Contra la Ley Madoz se movilizaron los grupos tradicionalistas, pero sólo pudieron retrasar su aplicación. En las provincias costeras se realizó el gran asalto a la propiedad eclesiástica. También se vendieron bienes comunales.
Contra la Ley Madoz se movilizaron los grupos tradicionales, pero sólo pudieron retrasar su aplicación. En las provincias costeras se realizó el gran asalto a la propiedad eclesiástica. Se vendieron también comunales (en torno a un tercio de lo enajenado en el XIX), si bien no desaparecieron totalmente. Compraron amplios sectores: pese a las reticencias tradicionalistas —sobre todo, la condena a quienes se hacían con bienes eclesiásticos—, disminuía su capacidad de presión social. No cambiaron las características de los compradores (burguesía urbana y hacendados locales, no los campesinos).
Hubo también decisivos cambios en la minería. El hierro de Bizkaia adquirió creciente interés, tras el invento Bessemer de 1855: conseguía mejor acero, pero exigía hierro no fosfórico, que en Europa sólo abundaba en Suecia y Bizkaia. El mineral vizcaíno presentaba mejores condiciones para explotarlo con destino a la demanda inglesa: era muy rico, fácil de extraer (estaba en superficie) y, cercano a la costa, de transporte poco costoso.
Para explotar de forma masiva hierro debía construirse una nueva infraestructura, la principal inversión que requería en Bizkaia la minería, pues para la extracción bastaba un trabajo de cantera. El primer ferrocarril fue el de Triano, terminado en 1865. Lo construyó la Diputación, contra los hábitos económicos del XIX, pues estas iniciativas solía realizarlas el capital privado. La vía unía al monte de Triano con el Nervión y le eran tributarias las minas más ricas, por lo que sus tarifas fijaron los precios del transporte minero en Bizkaia. La Diputación explotó la línea con precios
políticos,
que no se correspondían al decisivo papel que el ferrocarril jugaba en el sector. Así, los propietarios y explotadores de las minas pudieron percibir los mayores beneficios, pese a sus exiguos desembolsos iniciales.
Vinculados a los órganos forales a la producción minera, las Juntas Generales suprimieron en 1863 la norma foral que prohibía la saca de hierro.
En vísperas de la guerra varias compañías inglesas se interesaron por el mineral de Bizkaia, como la
Bilbao River & Cantabrian Railway,
que en 1870 adquirió minas en Galdames y proyectó un ferrocarril hasta la ría.
Pero la mayor parte de la población trabajaba aún en la agricultura. Superó ésta el estancamiento del primer tercio del siglo, por el desarrollo de enclaves urbanos, a los que había que abastecer de subsistencias, y por las mejores comunicaciones, que permitieron dedicar cada comarca a los cultivos más adecuados, pues era posible proveerse de productos de zonas lejanas. Crecieron algunos cultivos tradicionales y las producciones se diversificaron, impulsándose hortalizas y legumbres. La expansión ganadera aumentó la productividad, al aportar más abono, al que se sumó el artificial.
Tranvías aéreos de la Sociedad
Orconera Iron Ore Co. Lid.,
en el Monte Matamoros, 1893. La explotación masiva del mineral de hierro exigió la construcción de una completa infraestructura, que incluía tranvías aéreos, planos inclinados y ferrocarriles mineros. Fotografía, Hauser y Menet.
Desde la pesca de la ballena en la Edad Media hasta las modernas flotas pesqueras. esta actividad marítima ha jugado un papel de primer orden en el País Vasco. en pueblos costeros dotados de gran personalidad.
Pero en las provincias costeras el trigo tendió a desaparecer, desde que el tren acercó a mejores precios el de la meseta. El maíz se convirtió en el cereal por excelencia de este área, en la que la mayor diversificación colaboró a aumentar la productividad, al generalizar la rotación de cultivos. Pero los cambios, muy lentos, no eliminaron el déficit de subsistencias.
También en el campo alavés los cultivos se hicieron más diversos, pero en conjunto no salió de su estancamiento. Sólo en las mejores tierras de la Llanada se recuperó el trigo. El ferrocarril tuvo efectos negativos en las comarcas que no podían competir con el cereal castellano. En la Rioja alavesa hubo intentos de mejorar la fabricación vinícola, sin resultados sustanciales hasta los años 70, tras la ruina del vino francés por la filoxera.
La descarga de los barcos del Nervión solía corresponder a las mujeres. Muelle de Ripa, hacia 1915.
La evolución demográfica permite valorar estos cambios. La población creció lentamente, por los apuros económicos y bélicos. Entre 1787 y 1857 aumentó de 310.000 a 430.000 habitantes, a un ritmo medio del 0,48 % anual, por detrás del español (0,55 %). Entre 1857 y de 1877 la población creció aún más despacio, hasta 450.000 habitantes, con una tasa del 0,27 % (la media española fue del 0,37 %). Hubo nítidas diferencias provinciales. En 1857 Bizkaia era ya el territorio más poblado de las Vascongadas, y entre 1857 y 1877 inició un neto despegue, con un aumento medio del 1,35 % anual; se había convertido en polo de atracción migratoria. Por contra, Álava perdía población y Gipuzkoa crecía al ritmo del 0,17 % anual. Aparecían, pues, nuevos desequilibrios provinciales. El estancamiento alavés contrastaba con los comportamientos de las provincias costeras, y, sobre todo, con la prosperidad que, a Enes de la etapa, vivía Bizkaia.
