. El lugar era incluso más chico de lo que se podía sospechar.
Habló primero el inglés, Duck Emeret.
Era una mariposa. Me refiero a que era de un afeminamiento pasmoso. No era parecido a una mujer, sino a esa criatura nueva que ciertos homosexuales escénicos construyen con gestos e inflexiones de la voz. La primera impresión, al menos en aquella mesa y circunstancia, fue de estupor.
Estábamos divididos en dos franjas y no debíamos ser más de cincuenta. Antes de que Emeret comenzara a hablar, divisé a Rimot junto a su proyecto morocho de secretaria o a su secretaria morocha proyecto de amante, habría que ver. Se notaba, aun sin mirar debajo de la mesa, que el muslo de ella reposaba descuidadamente sobre la pierna de él. Aguardaban a que todo terminara de una vez para marcharse a alguna de las dos casas, si no eran casados; o a donde él quisiera llevarla, en caso de que algunos de los dos o los dos lo fueran. Broder también aguardaba. Con una mirada cansina y una mueca de resignación indescriptible, hacía girar su dedo índice por el redondel de la base de la copa. Ahora no sentí pena por él. Simplemente estaba allí buscando trabajo y no era menos digno que los demás. Volvería a su casa, con su esposa y sus hijos, y como pudiera sacaría adelante a su familia, sin molestar ni traicionar. Continuaría padeciendo agachadas menores y mantendría la amarga esperanza de que alguna vez una empresa le garantizara viajes pagos para siempre, pero gracias a gente como él el mundo continuaba girando, y subsistían las ideas morales y la convicción de que los niños deben ser protegidos. Si tuviera que elegir con quién compartir el resto de los almuerzos de mi vida, elegiría sin dudar a Broder y no a Rimot.
Los padres de Ezequiel habían esperado el comienzo del discurso tomados de la mano. Ahora sí, con la luz blanca sobre sus rostros, podía apreciarse el orgullo de los progenitores. Ella relucía, con rimel y adornos faciales. Su hijo había triunfado. Las manos anudadas eran el corolario de toda una vida, de un amor romántico y filial, la coronación de un éxito que había llevado veintiséis años de trabajo. Arnoldo tenía la expresión antipática de los vencedores que se niegan a sonreír. Exponía su triunfo —el de su hijo— con una seriedad solemne, casi despreciativa hacia los demás. Todos aquéllos venían a testimoniar la victoria de su vástago. Arnoldo se arregló el moño mirando a su hijo con respeto y, en ese instante sí, con una sonrisa admirativa. La única que le vi en toda la noche.
Debemos reconocer que cuando Emeret comenzó a hablar, el rostro de Berta se contrajo. Fue la mueca propia de quien encuentra un inesperado detalle de mal gusto en un sitio pulcro. Pero apenas duró un segundo. Arnoldo lo asumió con hidalguía: su cara no reflejaba sino atención.
¿Qué motivo de sorpresa había? ¿Acaso no era común, entre los comunicadores del Reino Unido, la diversidad étnica y sexual? En el mundo desarrollado hacía rato que el amaneramiento había dejado de ser un obstáculo para llegar lejos en los medios audiovisuales. Gracias a Dios, bajo los nuevos vientos de libertad, hasta su hijo, judío diaspórico y latinoamericano, podía alcanzar las mismas cimas que cualquier inglés.
Emeret se refirió al programa, a su importancia en Inglaterra y el resto del mundo, al impulso que le daría en Latinoamérica la conducción de Ezequiel. Mencionó que la Argentina no era un
target
menor en los objetivos de su cadena televisiva. Terminó anunciándonos la hora de proyección y rogándonos, con una sonrisa, que no dejáramos de verlo.
Luego se puso de pie Ezequiel y agradeció a sus padres, a sus amigos y especialmente a Emeret. Dijo que había dedicado buena parte de su vida profesional (lo que personalmente consideré un exceso lingüístico) al estudio de la vida en otros planetas, pero que ahora le resultaban mucho más interesantes las distintas vidas que podía encontrar en éste.
Todos aplaudimos, pero yo decidí no tomar champán. Nunca me había gustado, y la mezcla de bebidas puede convertir la elegante borrachera del whisky en un espectáculo bochornoso. Me he hecho la solemne promesa de que si alguna vez vomito en público, abandono para siempre el alcohol, y hasta ahora no he tenido que cumplirla.
La fiesta terminó. Adriana había sonreído divertida, y avisada, cuando Emeret largó con su discurso y sus ademanes. Broder se retiró erguido. Rimot, reclinado sobre su anónima acompañante. Quise preguntarle a Adriana quién era ella, pero estaban todos saliendo y no la encontré.
Di una vuelta manzana buscando taxis y eludiendo a un corrillo de lúmpenes que bebían cerveza contra los murallones de una obra en construcción. ¿Por qué había dejado de fumar? Tenía frío y no me alcanzaba con meterme las manos en los bolsillos. Si en ese momento hubiese pasado una prostituta, creo que lo habría intentado por primera vez en mi vida.
