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Authors: Indro Montanelli

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Historia de Roma (33 page)

BOOK: Historia de Roma
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Las solicitudes de Augusto para con la literatura no se pararon en Virgilio, sino que se extendieron también a muchos escritores, entre ellos Horacio y Propercio. Se los presentaba Mecenas, que era su empresario, y dio nombre a la categoría de los protectores del arte, haciéndose perdonar con ellos los malos versos que él mismo se jactaba de componer. Pero esa actitud ya estaba entonces muy difundida entre los romanos ricos, vueltos sensibles a la «cultura» aun cuando carecían de ella. Después de la primera casa editorial de Ático, nacieron otras muchas, que dieron impulso a un floreciente comercio. Ediciones de cinco o diez mil ejemplares, a mil o dos mil liras el ejemplar, todos escritos a mano por esclavos, quedaban agotados en pocos meses. El libro se había convertido en ornato obligatorio de toda casa que se respetase, aunque después no se leyese, y desde provincias llovían los pedidos.

Esta moda produjo gran efecto en la sociedad que, de guerrera e inculta, se fue aficionando cada vez más a los salones literarios. Y precisamente por esto, Augusto vio en ello un instrumento de reforma moral. Hasta que la vejez y las dolencias no le hubieron convertido en susceptible y quisquilloso, se mostró muy tolerante incluso para los epigramas y las sátiras que le afectaban personalmente. mzo construir bibliotecas públicas, recomendó siempre a Tiberio que se abstuviese de castigar y que se guardase la censura, y él mismo compuso una vez algún verso que otro para mandarlo a un griego que cada día le aguardaba a la puerta del palacio para leerle los suyos. El griego le recompensó con una gratificación de pocos dineros y una carta cortés en la que se excusaba, dada su pobreza, de no poder pagar mejor. Augusto se divirtió bastante con aquella réplica ingeniosa y le hizo entregar cien mil sestercios.

Los escritores y los poetas, empero, decepcionaron las esperanzas del emperador, dando a la propaganda del Estado lo peor de sus producciones, y secundando con lo mejor las deplorables tendencias de una sociedad que cada vez se volvía más libertina y más burlesca, y renegaba de los grandes tiempos de la gloria, de la religión y de la naturaleza, a los que prefería el del amor y de la galantería. El bardo de estos nuevos motivos fue Ovidio, un abogado de los Abrazos que amargó a su padre negándose a seguir una carrera política y se proclamó designado personalmente por Venus para hablar de Eros. Se casó con tres mujeres, amó a muchas otras más, y de todas ellas escribió sin prejuicio alguno, declarando que se burlaba de todos los «catoncillos» que le criticaban. El éxito que obtuvo con sus versos dulces y lascivos le hizo creer hasta tal punto que era un gran poeta que las últimas palabras de sus
Metamorfosis
fueron, modestamente:
Viviré en los siglos
.

Apenas las había esbozado, le llegó una orden de Augusto, intimándole a que se confinase en Constanza, en el mar Negro. Jamás se ha sabido con precisión de qué quería castigarle el emperador. Dícese que a causa de unas relaciones que tuvo con la nietecita Julia, que, en efecto, había sido expulsada en aquellos días. Ovidio, como todos los hombres de éxito fácil, no tenía temple para soportar la desgracia. Sus lamentos desde aquel lugar de confinamiento,
Pónticas y Tristes
, son más elogiables por su vena elegiaca que por su carácter. Volvió a Roma cadáver, tras haber pedido inútilmente en mil cartas piedad al emperador y ayuda a los amigos.

En general, si bien se la ha llamado Período Áureo, la época de Augusto no vio un florecer literario y artístico comparable a la de la Grecia de Pericles o a la de la Italia del Renacimiento. Bajo aquel emperador burgués, se desarrolló un gusto igualmente burgués que prefería el justo medio, y el justo medio es, a menudo, mediocre. La moderación y la mesura, sazonadas con un poco de escepticismo bonachón y hogareño, eran las cualidades más apreciables. Y, efectivamente, el verdadero escritor de aquel tiempo es el que lo representó: Horacio.

Era hijo de un recaudador de contribuciones apulio, que quería hacer de su vástago un abogado y un hombre político y, a costa de quien sabe qué sacrificios, le mandó a estudiar, primero a Roma y después a Atenas. Aquí Horacio conoció a Bruto, que se aprestaba a la batalla de Filipos y que tomó simpatía a aquel joven, nombrándole por las buenas comandante de una legión, lo que ayuda a comprender por qué su ejército fue derrotado. Horacio, en lo más recio del combate, tiró yelmo, escudo y espada y se volvió a Atenas para escribir una poesía sobre lo noble y dulce que es morir por la patria.

