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Elidur fue de nuevo elevado a la dignidad real. Mientras continuaba con sus buenas acciones la labor de su hermano mayor Gorboniano, sus otros dos hermanos, Yugenio y Peredur, reuniendo guerreros de todas partes, acudieron a combatirlo. Haciéndose con la victoria, capturan a Elidur y lo encierran dentro de la torre de la ciudad de Trinovanto, disponiendo guardianes para que lo vigilen. Después se reparten el reino entre los dos, cayéndole en suerte a Yugenio la parte que desde el río Humber se extiende hacia Occidente, y la otra, junto con toda Albania, a Peredur. Pasados siete años, murió Yugenio, y Peredur reinó sobre toda la isla. En cuanto tuvo el cetro en las manos, gobernó tan benigna y sobriamente que se decía que superaba a los hermanos que lo precedieron, y nadie echaba de menos a Elidur. Pero, como la muerte no sabe perdonar a nadie, le llegó de una forma inesperada, arrebatándole la vida. Entonces liberaron al punto de su prisión a Elidur, y por tercera vez ocupó éste el trono de Britania. Todo su tiempo lo colmó de bondad y justicia, de manera que cuando dejó la luz de este mundo permaneció como un ejemplo de piedad para las generaciones venideras.
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Muerto Elidur, recibió Regin, hijo de Gorboniano, la corona del reino e imitó a su tío en sentido común y en prudencia, evitando la tiranía y ejerciendo la justicia y la misericordia con el pueblo, sin apartarse nunca del camino recto. Tras él reinó Margano, hijo de Artgalón, quien, siguiendo el ejemplo de su padre en sus últimos años, gobernó la nación de los Britanos con tranquilidad. A éste lo sucedió Eniauno, su hermano, que se alejó mucho de su antecesor en la manera de gobernar, tanto que, en el sexto año de su reinado, fue depuesto del solio regio por preferir la tiranía a la justicia. En su lugar fue nombrado rey su primo Idvalón, hijo de Yugenio, quien, prevenido por la suerte que había corrido Eniauno, cultivó la justicia y la equidad. A Idvalón lo sucedió Runo, hijo de Peredur. A Runo, Geroncio, hijo de Elidur. A Geroncio, Cátelo, su hijo. A Cátelo, Coilo. A Coilo, Porrex. A Porrex, Querin. Tuvo Querin tres hijos, a saber, Fulgencio, Eldado y Andragio, que reinaron uno tras otro. A Andragio lo sucedió Urián, su hijo. A Urián, Eliud. A Eliud, Elidauco. A Elidauco, Cloteno. A Cloteno, Gurgintio. A Gurgintio, Meriano. A Meriano, Bledudo. A Bledudo, Cap. A Cap, Oeno. A Oeno, Sisilio. A Sisilio, Bledgabred. Sobrepasó este último a todos los cantores del pasado, tanto por la armonía de su voz como por su habilidad con todo género de instrumentos musicales, y fue justamente llamado el dios de los juglares. Tras él reinó Artinail, su hermano. A Artinail lo sucedió Eldol. A Eldol, Redión. A Redión, Rederquio. A Rederquio, Samuil Penisel. A Samuil Penisel, Pir. A Pir, Capoir. A Capoir, su hijo Cligüeil, hombre prudente y sobrio en todos sus actos y que, sobre todas las cosas, ejerció la más alta justicia entre los pueblos a él sometidos.
