De regreso a Roma, Nerón decretóse a sí mismo un triunfo en el cual, no pudiendo exhibir los despojos de ningún- enemigo, exhibió las copas que había ganado como tenor y como auriga. Al recabar la admiración de sus conciudadanos, obraba de buena fe. Creía, en efecto, que tal admiración era sincera y, por lo tanto, quedó más atónito que preocupado cuando supo que Julio Vindice llamaba a las armas la Galia contra él. Al organizar el Ejército que había de combatir al rebelde, su primera medida consistió en que gran número de carros fuesen expresamente construios para el transporte de tablones para montar un escenario. Porque, entre batalla y batalla, se proponía seguir recitando, tocando y cantando para hacerse aplaudir por los soldados. Pero durante estos preparativos llegó la noticia de que Galba, gobernador de España, se había unido a Vindice y que marchaba coa éste sobre Roma.
El Senado, que hacía tiempo estaba acechando la ocasión, tras haberse asegurado la benévola neutralidad de los pretorianos, proclamó emperador al procónsul rebelde y Nerón diose cuenta de improviso de que estaba solo. Un oficial de la guardia, a quien pidió que le acompañase en la huida, le respondió con un verso de Virgilio; «¿Tan difícil es, pues, morir?»
Sí, era muy difícil para él. Se procuró un poco de veneno, pero no tuvo el valor de ingerirlo. Pensó arrojarse al Tíber, pero no tuvo fuerzas para ello. Se escondió en la villa de un amigo en la Vía Salaria, a diez kilómetros de la ciudad. Allí supo que le habían condenado a muerte «a la antigua usanza», o sea azotándolo. Aterrado, cogió un puñal para clavárselo en el pecho, pero primero probó la punta y encontró que «hacía daño». Cuando hubo resuelto cortarse la garganta oyó ruido de cascos de caballo cerca de la puerta. Entonces le tembló la mano, y fue su secretario, Epafrodito, quien se lo clavó en la carótida. «¡Ah, qué artista muere conmigo!», susurró en un estertor. Los guardias de Galba respetaron el cadáver, que fue piadosamente sepultado por su vieja nodriza y por la primera amante, Acté. Cosa extraña, su tumba estuvo durante mucho tiempo cubierta de flores frescas, y muchos en Roma siguieron creyendo que no había muerto y que pronto volvería. En general, son ideas que germinan solamente en la tierra fecundada por las lágrimas y por la esperanza.
¿Y si, al fin y al cabo, Nerón hubiese sido mejor de como la Historia nos lo ha descrito?
POMPEYA
La catástrofe telúrica que el 24 de agosto del 79 hizo la desgracia de Pompeya ha constituido su fortuna póstuna. Era una de las más insignificantes ciudades de Italia. Contaba poco más de quince mil habitantes, vivía sobre todo de la agricultura y a su nombre no estaba vinculado ningún gran acontecer histórico. Pero aquel día el Vesubio se encapuchó con un negro nubarrón del que llovió un torrente de lava que en pocas horas sumergió a Pompeya y Herculano. Plinio
el Viejo
, que mandaba la flota en el puerto de Pozzuoli y que tenía, entre otras cosas, la pasión de la geología, acudió con sus naves para ver de lo que se trataba y además para salvar a los habitantes que huían aterrados hacia el mar. Pero, cegado por el humo y atropellado por el gentío, cayó y fue alcanzado y sepultado por la lava. Cerca de dos mil personas perdieron la vida en aquella catástrofe. Pero, bajo el sudario de la muerte, la ciudad se conservó intacta. Y cuando, hace casi dos siglos, los arqueólogos la desenterraron, lo que poco a poco volvió a la luz fue el documento más instructivo, no sólo de la arquitectura, sino también de la vida de un pequeño centro de provincia italiana en el siglo de oro del Imperio. Amedeo Maiuri, que ha dedicado a ello su vida, ha extraído, y sigue extrayendo de Pompeya valiosas enseñanzas.