Quedé parado en la esquina de enfrente de una playa de estacionamiento y vi a Ezequiel, con un largo sobretodo negro, presumiblemente inglés, conversando con sus padres. Algo discutían.
La madre le dio un beso en la mejilla y se alejó de la escena, a paso rápido, como ocultando la cabeza en su propio abrigo. ¿Sollozaba? Arnoldo permaneció mirando a su hijo de frente. Airado. Parecía a punto de pegarle. O de soltar una frase que los separaría para siempre. ¿Qué lo enojaba así?
Un lujoso auto gris se instaló entre ambos y una de las puertas se abrió.
Desde mi punto de mira, pude reconocer la redonda cabeza de Emeret en el sitio del conductor.
Ezequiel entró sin un beso ni un abrazo, ni un apretón de manos para su padre. Arnoldo miró alejarse el auto con una expresión pétrea.
Nodeó la cabeza.
Ribalta nunca había podido explicarse por qué los albergues transitorios, fuese cual fuese su categoría, le resultaban vulgares.
Aunque sentía un inmenso afecto por el confort y ni una pizca de cariño romántico por lo despojado, le era más apetecible un hotel de una estrella para pasajeros que el más rimbombante de los hoteles de amor. Y no se trataba de que en el hotel para pasajeros se pudiera uno detener solo o en familia, a diferencia de los otros. No.
A Ribalta no se le antojaba estar solo, y esa noche, tampoco en familia.
Se preguntaba, con su amante dándole la espalda, morena envuelta en sábanas blancas, por qué las sábanas le parecían sucias, por qué le desagradaba mirarse en el espejo («quién sabe qué cosas reflejó»).
«Es la fornicación», se dijo Ribalta. «En estos hoteles, es un sacrilegio engendrar niños.» Sin embargo, Ribalta no sentía culpa.
Siempre le habían gustado las mujeres estúpidas. Eran sumisas en el sexo y no molestaban en la vida pública. Creían todo lo que uno les contaba y lo adoraban como a un dios. Con su esposa y su hijo de viaje, Ribalta se había permitido la adulación y ejercer el sometimiento sobre un ser que no tenía en su vida más importancia que una nube.
«Bueno, terminemos con esto», se dijo Ribalta. Eran las cuatro de la mañana.
Lo esperaba un sueño reparador en su casa vacía. Quizás un último whisky y una película por cable.
Levantó el teléfono sin disco de la habitación y le pidió al conserje que le llamara un taxi. La mujer, la hermosa morena, se dio por aludida y comenzó a vestirse. Ribalta le dio un último beso desganado en la espalda. Ya comenzaba a olvidarla.
Bajaron en el pequeño ascensor. El alfombrado rojo de los pasillos podía sentirse en la piel, en forma de calor.
El conserje les dijo que el taxi llegaría en un minuto. Ribalta entregó la llave. Se palpó los bolsillos por quinta vez. «Olvidarse algo en un telo es la quintaesencia de la estupidez.»
El taxi cumplió la frase del conserje y se detuvo suavemente junto a la pequeña puerta. El cielo estaba oscuro y ni un alma pasaba por ese estrecho, escondido por un árbol, rincón de la calle Castro Barros.
Eugenia subió primero y Ribalta se acomodó junto a ella. El roce de su mano contra las medias de nylon le produjo escozor. El taxista le preguntó a dónde iban.
«Primero vamos a Callao y Pacheco de Melo», dijo Ribalta, «después, yo sigo hasta Belgrano».
El taxista asintió en silencio y recién entonces Ribalta reparó en su gigantesca nariz. Era tan grande que daba la sensación de que, cuando el taxista asentía, podía chocar contra el espejo retrovisor.
Eugenia permanecía callada. Ribalta no sabía si avergonzada o satisfecha. Agradecía tanto ese silencio que no le interesaba saber su causa. La mujer le había dado todo lo que él quería, y además había gritado de placer y le había suplicado primero que parara y luego que siguiera. ¿Qué más podía pedir un hombre casado en su noche de escape?
Suspiró, contuvo el impulso de pasarle un brazo por los hombros y echó otro vistazo fugaz a la nariz del taxista. Cuando llegaron a Pueyrredón por Bartolomé Mitre, una pequeña brecha en el cielo dejó pasar una luz que comenzó a iluminar la ciudad.
«En el secundario teníamos un compañero que tenía una nariz más grande que ésta», se dijo Ribalta, «nunca me burlé en su cara. Pero en más de una ocasión, hablando con otros, lo llamé cara con manija».
En pocos minutos —la ciudad estaba vacía— llegaron a la casa de Eugenia. A Ribalta le agradaba que viviera en el piso quince de un coqueto edificio.
Lo despidió con un beso en la mejilla. Eugenia vivía con sus padres.
«Despertála a tu mamá y contále las cosas que te hice», pensó Ribalta. «Decíle que me llame», agregó, perversamente, para sus adentros.
Ribalta descubrió que el taxista lo estaba mirando.