Durante el periodo los carlistas mantuvieron su ideario, pero parecían acomodarse al vigente estado de cosas. Desde que en 1844 se restablecieron en parte los fueros sus actuaciones se quedaron en las trabas a la desamortización o en las protestas de 1857 por la Ley Moyano que eliminaba atribuciones forales al designar maestros. En ambas ocasiones fracasaron. También el liberalismo vasco perdió radicalidad. Logradas sus principales reivindicaciones, apoyó la gestión de los moderados.
Subsistieron las convicciones foralistas, un sentimiento general. De ahí el éxito de Iparraguirre, que alcanzó con su
Gernica'co Arbola
enorme popularidad. También tuvieron amplio apoyo las Diputaciones al negarse al desarrollo de la ley de octubre de 1839, así como los senadores Egaña, Barroeta Aldamar y Lersundi cuando defendieron los fueros en las Cortes de junio de 1864. En este ambiente se creó en 1862 la Diócesis de Vitoria, que comprendía Álava, Gipuzkoa y Bizkaia, antes dispersas en varios obispados. Era la única unidad administrativa que reunía a las Vascongadas.
Pero bajo la aparente estabilidad persistían hondas disensiones. Estallaron en una nueva guerra civil, en 1872. Se reprodujeron los antagonismos de la primera carlistada: liberalismo contra tradición, campo contra ciudad, pero ahora las cosas fueron más complejas, como lo era la sociedad vasca. En el bando carlista hubo algunos sectores urbanos (miembros de la burguesía media, artesanos o un proletariado subempleado). El campo fue mayoritariamente carlista, pero no con la rotundidad de años atrás. En algunas zonas no predominó el tradicionalismo (que recurrió al reclutamiento forzoso) y en otras el conflicto significó un enfrentamiento social. En el carlismo de los años setenta subyacía la protesta contra los nuevos ricos, el malestar de campesinos, artesanos y pequeños notables rurales contra los comerciantes, los propietarios y los nuevos industriales.
Interior del fuerte de Miravilla durante el cerco carlista de 1874. El ejército liberal organizó, con el auxilio de la población civil, una completa defensa de Bilbao. Foto Carlos Monncy.
El carlismo defendió su lema
Dios, Patria, Fueros, Rey,
pero apenas recurrió a la justificación legitimista. En cambio, la defensa de la religión (atacada, afirmaban, por la revolución liberal) pasó a un primer plano y la causa de los fueros tradicionales jugó un papel mayor que en la primera guerra. Reunió a quienes coincidían en la protesta contra el régimen democrático y en la defensa de unas formas de vida que incluían los Fueros, la monarquía católica, una moral tradicional y el sistema socio-económico del Antiguo Régimen. El ensañamiento carlista contra el liberalismo incluyó acciones contra ferrocarriles, símbolos de la modernización que se repudiaba, la destrucción de registros civiles, la repulsa de las mujeres casadas civilmente y la reposición de diezmos o primicias.
El camino hacia la guerra se inició en 1868, con la Revolución de Septiembre que puso fin al reinado de Isabel II (le sorprendió el pronunciamiento veraneando en San Sebastián) y a la hegemonía del liberalismo moderado. El régimen de aspiraciones democráticas fue un revulsivo para un País Vasco adaptado al liberalismo conservador.
Por entonces encabezaba la Legitimidad un nieto del primer Pretendiente, Carlos VII para los carlistas. Desde 1868 aumentaron sus partidarios; en él vieron católicos y liberales conservadores el instrumento para detener la revolución, que despertó la animadversión de quienes añoraban las antiguas formas de vida, siempre reticentes al liberalismo.
Al principio Don Carlos propuso combatir dentro de los cauces legales, si bien hubo ya en 1869 un intento de sublevación. El carlismo desarrolló una intensa campaña publicitaria en toda España. En las elecciones a Cortes Constituyentes obtuvo resultados satisfactorios, con más de 20 diputados —entre ellos, toda la representación de Gipuzkoa y de Bizkaia—, que formaron una combativa minoría.
La creación de la Monarquía Constitucional cerró al carlismo la remota posibilidad de una vía legal para acceder al poder. La corona recayó en Amadeo de Saboya. Don Carlos, con escasos medios materiales, siguió utilizando vías pacíficas. En 1871 conseguía un notable avance electoral, con 51 diputados (15 en el País Vasco), pero bajó en las elecciones de 1872. Mantuvo 14 diputados vascos, pero en total sólo obtuvo 38. Tras este fracaso Carlos VII llamó a las armas. Se levantaron partidas en el País Vasco y el Pretendiente cruzó la frontera. Tras la derrota de Oroquieta volvió al exilio. Los carlistas vizcaínos firmaron la paz en el
Convenio de Amorebieta.