Historia de Roma (38 page)

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Authors: Indro Montanelli

Tags: #Historico

BOOK: Historia de Roma
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¿Cuántos adeptos había hecho el cristianismo en Roma, en el momento que desaparecieron los dos grandes Apóstoles?

Las cifras son imposibles de precisar, pero no creemos que rebasen algunos centenares, a lo sumo algunos millares. Lo demuestra la misma circunstancia de que las autoridades le concediesen poca atención. La acusación del incendio no formaba parte de una política persecutoria; fue una estratagema extemporánea para desviar las sospechas contra Nerón. Xa matanza, de momento, pareció haber exterminado para siempre la secta. Después, como todas las matanzas, se reveló como un fertilizante. Pero esto se debió a la organización que Pedro le había dado.

Los cristianos se reunían en
ecclesiae
, o sea en iglesias o congregaciones, que en aquellos primeros tiempos no tuvieron nada de secreto o de conspiración. Las comparaciones que hoy en día se hacen con la organización celular comunista son absolutamente ridículas y carentes de fundamento. No sólo porque en las
ecclesiae
se predicaba el amor en vez del odio, no sólo porque en ellas no se desarrollaba ningún proselitismo político, sino, por encima de todo, porque no había ni sombra de secreto, y quienquiera se presentase era acogido sin suspicacia ni desconfianza. Otra falsa creencia de hoy es que los adeptos fuesen tan sólo proletarios, la «hez», como más tarde habría de llamarla Celso. Nada más inexacto. Había de todo.

Y en general se trataba de gente industriosa y pacífica, de pequeños y medianos ahorradores que financiaban las comunidades cristianas más pobres. Luciano el descreído les definía como «imbéciles que juntan todo lo que poseen». Tertuliano el converso, precisaba: «Que ponen juntos lo que los demás tienen separado, y tienen separada la única cosa que los demás ponen junto: la mujer.»

Una discriminación, impuesta por las circunstancias, hubo solamente entre las poblaciones de la ciudad y las del campo. Los primeros prosélitos los dio la primera, por razones obvias; porque sólo en la ciudad hay manera de reunirse asiduamente, porque el descontento es mayor y las mentes más abiertas a la crítica, porque en el campo las tradiciones y las costumbres se conservan más y una mayor fuerza moral las sostiene. Y he aquí por qué los cristianos comenzaron a llamar
paganos
a los descreídos, o sea aldeanos, de
pagus
que quiere decir aldea.

Lo primero que cuidaron los precursores fue la instauración de un modelo de vida sano y decente, del que comprendían el prestigio y atractivo que estaba destinado a ejercer en una capital que se tornaba cada vez más malsana y desvergonzada. Los orígenes hebraicos de la nueva fe y de los que se convirtieron primeramente quedaban comprobados por la austeridad que imponía. Las mujeres participaban en las funciones del culto, que aún se limitaba a la oración, pero cubiertas, porque los cabellos podían distraer a los ángeles, como dice san Jerónimo, que quería hacérselos cortar a todas. Y un régimen de vida ordenado y hogareño era la regla fundamental. La fiesta del sábado, también de origen hebraico, era observada, y se celebraba con una cena colectiva, que comenzaba y terminaba con rezos y la lectura de las Sagradas Escrituras. El sacerdote bendecía el pan y el vino que simbolizaban, respectivamente, el cuerpo y la sangre de Jesús y la ceremonia concluía con el beso de amor que todos cambiaban, pero que debió dar origen a alguna diversión contraria a la teología, pues poco después se empezó a practicar sólo de hombre a hombre y de mujer a mujer, y con la recomendación de tener la boca cerrada y de no repetirlo si gustaba.