Repatriado sin un real, se empleó con un cuestor y se puso a escribir versos sobre las cortesanas que frecuentaba, pues a los salones no se le invitaba, y señoras honestas no conocía. Un día, Virgilio leyó un libro de Horacio y habló de él con entusiasmo a Mecenas, quien le rogó que le trajese al autor. En seguida le tomó simpatía a aquel provinciano un poco zafiote, regordete, orgulloso y tímido, y le propuso a Augusto como secretario, quien aceptó. Pero Horacio rehusó lo que a cualquier otro le hubiese parecido el maná del cielo: en parte porque su temperamento le inclinaba más a la contemplación que a la acción, y también porque no era ambicioso ni codicioso, y sobre todo, creemos, porque no se fiaba de ligar su suerte a la de un hombre político que mañana podía ser liquidado y arrastrarle a él al mismo fin. Mecenas, para que pudiera dedicarse más desahogadamente a la literatura, le regaló en Sabina una villa con buenas tierras. Ha sido desenterrada en 1932 y nos ha dado la medida de la generosidad de aquel ricachón. Tenía veinticuatro estancias, un gran pórtico, tres baños, un hermoso jardín y cinco cortijos.

Ahora que era un acomodado propietario, Horacio pudo entregarse de lleno a su verdadera vena, que era la de moralista. Sus
sátiras
son un precioso muestrario de los tipos más corrientes de romano de aquel tiempo. Los tomó de la calle, no de la Historia o de los palacios, y los representó con burlona displicencia, haciendo de cada uno un «carácter». De vez en cuando, para congraciarse con el Gobierno, escribía algún verso de loa insincera y retórica a Augusto, que quedaba muy halagado, por lo que le ordenó completar las
Odas
con su
Carme saeculare
en las que se celebrasen sus empresas y las de Druso y Tiberio. Horacio se aprestó a ello suspirando y sin pizca de inspiración. Tenía que habérselas con la Gloria, el Hado y los Destinos Infalibles: todas cosas más grandes que él y por las cuales no tenía simpatía. Terminó aquel feo poema fatigado y aburrido, tras haberlo interrumpido mil veces para escribir aquellas
Epístolas
a los amigos, sobre todo a Mecenas, que siguen siendo, con las sátiras, su obra maestra.

Se volvía cada vez más sedentario, en parte a causa de su estado de salud que le obligaba a muchos cuidados y a una rígida dieta. En vano Mecenas le invitaba a viajes turísticos. Horacio prefería quedarse en Roma, y más aún en su villa, a comer unos «spaghettini» hechos en casa, un poquitín de cocido y una manzana asada. Aunque después se vengaba cantando en sus poesías la amistad convival y los amores con Glicera, Neera, Pirra, Lidia, Lalage e infinitas mujeres más que nunca existieron o que apenas conoció. Tenía por la virtud un respeto de estoico, por el placer una simpatía de epicúreo, pero no pudo jamás practicar ni aquélla ni éste a causa de sus ardores de estómago, el reumatismo y la insuficiencia hepática.

No se engañaba sobre la decadencia de la sociedad y la atribuía justamente a la de la religión. Pero no tenía la fuerza de apoyarla porque tampoco él creía en nada.

La angustia de la muerte nubló sus últimos años, durante los cuales ni siquiera quiso volver a Roma. Sus cartas están henchidas de ella. «Has hecho, comido y bebido suficiente: ahora ya es hora de irse», se repetía a sí mismo. Mas no era verdad. Hubiera querido hacer, comer y beber todavía un poco más, pero sin dolor de estómago.

Murió a los cincuenta y siete años, dejando su propiedad al emperador y rogándole que le hiciera enterrar al lado de Mecenas, que había fallecido pocos meses antes. Y le dieron satisfacción.

Lo que la edad de Augusto no supo dar a las Artes y a la Filosofía, lo dio en cambio a la Historia á través de Tito Livio, otro céltico como Virgilio, nacido en Padua. También él, según las intenciones de la familia, hubiese debido ser abogado, pero prefirió dedicarse al estudio de la Roma antigua por el desagrado que le inspiraba la contemporánea. Desgraciada, mente, no nos ha dejado ningún escrito de sus vicisitudes personales; estaba demasiado atareado en contarnos las de los Horacios y de los Escipiones, que llenaban,
ab urbe condita
, o sea desde la fundación de la ciudad, ciento cuarenta y dos libros, de los cuales sólo una cuarentena han llegado hasta nosotros. Era una labor inmensa, haciéndola como la hacía él, es decir, sin ahorrar, a la Bacchelli. Y se comprende por qué, al llegar a las guerras púnicas, no le quedasen ya alientos y quisiera dejarlo. Augusto le estimuló a proseguir.

Asombra un poco, dado que la obra de Livio es toda ella una exaltación de la gran aristocracia republicana y conservadora, y como tal, adversa a César y al cesarismo. Pero es asimismo un himno a las antiguas y austeras costumbres, o sea al «carácter» romano, y esto era lo que gustaba al emperador. Sobre la exactitud de lo que Livio refiere hacemos nuestras reservas, especialmente allí donde él pone en boca de sus personajes discursos enteros que se asemejan más a Livio que a ellos. La suya es una Historia de héroe, un inmenso fresco en episodios y sirve más para exaltar al lector que para informarle. De darle crédito, Roma estaría poblada tan sólo, como la Italia de Mussolini, por guerreros y navegantes absolutamente desinteresados, que conquistaron el mundo para mejorarlo y moralizarlo. En Roma estaban solamente los buenos, y fuera de Roma tan sólo los malos. Hasta un gran general como Aníbal se convierte bajo su pluma, en un vulgar ratero.

