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Authors: Geoffrey de Monmouth

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Historia de los reyes de Britania (13 page)

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Allí Caradoc, duque de Cornubia, tomando consigo a su hijo Mauric, ordenó retirarse a los presentes y se dirigió al rey en estos términos:

—«He aquí que aquello que han deseado durante tanto tiempo los que con más auténtica devoción cultivan la obediencia y la fidelidad para contigo, acaba de llegar por voluntad divina a esta corte. Ordenaste a tus barones que te dieran consejo acerca de lo que debías hacer con tu hija y con tu reino, pues tu avanzada edad hacía difícil que pudieses gobernar por mucho tiempo más a tu pueblo. Opinaban unos que la corona debía ser entregada a Conan, tu sobrino, y que tu hija debía ser casada convenientemente en alguna otra tierra, pues temían la ruina de nuestros conciudadanos si un príncipe de lengua extranjera accedía al trono. Otros le concedían el reino a tu hija, con tal que se casase con algún noble de nuestra propia lengua que, a tu muerte, te sucedería en el trono. La mayoría, sin embargo, pensaba que debía buscarse a un hombre de la raza de los emperadores y darle a él a tu hija y, con ella, la corona del reino. Aseguraban que ese matrimonio contribuiría a hacer la paz más firme y estable, pues el poder de Roma velaría por nosotros. He aquí que Dios se ha dignado traer a nuestras costas a este joven, nacido no sólo de la sangre de los Romanos, sino también del linaje real de los Britanos. Si sigues mi consejo, no dudarás en casar a tu hija con él. Supón que te negases: ¿qué argumento legal podrías traer a colación contra él en lo que atañe al reino de Britania? Es de la sangre de Constantino. Es sobrino de nuestro rey Coel, cuya hija Helena no podemos negar que poseyó este reino por derecho de herencia».

Así razonaba Caradoc, y Octavio fue del mismo parecer, de manera que, con el consentimiento unánime de la asamblea, dio a Maximiano el reino de Britania, y a su hija con él. Cuando ve esto Conan Meriadoc, se indigna más allá de lo que puede expresarse con palabras, se retira a Albania y se dedica a reunir un ejército, con ánimo de hostigar a Maximiano. Una vez congregadas sus tropas, cruza el Humber, saqueando el país a ambas orillas del río. Cuando lo supo Maximiano, reunió a todas sus fuerzas y se apresuró al encuentro de Conan, le presentó batalla y abandonó victorioso el campo. No obstante, Conan no se desalienta, sino que, reagrupando su ejército, amenaza con la destrucción de las provincias. Vuelve a la carga Maximiano, y, enfrentándose a su rival en sucesivas batallas, unas veces obtiene el triunfo y otras resulta derrotado. Finalmente, cuando ya se han causado mutuamente todo el daño posible, terminan por reconciliarse con el parabién de sus amigos.

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Pasaron cinco años. Maximiano se ensoberbeció a causa de la enorme cantidad de oro y de plata que afluía a su reino diariamente. De modo que dispuso una poderosísima escuadra y reclutó a todos los Britanos susceptibles de llevar un arma. El reino de Britania no era ya lo suficientemente grande para él; quería subyugar también las Galias. Cruzó el estrecho y llegó, primero, al reino de Armórica, que ahora se conoce por Bretaña, y comenzó a atacar al pueblo franco que habitaba allí. Los Francos, con Imbalto como caudillo, salieron a su encuentro y trabaron batalla con él; pero la mayoría sucumbió y el resto emprendió la fuga. El propio duque Imbalto había caído, y con él quince mil de los guerreros que habían acudido de todas partes de su reino. Maximiano exultaba de gozo al ver que había llevado a cabo tal matanza, pues sabía que después de la muerte de tantos hombres el país sería sometido sin dificultad. Llamó entonces a Conan a su presencia fuera de las filas y le dijo con una leve sonrisa:

—«Acabamos de subyugar uno de los mejores reinos de Galia. Tenemos razones para esperar que nos apoderaremos del resto. Debemos conquistar sus ciudades y fortalezas a la mayor brevedad posible, antes de que las nuevas de nuestra victoria lleguen a la Galia ulterior y llamen a la nación entera a las armas. Si hemos sido capaces de tomar este reino, no me cabe la menor duda de que someteremos a nuestro poder toda Galia. No debe contrariarte el haber permitido que el reino de la isla de Britania pasara a mis manos, por más que tú tuvieras esperanzas de ocupar el trono, pues todo aquello que has perdido allá te lo devolveré yo aquí, en esta tierra. Te haré rey de este reino, y habrá una segunda Britania que poblaremos con hombres de nuestra raza, una vez expulsados los que ahora la habitan. El país es fértil en mieses, y abundan los peces en sus ríos; son muy bellos sus bosques y hay prados deliciosos por todas partes. No existe, en mi opinión, en el mundo un país tan encantador».

Conan inclinó la cabeza, dio las gracias a Maximiano y prometió permanecerle fiel y rendirle homenaje mientras viviese.

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Después reunieron sus tropas, marcharon sobre Rennes y la tomaron ese mismo día; conocida la crueldad de los Britanos y divulgado el número de hombres a los que habían dado muerte, los habitantes de la ciudad huyeron precipitadamente dejando atrás a sus mujeres y a sus niños. Las demás ciudades y fortalezas siguieron el ejemplo de Rennes, así que los Britanos avanzaban sin hallar resistencia. Donde quiera que llegaban, mataban a toda la población masculina, perdonando la vida tan sólo a las mujeres. Al fin, cuando ya habían limpiado por completo de varones todo el país, guarnecieron las ciudades y fortalezas con soldados britanos y fortificaron las eminencias. La crueldad de Maximiano se hizo pronto famosa en las demás provincias de las Galias. Un terror sin medida se apoderó de duques y príncipes, tal que perdieron toda esperanza y se dedicaban tan sólo a hacer votos y recitar plegarias. Abandonaron sus casas de campo y corrieron a refugiarse en ciudades y fortalezas, y en todos aquellos lugares que se les antojaban seguros. Maximiano, sabiéndose terrible, desarrolla una audacia mayor y se apresura a aumentar su ejército con generosas dádivas. Alista a todos los amigos de lo ajeno y no vacila en llenar sus alforjas de oro, plata o cualquier otro don.

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De manera que reunió una multitud de hombres tal que con ella se consideraba capaz de someter toda la Galia. Aplazó, sin embargo, por algún tiempo sus crueldades, hasta que, una vez pacificado por completo el reino que acababa de conquistar, lo hubiese repoblado con gentes venidas de Britania. Así que promulgó un edicto por el cual fuesen reunidos en la isla cien mil hombres del pueblo llano y se trasladaran aquí; y con ellos treinta mil soldados, para defender a los nuevos pobladores del país de cualquier ataque enemigo. Cuando todo estuvo dispuesto, distribuyó a los recién llegados entre todas las tribus del reino de Armórica, fundando una segunda Britania que confió a Conan Meriadoc, y él partió con el resto de sus hombres a la Galia ulterior, sometiéndola después de encarnizadísimos combates. Lo mismo hizo con Germania, sin perder una sola batalla, y, estableciendo la sede de su imperio en Tréveris, descargó su furor sobre los dos emperadores, Graciano y Valentiniano, matando al primero y expulsando de Roma al segundo.

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Entretanto, los Galos y los Aquitanos hostigaban a Conan y a los Britanos de Armórica, y los fastidiaban continuamente con repetidas incursiones
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. Conan resistía estos ataques, devolviendo matanza por matanza, y defendía varonilmente la tierra a él confiada. Cuando la victoria se hubo decantado de su parte, decidió dar esposas a sus compañeros de armas, a fin de que naciesen herederos que poseyeran aquel país a perpetuidad. Para evitar cualquier mezcla de sangre con los Galos, ordenó que viniesen mujeres de la isla de Britania a casarse con ellos. A este fin, envió mensajeros a Dionoto, rey de Cornubia, que había sucedido a su hermano Caradoc en el reino, para que se hiciese cargo del asunto. Dionoto era noble y poderoso. Fue a él a quien había encomendado Maximiano el gobierno de la isla mientras acometía las referidas empresas. Tenía una hija de admirable belleza, cuyo nombre era Úrsula, a la que Conan había deseado siempre sobre todas las cosas.