El aborto y el infanticidio fueron abolidos y execrados por los cristianos en medio de una sociedad que los practicaba cada vez más y moría de ello. Es más, los fíeles estaban obligados a recoger a los niños abandonados, adoptarlos y educarles en la nueva religión. La homosexualidad estaba excluida, el divorcio, admitido sólo a requerimiento de la esposa, si ésta era pagana. Menos éxito tuvo la prohibición de frecuentar el teatro. Pero, a fin de cuentas, la regla permaneció severa especialmente mientras fue practicada casi exclusivamente por los hebreos. Después poco a poco, al crecer en número e importancia los gentiles, se hizo más acomodaticia. Y la austera fiesta el sábado se convirtió, poco a poco, en la más alegre del domingo.

En este «día del Señor» todos se reunían en torno al sacerdote que leía un pasaje de las Escrituras, daba la señal para las oraciones y concluía con un sermón. Ésta fue la primera y rudimentaria
Misa
, que luego se desarrolló según un preciso y complicado ritual. En aquellos primeros años, los auditores eran todavía sus protagonistas, pues a ellos les estaba concedido «profetizar», o sea expresar en estado de éxtasis conceptos que después el sacerdote debía ínterpretar. Esta costumbre acabó porque amenazaba con provocar el caos justamente en las cuestiones en las que la Iglesia se estaba esforzando en poner orden: las teológicas.

Tan sólo dos de los siete Sacramentos se practicaban entonces: el Bautismo no se distinguía de la Confirmación, porque se administraba a personas ya adultas, como eran los primeros conversos. Después, poco a poco, se empezó también a nacer cristiano y entonces los dos Sacramentos fueron separados, constituyendo el segundo la «confirmación» del primero. El matrimonio era solamente civil, limitándose el sacerdote a bendecirlo. En cambio se cuidaba mucho el funeral, pues, desde el momento en que un hombre había muerto, se tornaba de exclusiva pertenencia de la Iglesia y todo tenía que estar predispuesto para su resurrección. El cadáver había de tener su propia tumba y el sacerdote oficiaba durante el entierro. Las tumbas estaban construidas según la costumbre siríaca y etrusca; en criptas excavadas en las paredes de largas galerías subterráneas; las catacumbas.

Esa costumbre duró hasta el siglo IX, decayendo después. Las catacumbas se convirtieron en meta de peregrinación, la tierra las cubrió y fueron olvidadas. Se redescubrieron en 1578 por pura casualidad. El hecho de que sus ramificaciones fuesen complicadas y retorcidas ha hecho creer que fueron construidas para escondrijo de las «conspiraciones». Y sobre esta hipótesis se han apoyado muchas novelas.

Con este bagaje nació la verdadera religión; la que ya no quedaba limitada a un pueblo y a una raza, como el judaismo, o a una clase social, como el paganismo de Grecia y de Roma, que la consideraban monopolio de sus «ciudadanos». Su nivel moral, la gran Esperanza que abría en el corazón de los hombres y el ímpetu misional que encendía en ellos, hacían decir orgullosamente a Tertuliano: «Tan sólo somos de ayer. Y ya llenamos el Mundo.»

CAPÍTULO XXXVII

LOS FLAVIOS

Quien echó involuntariamente una mano a los cristianos fue un emperador que tenía ojeriza a los hebreos y cometió el error imperdonable de perseguirlos, ayudando, con su dispersión por el Mundo, a la difusión de la nueva Fe.

Vespasiano subió al trono el año 70, después del espantoso interregno que siguió a la muerte de Nerón, con el que acabó la dinastía de los Julios-Claudios. Le sucedió el general rebelde Galba, un aristócrata no peor que muchos otros, calvo, gordo, con las coyunturas embotadas por la artritis y la manía del ahorro. Su primer gesto, apenas proclamado emperador, fue ordenar a cuantos habían recibido donaciones de Nerón que los devolvieran al Estado. Y esto le costó el trono y la vida, pues entre los beneficiados se hallaban los pretorianos que, al encontrarle, tres meses después de su proclamación en el Foro, adonde él se hiciera llevar en una litera, le decapitaron, le cortaron los brazos y los labios y proclamaron sucesor suyo a Otón, un banquero que había hecho quiebra fraudulenta y que prometía administrar las finanzas públicas con la misma despreocupación con que había regido las suyas particulares.