El centro de la población era el Foro, o sea la plaza, que seguramente en su origen había sido el mercado de las coles que daba fama a aquella región, pero que con el tiempo se había convertido también en teatro al aire libre, tanto para los espectáculos dramáticos como para los juegos. Los edificios que la circundaban eran los de utilidad pública, empezando por los templos de Júpiter, de Apolo y de Venus y terminando con el Ayuntamiento y los establecimientos comerciales.
No cabe duda de que la vida se desenvolvía allí, y que el dédalo de callejuelas que se entrelazaban en torno constituían una especie de trastienda atestada de pequeños almacenes y de talleres artesanos, con ruido de martillos, hachas, sierras, garlopas, limas y del ensordecedor vocerío de niños, mujeres, gatos, perros y vendedores ambulantes, todo lo cual aún hoy constituye una característica de nuestro bello, pero no silencioso país, especialmente en el Sur. Y dado que lo que mejor se conserva de las costumbres de un pueblo son los defectos, en Pompeya podemos medir lo viejo que es, en Italia, el de ensuciar las paredes y servirse de ellas como de instrumentos de propaganda de nuestras ideas, de nuestros amores y de nuestros odios. Hoy lo hacemos con manifiestos, tiza y carbón. Entonces se hacia con los esgrafiados, o sea, grabando la piedra. Mas la diferencia es tan sólo técnica: en cuanto al contenido, está claro que los italianos siempre han pensado, dicho y gritado las mismas cosas. Ticio prometía a Cornelia un amor más largo que su propia vida; Cayo invitaba a Sempronio a que fuese a hacerse matar; Julio garantizaba paz y prosperidad a todos si le elegían cuestor, y se prodigaban los «¡Viva Mayo!» dedicados a un edil que contrató a sus propias expensas al gladiador París, como hoy se contrata a los «oriundos» en los equipos de fútbol, para ofrecer un espectáculo en el anfiteatro, donde se disponía de veinte mil asientos, cinco mil más de lo que requería la entera ciudadanía, que debían ser reservados, evidentemente, a la gente del campo.
Las casas eran cómodas y más bien lujosas. No tenían casi ventanas y, raramente, un termosifón. Mas los techos son. de cemento, y a veces de mosaico, y los pavimentos, de piedra. Sólo los palacios tienen cuarto de baño y algunos hasta piscina. Pero había sus buenas tres termas públicas con su correspondiente palestra. Las cocinas estaban provistas de toda suerte de utensilios; sartenes, ollas, asadores; y en una librería particular fueron descubiertos dos mil volúmenes en griego y en latín. Del mobiliario poco se sabe porque, siendo casi todo de madera, se ha echado a perder. Pero han quedado tinteros, plumas, lámparas de bronce y estatuas, todas de influencia griega, de noble estilo y refinada factura.
Todo esto sugiere la idea de una vida cómoda y bien organizada, que debía ser de hecho la de las ciudades de provincia en los siglos felices del Imperio. Cierto que ninguna de ellas podía competir con Roma en cuanto a intensidad, servicios públicos, salones y diversiones. En compensación, quien las habitaba quedaba sustraído a los peligros de persecuciones, o por lo menos los padecía en menor grado, y las malas costumbres de la decadencia sólo llegaron a ellas mucho más tarde y aun atenuadas por la solidez de las buenas tradiciones. Por ello César y más tarde Vespasiano trataron de colmar los vacíos de la aristocracia y del Senado romanos con familias de aquella burguesía provincial. Y una de las razones por las cuales, caída Roma, la civilización romana resistió y corrompió a los bárbaros absorbiéndolos, es que no tan sólo en la Urbe, sino dondequiera que aquéllos pusieran el pie en la península, hallaron ciudades magníficamente organizadas.