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Cuando Dionoto vio al mensajero de Conan, quiso cumplir su encargo y, al efecto, reunió hijas de nobles de las distintas provincias en número de once mil, junto a sesenta mil hijas del pueblo llano, y ordenó que acudieran todas a la ciudad de Londres. Mandó, además, que trajeran allí, desde las diferentes costas, naves a bordo de las cuales pudiesen ellas cruzar el mar rumbo a sus futuros esposos. Esto agradaba a muchas de conjunto tan numeroso, pero desagradaba a las más, que amaban a sus padres y a su patria con mayor afición. No faltaban tampoco algunas que, anteponiendo la castidad al matrimonio, preferían perder la vida en no importa qué tierra extraña a obtener riquezas de esa manera. Lo cierto es que casi todas habrían elegido cosas diferentes si hubiesen podido llevar a cabo lo que realmente deseaban. Cuando la flota estuvo lista, subieron las mujeres a bordo de las naves y, siguiendo el curso del Támesis, se dirigieron a alta mar. Finalmente, cuando ya habían izado velas rumbo a las costas de Armórica, se levantaron vientos contrarios a la dirección de la flota y en poco tiempo la dispersaron. Las naves eran juguete de las olas y, en su mayor parte, se hundieron. Las que escaparon de peligro tan grande arribaron a islas habitadas por bárbaros, donde las náufragas fueron asesinadas o sometidas a esclavitud por gentes extrañas: habían caído en manos del execrable ejército de Guanio y Melga, quienes, por orden de Graciano, devastaban las costas de las naciones marítimas y de Germania con terrible matanza. Era Guanio rey de los Hunos, y Melga, de los Fictos. Graciano había hecho una alianza con ellos y los había enviado a Germania, a hostigar a los partidarios de Maximiano. En sus crueles correrías por el litoral, se toparon con las doncellas que, como he dicho, arribaron a aquellas tierras. Reparando en su belleza, quisieron solazarse con ellas. Como las jóvenes se negaran, los bárbaros se precipitaron sobre ellas y dieron muerte a la mayoría sin piedad. Tan pronto como Guanio y Melga, execrables caudillos de Pictos y Hunos y partidarios de Graciano y Valentiniano, se dieron cuenta de que no había en la isla de Britania un solo hombre de armas, se dirigieron hacia allá a toda prisa y, después de aliarse con los habitantes de las islas vecinas, desembarcaron en Albania. Puesto en marcha su ejército, invadieron el reino, que carecía de jefes y defensas, y sembraron la muerte entre el desprevenido pueblo. Recuérdese cómo Maximiano se había llevado consigo a cuantos jóvenes guerreros pudo encontrar, dejando inerme al irreflexivo paisanaje. Cuando Guanio y Melga descubrieron que los habitantes de la isla no estaban en condiciones de oponérseles, persistieron en la matanza y no dejaron un instante de saquear ciudades y provincias como si se tratara de apriscos de ovejas. Al enterarse Maximiano de calamidad tan atroz, envió a Graciano el Munícipe
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con dos legiones a ayudar al pueblo de Britania. Nada más llegar a la isla, combatieron con los referidos enemigos y, matando un gran número de ellos, los obligaron a huir a Hibernia. En el ínterin, Maximiano fue muerto en Roma por unos amigos de Graciano, y los Britanos que había llevado consigo fueron asesinados o dispersados. Los que lograron escapar buscaron refugio entre sus compatriotas de Armórica, que ya era conocida como la Otra Britania.