A esta noticia, el ejército destacado en Germania a las órdenes de Aulo Vitelio y el desplazado en Egipto a las de Vespasiano, se rebelaron y marcharon sobre Roma. Llegó primero Vitelio, el cual enterró a Otón, que ya se había suicidado, se proclamó emperador, se entregó a su pasión preferida, la de las comidas luculianas, y por seguir hartándose de cordero lechal descuidó ir al encuentro de las fuerzas de Vespasiano que, entretanto, habían desembarcado. La sangrienta batalla de Cremona decidió la suerte, de aquella guerra de sucesión. Vitelio fue derrotado y los romanos se divirtieron la mar con la matanza que siguió en su propia ciudad. Tácito cuenta que la gente se apiñaba en las ventanas y los tejados para asistir a aquella carnicería, apostando por los contendientes como si se hubiese tratado de un partido de fútbol. Entre muerte y muerte, los combatientes irrumpían en las tiendas, las saqueaban y les pegaban fuego; o bien desaparecían en los portones engatusados por alguna prostituta y mientras yacían con ella eran apuñalados por un nuevo cliente del partido contrario. Vitelio, que fue capturado en su escondite, donde, por cambiar, banqueteaba, fue arrastrado desnudo por la ciudad con un nudo al cuello, tiroteado con excrementos, torturado con estudiada lentitud y echado por fin al Tíber.

La ciudad que se divertía con el fratricidio, los ejércitos que se rebelaban, los emperadores que quedaban sumidos en estiércol, en esto se había convertido la capital del Imperio.

Tito Flavio Vespasiano había vivido en ella muy poco. Nacido en provincias, en Rieti, había abrazado después la carrera militar que le llevó un poco a todas partes. No era noble. Procedia de la pequeña burguesía. Las distinciones y su estipendio se los había ganado con mil sacrificios y honraba ante todo dos virtudes: la disciplina y el ahorro. Tenía sesenta años cuando subió al trono, pero los llevaba bien. Completamente calvo, tenía el rostro abierto, tosco y franco, enmarcado por dos orejas inmensas y peludas como las de Ante Pavelic. Detestaba a los aristócratas, les consideraba unos zánganos, no sufrió nunca la tentación esnobista de hacerse pasar por uno de ellos, y cuando un heráldico, precisamente para ennoblecerle, fue a comunicarle que había buscado sus orígenes y descubierto que se remontaban a Hércules, estalló en una carcajada como para derribar las paredes y hacer entrar en sospecha de que en aquella adulación había algo de verdad. Cuando recibía a algún dignatario le palpaba la túnica para comprobar si era de tela demasiado fina y le olfateaba para cerciorarse de si olía a agua de colonia. No soportaba esas sofisticaciones.

Lo primero que hizo fue reorganizar el Ejército y las finanzas. El Ejército lo adjudicó en arriendo a los oficiales de carrera, casi todos provincianos como él. Para las finanzas escogió el camino más expedito: el de vender, a precios carísimos, los altos cargos públicos, a De todos modos —decía—, todos son ladrones, y en cierto modo les fomentamos a serlo. Mejor es que vayan adelante restituyendo al Estado un poco de lo que roban.» El mismo método siguió para reorganizar el fisco. Lo confió a funcionarios escogidos entre los más rapaces y esquilmadores y les soltó con plenos poderes en todas las provincias del Imperio. Figuraos qué comilonas para las poblaciones pobres. Jamás la tributación de Roma hacía funcionado con tal despiadada puntualidad. Pero cuando la rapiña estuvo consumada, Vespasiano llamó a Roma a los ejecutadores, les elogió V les confiscó todas las ganancias, con las que, una vez equilibrado el presupuesto, resarció a las víctimas. Su hijo Tito, que era un puritano lleno de escrúpulos, fue a protestar de aquel sistema que repugnaba a su beato y cándido sentido de la virtud. «Yo hago de sacerdote en el templo —contestóle el padre—. Con los bandidos, hago el bandido.» Y para aumentar los ingresos invento aquellas pequeñas construcciones que todavía llevan precisamente el nombre de vespasianas, estableciendo un impuesto a los que las usaban y una multa a los que no las usaban. No había elección. Quien lo hacía fuera pagaba más que quien lo hacía dentro. También por esta medida Tito elevó sus protestas. Su padre le puso debajo de la nariz un sestercio y le preguntó: «¿Huele a algo?»

