El gran señor romano de aquellos tiempos se levantaba por la mañana sobre las siete y como primera actividad recibía durante un par de horas a sus clientes, ofreciendo la mejilla al beso de cada uno de ellos. Luego hacía la primera colación, muy sobria.
Y por fin recibía las visitas de amigos y las devolvía. Ésta era una de las obligaciones más rígidamente observadas por la
social life
romana. Negarse a asistir a un amigo mientras extendía el testamento, o a participar en las bodas de sus hijos, o a leer sus poesías, o a apoyar su candidatura, o a avalar sus letras de cambio, era una ofensa que redundaba en descrédito. Sólo después del pago de estas deudas podía pensarse en los propios asuntos personales.
Esa regla era válida asimismo para la gente de condición más modesta, la de la burguesía media. Ésta trabajaba hasta mediodía, tomaba un refrigerio ligero, a la americana, y volvía al trabajo. Pero todos, quién antes, quién después, según el oficio y el horario, acababan por encontrarse en las termas públicas para el baño. Ningún pueblo ha sido jamás tan limpio como el romano. Cada palacio tenía su piscina privada. Pero había más de mil públicas, a disposición de la gente vulgar, con capacidad media de mil usuarios a la vez. Estaban abiertas desde el alba hasta la una de la tarde para las mujeres, y desde las dos hasta el crepúsculo para los hombres, hasta que se volvieron promiscuas. La entrada costaba diez liras, servicio incluido. Se desnudaban en una cabina, iban a hacer ejercicios de pugilato, de jabalina, baloncesto, salto y lanzamiento de disco en la palestra; luego, entraban en la sala de masaje. Y al final empezaba el baño propiamente dicho, que seguía una severa regla litúrgica. Primero se entraba en el
tepidarium
de aire tibio; luego en el
calidarium
de aire cálido; después en el
laconicum
de vapor hirviente, donde se hacía consumo de una novedad recién importada de las Galias: el jabón. Y, por fin, para provocar una sana reacción de la sangre, se echaban a nadar en el agua helada de la piscina.
Después de lo cual se secaban, se untaban de aceite, se vestían y pasaban a la sala de juego a hacer una partida de ajedrez o de dados, o a la de conversación para charlar un ratito con los amigos que se sabía con certeza encontrar o al
restaurant
a hacer una buena comidita que, hasta cuando era sobria, consistía al menos en seis platos, de ellos dos de cerdo. La consumían tendidos en los
triclinios
, especie de divanes de tres patas, con el cuerpo extendido para que descansase de los ejercicios efectuados poco antes, el brazo izquierdo apoyado sobre la almohada para sostener la cabeza y el derecho estirado para coger las viandas de sobre la mesa. La cocina era pesada, con muchas salsas de grasa animal. Pero los romanos tenían el estómago sólido y lo demostraban en ocasión de los banquetes que celebraban con mucha frecuencia.
Se iniciaban a las cuatro de la tarde y duraban hasta avanzada la noche, y a veces hasta el día siguiente. Las mesas estaban cubiertas de flores y el aire lleno de perfumes. Los servidores, con ricos uniformes, tenían que ser, por lo menos, en doble número que los invitados. No se admitían más que pitanzas raras y exóticas. «De peces —decía Juvenal— se requieren aquellos que cuestan más que los pescadores.» La langosta roja se llevaba el premio, pues la pagaban hasta a sesenta mil liras cada una, siendo Vedio Polión el primero que intentó su cría. Las ostras y las pechugas de tordo eran platos obligados.
Y Apicio se hizo una posición en la sociedad inventando un plato nuevo: el
paté de foie gras
, engordando las patos a fuerza de higos. Era un hombre curioso el tal Apicio; devoró en comidas un patrimonio colosal, y cuando lo vio reducido a sólo mil millones, se suicidó considerándose caído en la miseria.
En aquellas ocasiones el banquete se convertía en orgía, el anfitrión ofrecía en don objetos preciosos a los huéspedes, y los criados pasaban por entre las mesas distribuyendo eméticos que provocaban el vómito y permitían empezar a comer de nuevo.
El eructo estaba permitido. Es más, era un signo de aprecio de las bondades del yantar.
SU CAPITALISMO
Roma no era una ciudad industrial. Como grandes establecimientos había tan sólo una importante papelería y una fábrica de colorantes. Desde los antiguos tiempos, su verdadera industria era la política, que ofrece, para las ganancias, atajos mucho más rápidos que el trabajo verdadero. Y esta vocación no ha cambiado tampoco en nuestros días.
La principal fuente de riqueza de los señores romanos era la intriga en los pasillos de los ministerios y el saqueo de las provincias. Gastaban mucho dinero en hacer carrera. Mas, una vez llegados a algún alto cargo administrativo, se resarcían con pingües intereses, aplicando las ganancias a la agricultura. Junio Columela y Plinio nos han dejado el retrato de aquella sociedad latifundista y del criterio que seguía para la explotación de las fincas.