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A Cligüeil lo sucedió su hijo Helí, que gobernó el reino durante cuarenta años. Engendró tres hijos: Lud, Casibelauno y Nenio. El mayor de los tres, a saber, Lud, recibió el reino al morir su padre. Fue un glorioso constructor de ciudades y restauró las murallas de Trinovanto, rodeando la urbe de innumerables torres. Ordenó, además, a sus habitantes que construyesen en ella casas y edificios lujosos, de modo que no hubiese en todo el mundo una ciudad con tantos y tan bellos palacios. Fue un buen guerrero, y generoso a la hora de dar banquetes. Y, aunque poseía muchas ciudades, amó a Trinovanto sobre todas, permaneciendo en ella la mayor parte del año. Acabó llamándola Kaerlud, de su nombre, que más tarde se convertiría en Kaerludein, y después, con el cambio de lenguas, en Lundene, y luego en Londres, tras el desembarco del pueblo extranjero que sometería Britania. Al morir Lud, su cuerpo fue enterrado en la antedicha ciudad, junto a la puerta que todavía hoy se llama en lengua británica Portlud, y Ludesgata
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en lengua sajona. Dos hijos le nacieron, Androgeo y Tenuancio, pero su corta edad les impedía gobernar el reino, por lo que su tío Casibelauno ocupó el trono en su lugar. Tan pronto como fue coronado, comenzó a florecer en largueza y bondad, de tal manera que su fama se divulgó hasta en los reinos más remotos. Pareció entonces oportuno que el reino continuase en sus manos, prescindiendo de la edad de sus sobrinos. Para compensarlos, Casibelauno, que los tenía en gran estima, no quiso que se vieran privados de dominios propios y entregó la ciudad de Trinovanto, junto con el ducado de Cantia
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, a Androgeo, y el ducado de Cornubia a Tenuancio. Él, por su parte, investido de la diadema regia, tenía poder sobre ellos y sobre todos los príncipes de la isla.
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En el ínterin sucedió, como cuentan las historias de Roma, que César, sometida Galia, llegó a la costa de los Rutenos
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. Cuando vio desde allí la isla de Britania, preguntó a los circunstantes qué país era aquél y quiénes eran sus habitantes. Y, una vez satisfecha su curiosidad, dijo oteando el horizonte:
—«¡Por Hércules! Esos Britanos y nosotros, Romanos, hemos nacido de la misma sangre, puesto que descendemos del pueblo troyano. Eneas, tras la caída de Troya, fue nuestro primer padre; el de ellos, Bruto, a quien Silvio, hijo de Ascanio, hijo de Eneas, engendró. Pero, si no me equivoco, mucho han degenerado en relación con nosotros, pues, situados en medio del Océano, fuera de los límites del mundo, no pueden conocer el arte de la guerra. Resultará fácil obligarlos a pagar tributo y a rendir perpetua obediencia a la dignidad de Roma. Sin embargo, ya que hasta ahora han permanecido inaccesibles para el pueblo romano, conviene antes enviarles recado para que, como las demás naciones, acepten someterse al senado y pagar impuestos, no vaya a ser que, empleando la fuerza y derramando la sangre de nuestros afines, ofendamos la antigua nobleza de nuestro común padre Príamo».
Habiendo enviado este mensaje con su carta al rey Casibelauno, éste se indignó mucho e hizo llegar a César la siguiente respuesta:
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Casibelauno, rey de los Britanos, a Gayo Julio César. Es asombrosa, César, la codicia del pueblo romano. Ávido de oro y plata, no nos respeta ni siquiera a nosotros, que vivimos fuera del mundo, en medio de los infinitos peligros del Océano, sino que quiere arrebatarnos los bienes que hasta hoy hemos poseído tranquilamente. Y no contento con eso, intenta que depongamos nuestra libertad y nos sometamos en perpetua servidumbre a su dominio. Es un deshonor para ti, César, insultamos de esa manera, viendo que la misma noble sangre de Eneas discurre por las venas de Britanos y Romanos, y que esas mismas gloriosas cadenas que nos unen en un parentesco común deberían fundimos en firme y constante amistad. Eso es lo que tendrías que habernos pedido, no servidumbre, pues hemos aprendido a dar amistad con largueza, no a soportar el yugo de la esclavitud. Estamos acostumbrados a gozar de la libertad e ignoramos lo que es la servidumbre. Si los propios dioses intentaran arrebatarnos nuestra independencia, nos opondríamos a ello con todas nuestras fuerzas, y seguiríamos siendo libres. Ten por seguro, César, que si, cumpliendo tu amenaza, invades la isla de Britania, combatiremos hasta el último hombre por nuestra libertad y nuestra patria.