Ese hijito delicado y bondadoso, al que amaba tiernamente, era la mayor preocupación de aquel soberano escéptico, que no pretendía reformar a la Humanidad y abolir sus vicios, sino solamente mantenerla en su sede. Para que fuese adquiriendo práctica en el gobierno de los hombres, le encargó que restableciera el orden en Palestina, donde había estallado la última y más terrible revolución. Los hebreos defendieron Jerusalén con un heroísmo sin precedentes. Según un historiador suyo, murieron dos millones de ellos; según Tácito, seiscientos mil. Para llegar al cabo de la resistencia, Tito entregó la ciudad a las llamas, que destruyeron incluso el Templo. De los supervivientes, algunos se suicidaron, otros fueron vendidos como esclavos y otros huyeron. Su dispersión, comenzada seis siglos antes, convirtióse en la verdadera y propia
diáspora
. Y así como en la mochila de los soldados de Napoleón estaban los
Derechos del hombre
, en el saco de muchos de aquellos pobres emigrantes estaba el Verbo de Cristo.

Vespasiano, enorgullecido, tributó a Tito un triunfo algo desproporcionado con el valor militar de aquella empresa y en su honor hizo construir el famoso arco cuyo nombre ostenta. Pero con gran espanto suyo, vio que su hijo pasaba por debajo llevando consigo como botín a una agraciada princesa hebrea, Berenice. No tenía nada que oponer a que la tuviese por amante; pero lo malo era que Tito quería casarse con ella, alegando que la había «comprometido». Vespasiano no comprendía por qué aquel muchacho quería confundir el amor, pasajero y voluble capricho, con la familia, institución seria y permanente. Desde que quedara viudo, también él había tomado una concubina, pero sin casarse con ella. ¿Por qué Tito no hacía otro tanto, quedándose con Berenice como concubina? Nos parece oír hablar a nuestro papá, cuando le pedíamos permiso para casarnos con una cupletista. Y, como nosotros, también Tito renunció finalmente a la cupletista.

Poco después le tocó a él hacer de emperador. Tras diez años de sabio reinado, el más sabio que gozara Roma después de Augusto, Vespasiano volvió un día a Rieti de vacaciones. Iba allí con frecuencia para volver a ver a sus amigos de juventud, a hacer con ellos una batida de liebres, cuatro charlas, una comida de habichuelas con corteza de tocino y echar una partidita de dados que eran sus pasatiempos favoritos. Se le ocurrió la mala idea de enjuagarse los ríñones con agua de Fuente Cottorella. Sea que la cura no fuese la adecuada, o que hubiese equivocado las dosis, el hecho es que fue presa de cólicos y en seguida se dio cuenta de que no había remedio:
«Vete!
—dijo guiñando el ojo, sin renunciar siquiera en aquel momento a su habitual y tosco buen humor—.
Puto deusfio
.» (Ay, ay, me parece que me vuelvo un dios.) Pues en aquella Roma de zalemas y adulaciones era ya costumbre divinizar a todos los emperadores cuando morían. Después de tres días y tres noches de disentería, amarillo como un limón y con la frente empapada en sudor, tuvo aún fuerzas para levantarse, miró a los circunstantes que a su vez le contemplaban asustados y, riéndose a carcajadas para poner de manifiesto que se daba cuenta de la tontería que estaba cometiendo: «Ya sé, ya sé… —farfulló—. Pero, ¿qué queréis? ¡Un emperador debe morir de pie!»

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