La pequeña propiedad que los Graco, César y Augusto habían querido restablecer con sus leyes agrarias no había resistido a la competencia del latifundio: una guerra o un año de sequía bastaban para destruirla en provecho de los grandes feudos que contaban con medios de resistir a ellas. Los había grandes como reinos, dice Séneca, atendidos por esclavos que no costaban nada, pero que trabajaban la tierra sin criterio alguno, y especializados en la ganadería, que rentaba más que labrar los campos. Pastos de diez o veinte mil hectáreas con diez o veinte mil cabezas no eran raros.
Pero entre Claudio y Domiciano comenzó una lenta transformación. El largo período de paz y la extensión de la plena ciudadanía a los provincianos interrumpieron el aprovisionamiento de esclavos, que comenzaron a escasear y, además, a ser más caros. La mejora de los cruzamientos condujo a una sobreproducción de ganado, el cual, falto además de los piensos que necesitaba, bajó de precio. Muchos ganaderos juzgaron más conveniente volver a la agricultura, dividieron las fincas en predios y los dieron en explotación a arrendatarios, o
colonos
, que fueron los antepasados de los campesinos de hoy, que mucho se les parecen si es verdad lo que Plinio cuenta de ellos; tenaces, testarudos, avaros, desconfiados y conservadores.
Éstos entendían de agro y estaban interesados en su rendimiento. De golpe comenzó el uso de abonos, la rotación del cultivo y la selección de semillas. Los fruticultores importaron y trasplantaron, tras experimentos racionales, la uva, el melocotón, el albaricoque y el cerezo. Plinio enumera veintinueve clases de higos. Y el vino fue producido en tal cantidad, que Domiciano, para impedir una crisis, prohibió plantar nuevos viñedos.
En torno a esos microcosmos agrícolas, y para completar su autarquía, nacieron, sobre una base artesana, las industrias. Una granja era considerada tanto más rica cuanto más se bastaba a sus propias necesidades. En ella había matadero donde sacrificar las reses y embutir sus carnes. En ella estaba el horno donde cocer los ladrillos. En ella se curtían las pieles y se confeccionaban los zapatos. En ella se tejía la lana y se cortaban los vestidos. No había asomo de esa «especialización» que hoy en día hace insoportable el trabajo y transforma en autómata a quien lo ejecuta. En aquellos tiempos, una vez desuncidas las bestias del arado, el industrioso campesino se convertía en carpintero o se ponía a forjar hierro para convertirlo en ganchos u ollas. La vida de aquellos agricultores artesanos era más plena y varia que en nuestros tiempos.
Las únicas industrias llevadas con criterios modernos eran las extractivas. Teóricamente, el propietario del subsuelo era el Estado, pero arrendaba su explotación, conforme a modestos cánones de arriendo, a los particulares. El interés estimuló a éstos a descubrir el azufre en Sicilia, el carbón en Lombardía, el hierro en el Elba y el mármol en Lunigiana, así como su empleo. Los costos de producción eran mínimos porque el trabajo en los pozos se confiaba exclusivamente a esclavos y a forzados, a los cuales no había que pagar ningún salario ni era necesario asegurar contra ningún accidente. Dadas las condiciones de las minas, catástrofes como la de Marcinelle debían de ocurrir cada semana, con millares de muertos. Los historiadores romanos olvidaron decirlo porque, para ellos, esos episodios no «eran noticia» como se dice en jerga periodística. Otra gran industria era la construcción, con sus especialistas, desde leñadores a fontaneros y vidrieros. Mas no pudo desarrollarse un verdadero capitalismo sobre todo por la competencia que el trabajo servil hacía al mecánico. Cien esclavos costaban menos de lo que hubiera costado una turbina, y el maquinismo habría creado un problema de paro insoluble.
Sin embargo, muchos servicios públicos estuvieron mejor organizados entonces que, pongamos por caso, en la Europa del siglo XVIII. El Imperio tenía cien mil kilómetros de autopistas; Italia poseía ella sola cerca de cuatrocientas grandes arterias, sobre las que se desenvolvía un tránsito intenso y ordenado. Su pavimentado había permitido a César recorrer mil quinientos kilómetros en ocho días, y el mensajero que el Senado mandó a Galba para comunicarle la muerte de Nerón empleó treinta y seis horas en recorrer quinientos kilómetros. El correo no era público, por bien que se llamase
cursus publicus
. Organizado por Augusto según el sistema persa; debía servir solamente como valija diplomática, o sea para la correspondencia de Estado, no pudiendo los particulares utilizarla sin un permiso especial. El telégrafo era sustituido por señales luminosas a través de faros instalados en las alturas y permaneció sustancialmente idéntico hasta los tiempos de Napoleón. El correo privado estaba regido por compañías privadas, o bien confiado a amigos o gentes de paso. Tero los grandes señores como Xépido, Apicio, Tolión, tenían un servicio por su cuenta del que estaban orgullosísimos.