No haremos el inventario de ellas. Nos limitaremos tan sólo a decir que, al contrario de lo que sucede hoy, aquellos meridionales eran superiores a los septentrionales porque aun antes que la romana habían conocido la civilización griega. Nápoles era la más renombrada por sus templos, por sus estatuas, por su cielo, por su mar, por la sutil astucia de sus habitantes y, como hoy, por su haraganería. Desde Roma iban a pasar el invierno, y sus alrededores, Sorrento, Pozzuoli y Cumas, hormigueaban de villas. Capri había sido ya descubierta hacía tiempo y Tiberio la «lanzó» convirtiéndola en su residencia habitual.
Y Pozzuoli fue la más renombrada estación termal dé la Antigüedad por sus aguas sulfurosas.
Otra región cuajada de ciudades ya sazonadas era la Toscana, donde las habían construido los etruscos.
Las más importantes eran Chiusi, Arezzo, Volterra, Tarquinia y Perusa, considerada está última como parte de aquella región. Florencia que, apenas recién nacida, se llamaba Florentia, era la menos conspicua y no preveía su destino.
Más arriba, allende los Apeninos, comenzaban las ciudades fortalezas, construidas ante todo por razones militares, como plazas fuertes de los ejércitos empeñados en la lucha contra las pendencieras poblaciones galas. Tales fueron Mantua, Cremona, Ferrara, Placencia. Más al Norte se hallaba el gran burgo mercantil de Como, que consideraba a Mediolanum, o sea Milán, su barrio pobre. Turín había sido fundada por los galos taurinos, pero empezó a convertirse en una ciudad propiamente dicha cuando Augusto la transformó en colonia romana. Venecia no había nacido aún, pero los vénetos habían llegado ya de Iliria y fundado Verona. Heródoto cuenta que los jefes de las tribus requisaban las muchachas, sacaban a subasta las más bellas y con lo recaudado hacían una dote para las menos agraciadas y así conseguían casarlas a todas. He aquí una cosa en la que Tos socialistas de hoy no han pensado todavía.
Esto no es un catálogo; es solamente una ejemplificación. En conjunto puede decirse que Italia ya estaba entonces cuajada de ciudades, porque casi todas las que ahora cuentan nacieron en aquellos tiempos.
Y las libertades democráticas resistieron en ellas más tiempo que en Roma, en buena parte también porque el poder lo ejercía un autogobierno de tipo más bien patriarcal. Constituía el monopolio de una Curia, que era un Senado en miniatura, el cual, como en Roma, ejercía el control sobre los magistrados elegidos libremente por los ciudadanos. La lista de candidatos, empero, quedaba casi reservada a los ricos, porque no tan sólo no recibían estipendio, sino que debían cubrir los huecos del presupuesto municipal.
La elección se celebraba con un gigantesco banquete al que todos estaban invitados y que se repetía el día del cumpleaños, el de la boda de la bija, etc. Además, el éxito en el cargo y la posibilidad de volverse a presentar o de concurrir a otro más elevado, eran medidos por las obras públicas, y por los espectáculos que el jerarca había financiado de su bolsillo. Lápidas halladas un poco en todas partes atestiguaban la prodigalidad (y la vanidad) de aquellos dirigentes que a menudo arruinaban a su propia familia para granjearse la estima y los votos de sus conciudadanos. En Tarquinia, Desumio Tulio, para derrotar a su rival, prometió construir termas y gastó en ellas cinco millones de sestercios, sordo a las protestas de sus hijos que le gritaban; «¡Papá, nos estás arruinando…!» En Cassino, una rica viuda regaló un templo y un teatro. En Ostia, Lucilio Yemala pavimentó las calles. Y todos, cuando había carestía, compraban trigo y lo distribuían gratis a los pobres. No siempre ésos se lo agradecían. En Pompeya hay
graffitis
en los que se acusa a los candidatos de haber regalado a la población tan sólo la mitad de lo que habían robado con sus malversaciones cuando ocupaban cargos en el Gobierno.
