Historia de los reyes de Britania (7 page)

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Authors: Geoffrey de Monmouth

Tags: #Historico

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Pasó el tiempo, y apareció en escena un virtuoso joven llamado Dunvalón Molmucio. Era hijo de Cloten, rey de Cornubia, y superaba a todos los reyes de Britania en belleza y coraje. Tan pronto como sucedió a su padre, al morir éste, en el trono de su país, atacó a Píner, rey de Logres, y lo mató en el campo de batalla. A raíz de este triunfo, celebraron consejo Rudauco, rey de Cambria, y Estaterio, rey de Albania, y decidieron aliarse, dirigiendo sus ejércitos contra las provincias de Dunvalón, destruyendo ciudades y sembrando la muerte entre la población. Dunvalón les salió al encuentro con treinta mil guerreros. Ocuparon gran parte del día en combatir, y la victoria estaba indecisa. Entonces Dunvalón llamó aparte a los seiscientos jóvenes más bravos de su ejército y les ordenó que recogieran las armas de los enemigos caídos y las sustituyeran por las suyas. Él mismo, despojándose de las armas que llevaba, hizo lo mismo que pedía a sus hombres. Después los condujo a lo más denso de las filas enemigas, avanzando en la misma dirección que sus rivales, como si fuesen de su mismo bando. De ese modo, llegó al lugar donde estaban Rudauco y Estaterio, y dio orden a sus compañeros de que cargasen contra ellos. En el ataque perecieron los dos reyes citados, y muchos de los suyos con ellos. Pero Dunvalón Molmucio, temiendo ser herido por sus propios soldados, decide entonces regresar a sus filas en compañía de sus camaradas, y se desarma. Vuelve luego a coger las armas de las que se había despojado y exhorta a sus guerreros a una nueva embestida que él mismo acaudilla valientemente. Muy pronto la victoria es un hecho, una vez dispersado y puesto en fuga el enemigo. Para culminar su tarea, recorre los países de los reyes vencidos, derribando ciudades y fortalezas y sometiendo a los pueblos a su poder. Cuando hubo completado su dominio sobre toda la isla, hizo forjar para sí mismo una corona de oro y restauró la unidad primitiva de Britania.

Éste fue el rey que estableció entre los Britanos las leyes llamadas Molmucinas, que hoy los Anglos practican todavía. Entre otras disposiciones, consignadas mucho tiempo después por San Gildas, estableció que los templos de los dioses y las ciudades gozasen de un privilegio tal que, en el caso de que algún Fugitivo o delincuente buscase refugio en ellos, pudiera salir de allí libre de la persecución de sus enemigos. Estableció también que los caminos que conducían a los antedichos templos y ciudades, así como los arados de los labradores, serían por la misma ley inviolables. Durante su reinado, perdió el filo el cuchillo de los asesinos, y las crueldades de los bandidos desaparecieron de Britania, pues en ninguna parte había nadie que se atreviese a hacer violencia a un semejante. Por fin, cuarenta años después de ser coronado, murió y fue sepultado en la ciudad de Trinovanto, junto al templo de la Concordia que él mismo había hecho construir para consagrar sus leyes.

4. Belino y Brenio

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Desde la muerte de Dunvalón, sus dos hijos, Belino y Brenio, pugnaron por la sucesión al trono y por quién sería más digno de llevar la corona de Britania. Después de que se hubieron enfrentado en muchas batallas, los amigos de ambos decidieron intervenir y les hicieron llegar a un acuerdo. Pactaron que el reino se dividiera entre ambos de la siguiente forma: Belino tendría la corona de la isla junto con Logres, Cambria y Cornubia, pues era el mayor y la costumbre troyana exigía que la dignidad de la herencia recayera en el primogénito; Brenio, que era el menor, se sometería a su hermano y reinaría en Nortumbria, desde el Humber hasta Caithness. Un tratado solemne sancionó estos acuerdos, y ambos gobernaron el reino durante cinco años en paz y con justicia. Pero, al cumplirse ese quinquenio, comoquiera que la discordia está siempre al acecho en los períodos de prosperidad, ciertos forjadores de embustes se presentaron ante Brenio y le dijeron:

—«¿Qué desidia culpable se ha apoderado de ti para que aceptes vivir sometido a Belino, cuando un mismo padre, una misma madre y una misma nobleza te igualan por completo con él? Añade a esto, además, el hecho de tu experiencia en todo género de batallas, probada en tus numerosos encuentros con Queúlfo, duque de los Morianos
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; cuantas veces ha desembarcado en Britania, tantas otras lo has hecho retroceder tú hasta ponerlo en ruga lejos de nuestras costas. Rompe, pues, ese pacto que te llena de ignominia y pide en matrimonio a la hija de Elsingio, rey de Noruega, que a buen seguro recibirás ayuda de él para recuperar la dignidad perdida».

Después de corromper con estas y otras parecidas razones el ánimo del joven, no dejó éste de seguir su consejo y, embarcando rumbo a Noruega, se casó con la hija del rey, como le habían sugerido aquellos aduladores.

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En el ínterin, su hermano se enteró de todo y mucho se indignó de que, sin pedirle licencia ni permiso, hubiese obrado así contra él. De modo que Belino se dirigió a Nortumbria, tomó sus ciudades y puso en ellas guarnición propia. Cuando Brenio lo supo, reunió una gran hueste de Noruegos, armó una flota y partió hacia Britania. Pero, mientras surcaba la superficie de las aguas con viento favorable y sin recelo alguno, le salió al encuentro Güitlaco, rey de los Daneses, que lo andaba persiguiendo, pues se hallaba perdidamente enamorado de la joven con la que Brenio se había unido en matrimonio: fuera de sí, había aprestado naves y hombres, y se acercaba a toda vela a su enemigo. En la batalla naval que siguió, sucedió que el Danés se situó al azar junto a la nave en la que viajaba la esposa del Britano y, arrojados los garfios de abordaje, logró llevársela consigo y confiársela a sus camaradas. Es dura la pelea en las naves abordadas, que se ladean aquí y allá sobre lo hondo, y entonces, de improviso, soplan vientos desfavorables y el huracán dispersa las naves, conduciéndolas a costas diferentes. El rey de Dinamarca, después de dejarse llevar cinco días por la fuerza hostil de los vientos en medio de un continuo terror, desembarcó por fin con la joven en Nortumbria, sin saber a qué costas lo había arrojado la inopinada tempestad. Cuando los naturales del país se apercibieron del desembarco, capturaron a los náufragos y los llevaron ante Belino, que esperaba a orillas del mar la llegada de su hermano. Junto a la nave de Güitlaco se hallaron otras tres, de las que una había formado parte de la flota de Brenio. Fueron a decírselo al rey, y éste se alegró mucho, y más entonces, cuando más deseaba vengarse de su hermano.

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Unos días después, Brenio, que había conseguido volver a reunir su escuadra, desembarcó en Albania. En cuanto supo que su esposa y todos los que estaban con ella habían sido hechos prisioneros, y que su hermano le había arrebatado en su ausencia el reino de Nortumbria, envió mensajeros al rey, conminándolo a que le devolviera esposa y reino. Si no lo hacía así, pone a los dioses por testigos de que devastará toda la isla, de mar a mar, y matará a su propio hermano si se atreve a enfrentarse con él. Belino se negó a aceptar las exigencias de su hermano y, con todos los guerreros de Britania, se dirigió hacia Albania con ánimo de combatir. Conoció Brenio que su reclamación no había sido atendida al ver cómo su hermano venía contra él, y le salió al encuentro en un bosque llamado Calaterio
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con intención de pelear. Frente a frente, en el mismo campo, ambos dividen a sus hombres en compañías y avanzan uno contra el otro, dando comienzo la batalla. Gran parte del día la gastaron luchando, pues no faltaban combatientes de gran valor en ambos ejércitos. Aquí y allá corrían ríos de sangre, y los dardos lanzados por los guerreros producían enormes heridas mortales. Los heridos caían entre las filas como la mies bajo la hoz de los segadores. Al final, fueron los Britanos quienes prevalecieron, huyendo los Noruegos con sus mermadas compañías hacia sus naves. Pero Belino persiguió a los fugitivos, infligiéndoles implacable matanza. Cayeron en esta batalla quince mil de ellos, no llegando a mil los que escaparon sanos y salvos. Brenio encontró a duras penas una nave que el azar puso en su camino y se dirigió a las costas de Galia. Los demás que con él habían venido hallaban escondite donde el azar quería proporcionárselo.