Esto no quita que la «Historia» de Livio, que costó cuarenta años de trabajo a un autor que se dedicó tan sólo a ella, quede como un monumento literario. Acaso el más. grande de los que, más bien mediocres, se erigieron bajo el signo de Augusto.

CAPÍTULO XXXI

TIBERIO Y CALÍGULA

La única cosa segura que se puede decir de Tiberio es que nació con mala estrella. Juzgadlo vosotros mismos.

Cuando su madre le llevó, de niño, a casa de Augusto, el emperador no tuvo ojos más que para su hermano Druso, tan alborotador simpático, absolutista e impulsivo como él era tímido, reservado, refexivo y sensible. Tiberio hubiera podido derivar de ello algún sentimiento de rencor y de envidia. En cambio admiró afectuosamente a Druso, arriesgó la vida por tratar de salvarle cuando estaba herido en Germania, y su muerte fue para él una auténtica tragedia. Escoltó su féretro a caballo, desde el Elba a Roma, y necesitó años para curarse de aquel dolor.

Había estudiado intensamente y con provecho; en cuanto le dieron un ejército, lo condujo de victoria en victoria contra enemigos aguerridos y engañosos como los ilirios y los panonios: y cuando le dieron provincias que administrar puso orden en ellas con competencia e integridad. Por su seriedad, a los veinte años ya le llamaban «el viejecito». Dedicaba las pocas horas de ocio que le permitían sus quehaceres a refrescar el griego, que conocía muy bien, o entregándose a estudios de astrología que le valieron la reputación de «herético». No frecuentaba salones ni el Circo. Y tal vez la primera mujer que conoció fuera su esposa Vipsania, hija de Agripa, dama de grandes virtudes y de costumbres hogareñas como las suyas.

De haber podido seguir con ella, acaso su carácter se habría conservado como era en la juventud: el de un estoico, sereno en su sencillez, generoso con los amigos y más intransigente para consigo mismo que para los demás. Lo demuestra el hecho de que los soldados le adorasen mientras que en Roma le detestaban como modelo de una virtud que constituía un reproche para todos. Pero Augusto le hizo divorciar para darle por esposa a su hija Julia, una calamidad simpaticota, pero lo menos adecuado para ser compañera de un hombre como aquél, es cierto. Mas él jamás mostró grandes aspiraciones a ella. Había sido un celoso colaborador de su padrino, pero jamás le hizo demasiado la corte y prefirió ser estimado a ser querido por él. En su aquiescencia intervino sin duda Livia, ejemplar esposa de Augusto, pero terrible madre para Tiberio, cuya gloria quiso aun a costa de su felicidad.

Tiberio sobrellevó sus desgracias conyugales con grandísimo decoro. Y no es cierto que se negase a denunciar a Julia por adulterio, como la ley le daba derecho y aún más le imponía el deber, para no perder los favores de Augusto. Tan es verdad, que lo plantó todo para retirarse como ciudadano particular a Rodas, donde acaso vivió el período más tranquilo. Después, el emperador, una vez confinada Julia y perdido los dos hijos de ésta, Gayo y Lucio, le reclamó.

Y también en esto reconocemos la intromisión de Livia. Tiberio reanudó su labor al lado del padrastro que se había vuelto aún más insoportable y melancólico, y aguantó su antipatía. Tenía ya cincuenta y cinco años cuando le tocó sucederle. Lo hizo presentándose ante el Senado y pidiéndole exonerarle del cargo para restaurar la República. El Senado lo consideró una comedia, como tal vez era, le suplicó que se quedara, aun detestándole, y le pidió permiso para dar su nombre a un mes del año, como se había hecho con Augusto «¿Y qué haréis —contestó Tiberio— después del decimotercer sucesor?»

Con esta sarcástica actitud hacia toda forma de adulación, el taciturno y casto Tiberio se puso a gobernar con mucha equidad y tino, dejando a su muerte un estado más floreciente y rico que el que había encontrado. Pero cayó bajo la pluma de Tácito y de Suetonio, dos historiadores republicanos, que hicieron de él la víctima propiciatoria de todos los vicios de la época.

La culpa más grave que se le imputa es haber hecho suprimir a su sobrino Germánico, tras haberlo adoptado como hijo designándole como sucesor. Germánico era hijo de Druso y de una nieta de Antonio: un buen mozo, inteligente vivaz, valeroso, que agradaba a todo Roma. Tiberio le mandó de gobernador a Oriente para que se ejercitase y la gente murmuró que le había exilado por celos. Allí murió, y la gente dijo que Pisón le asesinó por orden del emperador. Pisón se suicidó para sustraerse al proceso, y la viuda de Germánico, Agripina, fue de las más despiadadas acusadoras de Tiberio, en tanto que su madre, Antonia, le permaneció fidelísima. Y nosotros, entre una esposa y una madre, creemos más a la madre.

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