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Una vez leída esta carta, Gayo Julio César dispone su escuadra y sólo aguarda vientos favorables para llevar a efecto lo que anunciara en su mensaje a Casibelauno. Tan pronto como sopla el viento propicio, iza velas y desembarca con su ejército en las bocas del río Támesis. Atracaban las naves cuando Casibelauno salió al encuentro del invasor con todas sus tropas y, llegando a la ciudad de Dorobelo
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, celebró allí consejo con sus barones, a fin de decidir cuál sería el plan adecuado para rechazar con más éxito al enemigo. Junto a él se encontraba Belino, comandante en jefe de su ejército, cuya opinión contaba tanto a la hora de gobernar el reino, y sus dos sobrinos, a saber, Androgeo, duque de Trinovanto, y Tenuancio, duque de Cornubia. Había, además, tres reyes que eran sus vasallos: Cridioco de Albania, Güeitaet de Venedocia
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y Britael de Demecia, quienes, ansiosos de luchar, animaron al resto a dirigirse sin tardanza al campamento de César y caer sobre él, sin darle tiempo a conquistar ciudad o fortaleza alguna, toda vez que, si conseguía adueñarse de algunas de las plazas fuertes del país, sería mucho más difícil vencerlo, al tener un lugar donde refugiarse en compañía de sus hombres. Mostrándose todos de acuerdo en semejante estrategia, se dirigieron a la costa donde Julio había levantado sus tiendas y su campamento, y allí, formados ambos ejércitos, trabaron entre sí combate cuerpo a cuerpo, intercambiando golpes de espada y lanza. Muy pronto los heridos se amontonan en tierra, alcanzados por dardos sus órganos vitales, y el suelo se inunda con la sangre de los muertos, como si un repentino viento del sur vomitara de nuevo el mar tragado por la arena
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. En el punto más álgido de la batalla, quiso el azar que Nenio y Androgeo, al frente de los habitantes de Cantia y de los ciudadanos de Trinovanto, chocaran contra el cuerpo de guardia del emperador. La cohorte imperial fue dispersada casi por completo por las cerradas filas de los asaltantes britanos. Menudeaban los golpes, cuando la fortuna dio a Nenio la oportunidad de medirse con Julio en persona. Atacó Nenio al emperador, sobremanera alegre de poder descargar al menos un golpe sobre un caudillo tan famoso. Cuando César vio que lo atacaba, detuvo el golpe con su escudo y, desenvainando la espada, lo golpeó a su vez en el yelmo con todas sus fuerzas. Blandió otra vez su acero y quiso propinarle un nuevo golpe que acabara con él, pero Nenio adivinó sus intenciones e interpuso su escudo, donde el arma de Julio, cortando el aire desde el yelmo con toda su potencia, quedó tan firmemente clavada que el emperador, no pudiendo resistir más ante el empuje de las tropas britanas, no fue capaz de recuperarla. Habiendo obtenido de esta manera la espada de César, Nenio se desprendió de la suya y, arrancando la otra del escudo, se lanzó con ella en la mano en medio de sus enemigos. Al que golpeaba con esa espada lo dejaba sin cabeza, o tan herido que no hubiese en él ninguna esperanza de conservar la vida. Mientras siembra el estrago de este modo, le sale al encuentro el tribuno Labieno, siendo muerto por Nenio en el acto. Finalmente, cuando ya había transcurrido la mayor parte del día, los Britanos avanzaron en compacta formación y, cargando valientemente, obtuvieron el triunfo con la ayuda de Dios. César se retiró a su campamento y a las naves con su maltrecho ejército, y, al abrigo de la noche, una vez reunidos los supervivientes, embarcó en sus navíos, muy alegre de tener a Neptuno por campamento. Y cuando sus compañeros lo disuadieron de continuar la guerra, siguió sus consejos y volvió a Galia.
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Casibelauno dio gracias a Dios
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por la victoria conseguida, convocó a sus camaradas y los recompensó con principescos dones, a cada uno según sus méritos en la refriega. Sin embargo, el dolor oprimía su corazón, pues su hermano Nenio había sido herido mortalmente y su vida estaba a punto de extinguirse. Lo había herido Julio en el combate singular que mantuvo con él, abriéndole una llaga incurable. Quince días después de la batalla penetró en él la muerte, y dejó la luz de este mundo; fue enterrado en Trinovanto, junto a la puerta norte de la ciudad. Celebraron exequias regias en su honor, colocando a su lado, en el sarcófago, la espada de César que se había clavado en su escudo mientras luchaban. Y el nombre de la espada era Muerte Amarilla, porque ningún hombre golpeado con ella había conseguido escapar vivo.