Empalmes y postas estaban magníficamente concatenados. A cada kilómetro, un mojón indicaba la distancia de la ciudad más próxima. Cada diez kilómetros había una
estación
con restaurante, habitaciones, cuadra y caballos frescos en alquiler. Cada treinta, había una
mansión
que además de lo anterior, más espacioso y mejor organizado, se añadía también un burdel. Los itinerarios eran vigilados por patrullas de policía, que no consiguieron jamás, empero, hacerlos del todo seguros. Los grandes señores los recorrían seguidos de completos trenes de carros, dentro de los cuales dormían bajo la protección de sus servidores armados.
Florecía el turismo casi tanto como en nuestros tiempos. Plutarco ironiza sobre los
globetrotters
que infestaban la ciudad. Como la de los jóvenes ingleses del siglo pasado, la educación del joven romano no era completa antes del
grand tour
. Lo hacían sobre todo a Grecia, por vía marítima, embarcándose en Ostia o Pozzuoli, que eran los dos grandes puertos de la época. Los más pobres tomaban uno de tantos cargueros que iban en busca de mercancías a Oriente; para los más ricos había verdaderos transatlánticos, que navegaban a vela, pero que desplazaban hasta mil toneladas, tenían ciento cincuenta metros de eslora y contaban con camarotes de lujo. La piratería había desaparecido casi por completo bajo Augusto, quien, para debelarla, había instituido dos grandes
home fleets
permanentes en el Mediterráneo. De modo que entonces las naves viajaban incluso de noche, pero casi siempre costeando por miedo a las tempestades. No existían horarios, pues todo dependía de los vientos. Normalmente se andaba a cinco o seis nudos por hora, empleándose casi diez días de Ostia a Alejandría. Pero tampoco el pasaje costaba mucho: en un carguero, el trayecto hasta Atenas no rebasaba de cincuenta liras. Las tripulaciones eran duchas y semejantes a las de hoy: gente despreocupada y pendenciera, con marcadas inclinaciones a la taberna y el burdel. Los comandantes eran especialistas que poco a poco transformaron el oficio de la navegación en una verdadera ciencia. Hipalo descubrió la periodicidad de los monzones, y los viajes desde Egipto a la India que antes requerían seis meses, empezaban ahora a hacerse en uno. Aparecieron las primeras cartas marinas y se instalaron los primeros faros.
Todo ello sucedió rápidamente porque los romanos llevaban dentro, además de la pasión por las armas y las leyes, la de la ingeniería. No alcanzaron jamás en los estudios matemáticos las alturas especulativas de los griegos, pero las aplicaron mucho más prácticamente. La desecación del Fucino fue una auténtica obra maestra y las carreteras que construyeron continúan siendo aún hoy modélicas. Fueron los egipcios quienes descubrieron los principios de la hidráulica, pero los romanos los concretaron en acueductos y colectores de proporciones colosales. A ellos se debe el continuo chorrear de fuentes en la Roma de hoy.
Y Frontino, que organizó el sistema de ellas, incluso lo describió en un manual de alto valor científico. Precisamente compara estas obras de utilidad pública con la total inutilidad de las Pirámides y de muchas construcciones griegas. Y en sus palabras resplandece el genio romano, práctico, positivo, al servicio de la sociedad y no a remolque de los caprichos estéticos individuales.
Es difícil decir hasta qué punto el desarrollo de Roma y de su Imperio fue debido a la iniciativa privada y hasta qué punto al Estado. Éste era propietario del subsuelo, de un amplio patrimonio y probablemente también de algunas industrias de guerra. Garantizaba el precio del trigo con el sistema de la acumulación y emprendía directamente las grandes obras públicas para remediar el paro. Empleaba asimismo el Tesoro como Banco, prestando a los particulares, sobre sólidas garantías, dinero a alto interés. Pero no era muy rico. Sus ingresos, bajo Vespasiano, que los aumentó y administró con rigor, no rebasaban los cien mil millones de liras, sacadas sobre todo de los impuestos.
En líneas generales, puede decirse que era un Estado más liberal que socialista, el cual dejaba incluso a la iniciativa de sus generales el derecho de acuñar moneda en las «provincias» que gobernaban. El complejo sistema monetario que derivóse de ello fue un buen bocado para los banqueros que basaron en él todas sus diabluras: libretas de ahorro, letras de cambio, cheques, pagarés. Fundaron institutos a propósito con sucursales y corresponsales en todo el mundo, complejo sistema que hizo inevitables los
booms
y las crisis, como sucede también hoy.