Hasta Marco Aurelio, las interferencias del Gobierno central romano en la vida municipal de las ciudades de provincia fueron escasas y casi siempre más encaminadas a favorecer su desarrollo que a impedirlo. Los emperadores, casi todos rapaces en lo que atañía a la administración de las provincias extranjeras, tenían una debilidad por Italia, aunque fuese interesada. La República había tratado duramente a la península porque tuvo que combatirla y someterla, y con frecuencia fue traicionada por ella. Pero para el Principado ya era el
hinterland
de Roma. Los emperadores iban con frecuencia a visitar las ciudades y en cada visita había donativos, subsidios y franquicias en respuesta a las entusiastas acogidas que regularmente recibían, y porque cada soberano trataba de superar en munificencia a su predecesor.
En suma, para la provincia italiana el Imperio fue un maná de *Dios. No recibió más que beneficios: el orden, los caminos bien cuidados, el comercio floreciente, la moneda sana, los intercambios fáciles y frecuentes, la seguridad ante las invasiones. Las luchas palaciegas, las persecuciones policíacas, los procesos y las matanzas no la afectaron.
JESÚS
Entre los cristianos que Nerón hizo asesinar en el año 64 como responsables del incendio de Roma, estaba también su jefe: un tal Pedro, que, condenado a la crucifixión tras haber visto a su esposa encaminarse a la tortura, pidió ser colgado cabeza abajo porque no se atrevía a morir en la misma posición que murió su Señor, Jesucristo. El suplicio se verificó en el lugar donde ahora se levanta el gran templo que lleva el nombre del supliciado. Y los verdugos ni siquiera llegaron a sospechar que la tumba de su víctima serviría de fundamento a otro Imperio, espiritual, destinado a enterrar a aquel, secular y pagano, que había pronunciado el veredicto.
Pedro era hebreo y oriundo de Judea, una de las provincias más vejadas por el desgobierno imperial. Dos siglos y medio antes había logrado con milagros de valor y diplomacia, liberarse de la dominación persa y vuelto a encontrar, durante unos setenta años, su independencia, bajo la guía de sus reyes-sacerdotes, a partir de Simón Macabeo. Su alcázar era el Templo de Jerusalén. Allí se atrincheraron los hebreos para resistir a la invasión de Pompeyo, que quería extender también en aquellas tierras el dominio de Roma. Combatieron con el vigor de la desesperación, mas no quisieron renunciar al descanso del sábado, que su religión imponía. Pompeyo lo advirtió y, precisamente en sábado, les atacó. Doce mil personas fueron pasadas por las armas. El Templo no fue saqueado; pero Judea se convirtió en provincia romana. Se rebeló pocos años después, pagó la intentona con la libertad de treinta mil ciudadanos vendidos como esclavos y volvió a encontrar un fulgor de independencia bajo un rey extranjero, Herodes, que intentó introducir la civilización griega y su arquitectura pagana. Fue un gran rey a su manera, inteligente, cruel y pintoresco, que supo hacer de protegido de Roma sin convertirse en su siervo, y que regaló a sus súbditos un templo más bello aún, pero decorado con aquellas imágenes que la austera fe hebraica rechaza severamente por pecaminosas y contrarias a las leyes.
Bajo su sucesor Arquelao volvieron a rebelarse los hebreos, los romanos pasaron a saco Jerusalén y vendieron como esclavos a otros treinta mil ciudadanos; y Augusto, por último, convirtió a Judea en una provincia de segunda clase bajo la gobernación de Siria. Mas, poco antes de que se llevara a cabo esta nueva ordenación, había acaecido en el país un pequeño hecho del que nadie, de momento, se dio cuenta, pero que con el tiempo debía revelarse como de alguna importancia para la suerte de toda la Humanidad; en Belén, cerca de Nazaret, había nacido Jesucristo.