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Cuando Julio volvió la espalda al enemigo y desembarcó en las costas de Galia, los Galos pensaron en rebelarse contra él, deseosos de sacudirse su dominio. Pensaban que estaba tan debilitado que no había ya ningún motivo para temerlo. No corría entre ellos sino un mismo rumor, y era que todo el mar hervía bajo las naves de Casibelauno, que había salido en persecución de los fugitivos. Los más audaces tramaban ya cómo expulsar a César de su territorio. Sabiéndolo Julio, no quiere emprender una guerra dudosa contra un pueblo de probada fiereza; antes bien, decide abrir las arcas de sus tesoros y dirigirse, uno por uno, a los distintos cabecillas, reduciéndolos a la concordia por medio de espléndidos regalos. En cuanto al pueblo llano, le promete la libertad y la restitución de las riquezas incautadas, y a los esclavos, la manumisión. Así, el que antes los había despojado de cuanto poseían, fulminándolos con la ferocidad de un león, ahora es un manso corderillo que bala humildemente, feliz de poder devolverlo todo. Y persevera en estas lisonjas hasta que pacifica todo el país y recobra el poder perdido. En el ínterin, ni un día pasa sin que le venga a la memoria su fuga y la victoria de los Britanos.
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Dos años después, está dispuesto a cruzar de nuevo el océano y vengarse de Casibelauno. Advertido éste, fortifica por doquier sus ciudades, reconstruye las murallas en ruinas, coloca hombres armados en cada puerto. Clava, además, en el fondo del río Támesis, por donde César ha de navegar para llegar a Trinovanto, estacas de hierro y de plomo del grosor de un muslo de hombre, a fin de destrozar las naves de Julio. Reuniendo también a todos los jóvenes de la isla, los acuartela a lo largo de la costa y espera la llegada del enemigo.
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Julio, entretanto, después de preparar todo lo necesario para la expedición, se hizo a la mar con incontable número de soldados, deseoso de sembrar la matanza entre el pueblo que lo había derrotado. Y, sin duda, lo hubiese conseguido de haberse mantenido la flota incólume en el momento del desembarco. Pues, mientras navegaba por el Támesis rumbo a la antedicha ciudad, sus naves se encontraron con las estacas clavadas en el lecho del río, y sobrevino la catástrofe: los soldados se ahogaron por millares al invadir el agua los agujereados navíos. Cuando César se apercibió de lo que estaba sucediendo, recogió velas lo más rápidamente que pudo y se apresuró a tocar tierra. Los que, a duras penas, habían conseguido salvarse del peligro de las estacas tocaron tierra junto a él, arrastrándose. Casibelauno lo veía todo desde la ribera, y mucho se alegró de que tantos hombres se ahogaran, pero lo entristeció que los demás consiguieran salvarse. Dio, en fin, la señal a sus camaradas y cargó contra los Romanos. Éstos, a pesar del peligro que habían soportado en el río, una vez alcanzaron tierra firme resistieron valientemente el ataque de los Britanos. Con su propio coraje por muralla infligieron al enemigo no pequeña matanza, aunque mayores eran sus bajas que las de sus rivales, pues, habiendo perdido tanta gente en el río, su número había disminuido considerablemente. Los Britanos, en cambio, recibían refuerzos constantemente, y los triplicaban en número, de manera que terminaron por obtener la victoria ante sus debilitados enemigos. En cuanto César se vio vencido, huyó con los escasos hombres que le quedaban a las naves y se acogió al abrigo del mar sin que nadie se lo impidiese. Como soplaban vientos propicios, izó velas y puso proa al litoral de los Morianos
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. Buscó cobijo allí en una torre que había hecho construir en un lugar llamado Odnea
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, antes de esta última expedición a Britania. Desconfiaba de la lealtad de los volubles Galos, pues podían sublevarse por segunda vez, como antes dijimos que hicieron, cuando él mostró por vez primera la espalda a los Britanos. En previsión de esta eventualidad, se había hecho edificar esta torre como lugar de refugio, para poder resistir en ella una insurrección popular como la que dijimos que se produjo.