V.
LOS BÁRBAROS
1. Constantino y Constante: los Escotos y los Pictos

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En cuanto Graciano el Munícipe se enteró de la muerte de Maximiano, asumió la corona del reino y se instaló en el trono de Britania. Pero fue tal la tiranía que ejerció sobre el pueblo que los plebeyos cayeron sobre él en catervas y lo mataron. Al divulgarse la noticia de esta muerte en los demás reinos, los enemigos a los que me he referido antes regresaron de Hibernia y, trayendo consigo a los Escotos, Noruegos y Daneses, devastaron el reino de mar a mar a hierro y a fuego. A consecuencia de estos ataques y de tan cruel opresión, los Britanos enviaron a Roma legados con cartas en las que pedían con lágrimas y súplicas que viniera una fuerza armada a vengarlos, y prometían sumisión perpetua con tal que los bárbaros fuesen expulsados de la isla. Una legión que no había tomado parte en los anteriores desastres les fue inmediatamente enviada, transportándola en naves hasta Britania a través del Océano. Nada más llegar, los Romanos trabaron combate cuerpo a cuerpo con el enemigo, mataron un gran número de bárbaros, los expulsaron de la isla y liberaron al oprimido pueblo de la horrible devastación que lo afligía. Ordenaron después a los Britanos construir una muralla entre Albania y Deira, desde el mar hasta el mar. Una gran multitud de hombres participó en la construcción, que pretendía mantener a raya al enemigo y proporcionar protección a los ciudadanos. Albania había sido completamente devastada por los bárbaros que desembarcaran allí, y cualquier pueblo hostil la consideraba como un refugio seguro. Por ello, y utilizando fondos públicos y privados, los indígenas pusieron manos a la obra y terminaron la muralla.

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Los Romanos anunciaron entonces que, en lo sucesivo, no podrían soportar ya la carga de tan costosas expediciones, y que consideraban un insulto a Roma el hecho de que, por culpa de un puñado de ineptos bandidos errantes, se fatigase por tierra y mar un ejército de tales proporciones; los Britanos debían, en su opinión, habituarse al ejercicio de las armas y, combatiendo valerosamente, defender con todas sus fuerzas a su país, sus bienes, sus esposas, sus hijos y, lo que es aún más importante, su libertad y su vida. Para dirigirles esta admonición, ordenaron a todos los hombres en edad militar de la isla que se reunieran en Londres, pues ellos se disponían ya a embarcar de regreso a Roma. Cuando todos se hallaban reunidos, encargaron a Güetelino, metropolitano de Londres, que hablase, y fueron éstas sus palabras:

—«Ya que, por orden de los príncipes aquí presentes, debo dirigirme a vosotros, sabed que más deseos tengo de llorar que de trazar las líneas de un brillante discurso. Me entristece, en efecto, el estado de orfandad y debilidad en que os encontráis, desde que Maximiano despojó a este reino de todo su ejército y de toda su juventud. Vosotros sois todo lo que queda de Britania: una plebe ignorante de las armas que se ha ocupado de otros asuntos, como el cultivo de los campos y las diversas actividades relacionadas con el comercio. De modo que, cuando gentes hostiles de otras naciones vinieron a atacaros, os visteis obligados a abandonar vuestros apriscos, como si fuerais ovejas descarriadas sin pastor, hasta que el poder de Roma os restituyó vuestras posesiones. ¿Vais a depender siempre de la protección ajena? ¿No vais a equipar vuestras manos con escudos, espadas, lanzas, y plantar cara a unos ladrones que no son en absoluto más fuertes que vosotros sino a causa de vuestra apatía y de vuestra indolencia? Los Romanos están cansados de las fatigas de tanto viaje hecho con el único objeto de combatir en vuestro favor con vuestros enemigos. Prefieren renunciar al tributo que les pagáis a fatigarse por más tiempo y de esta manera por tierra y mar. Pues ¿qué? ¿Pensáis que habéis perdido toda humanidad por el simple hecho de que antes, en el tiempo en que teníais soldados, erais tan sólo el pueblo llano? ¿Es que no pueden nacer hombres ajenos a la casta paterna y proceder, así, un soldado de un campesino y un campesino de un soldado? Un soldado también puede ser hijo de un mercader, y un mercader hijo de un soldado. Por consiguiente, siendo como es normal el hecho de que alguien de una casta haya nacido de otro de otra, me resisto a creer que hayáis perdido las virtudes propias de un hombre. Y si sois hombres, ¡comportaos como tales! Rogad a Cristo que os dé coraje y defended vuestra libertad».

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