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Consumada la victoria, Belino reunió a todos los nobles del reino en Eboraco
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para decidir lo que hacían con el rey de los Daneses, pues, desde la prisión, Güitlaco le había propuesto someterse junto con toda la nación danesa y pagarle anualmente tributo, si lo autorizaba a regresar a su país en compañía de su amada. Se le dijo al Danés que confirmase el acuerdo por medio de un solemne juramento y por la cesión de rehenes. Convocados de nuevo los nobles, todos convinieron en que Belino accediese a la petición de Güitlaco en los términos conocidos. Así, pues, el rey de Dinamarca fue liberado y volvió a su país en compañía de su amada.

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Viendo que nadie podía oponérsele en todo el reino de Britania y que, por consiguiente, era el dueño de toda la isla, desde el mar hasta el mar, Belino confirmó las leyes que había promulgado su padre y reorganizó la justicia en sus dominios. Hizo especial hincapié en que las ciudades y los caminos que conducían a las ciudades tuviesen garantizada la paz que Dunvalón les había asignado. Como había dudas acerca de los caminos a los que debía aplicarse el edicto, y el rey no quería ambigüedades en sus leyes, convocó a todos los obreros de la isla y les ordenó construir una calzada de piedra y argamasa que atravesara la isla en toda su longitud, desde el mar de Cornubia hasta el litoral de Caithness, y que condujese directamente a las ciudades que se encontraban en el camino. Mandó también construir otra que atravesara la isla en toda su anchura, desde la ciudad de Menevia
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, sita a orillas del mar Demético
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, hasta Puerto de Hamón
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, y que indicase con claridad la dirección a las ciudades situadas a lo largo de esa ruta; y otras dos que cruzaran la isla oblicuamente y dieran acceso a las demás ciudades. Las sancionó después con todos los honores y dignidades, y proclamó solemnemente que cualquier violencia ejercida contra un semejante en dichas calzadas sería castigada, y que todo delito que sobre ellas se cometiese pertenecía a la jurisdicción real. Pero si el lector quiere conocer con detalle estas ordenanzas, debe leer las leyes Molmucinas que el historiador Gildas tradujo de la lengua británica a la latina y que el rey Alfredo vertió del latín al inglés
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Mientras Belino rige sus dominios en paz y tranquilidad, su hermano Brenio, que —como quedó dicho— había arribado a las costas de Galia, se debate en angustias interiores. Lo han expulsado de su patria, no tiene medios para regresar y disfrutar de la dignidad que ha perdido. No sabiendo qué hacer, recurre a los príncipes de la Galia, acompañado de una escolta de doce caballeros tan sólo. Va visitándolos sucesivamente, narrándoles la historia de sus infortunios, sin obtener ayuda de nadie hasta que, finalmente, llega a la corte de Segino, duque de los Alóbroges
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, y es recibido por éste con todos los honores. Mientras habita allí, goza de unos niveles de familiaridad con el duque más íntimos que los de ningún otro cortesano. En todos los asuntos, tanto en la paz como en la guerra, muestra tal gallardía y tal valor que el duque lo ama ya con amor de padre. Y es que es hermoso, de miembros robustos y bien proporcionados, docto —según conviene a un hombre de su rango— en cetrería y caza mayor. Tanta amistad lo une con el duque que éste determina casarlo con su única hija, y, si al morir sigue sin tener heredero varón, le concede el reino de los Alóbroges en compañía de su hija. En el caso de que le nazca un hijo varón, le promete su ayuda para recuperar el trono de Britania; y no sólo lo promete el duque Segino, sino también todos sus campeones: tanta es la simpatía que en ellos despierta el desterrado. Así, pues, Brenio desposa sin tardanza a la hija del duque, jurándole fidelidad los nobles del país como heredero del ducado. No había transcurrido un año desde la boda cuando le llegó la hora a Segino, y abandonó esta vida. Entonces Brenio no desaprovechó la ocasión de estrechar vínculos con los grandes del país, de cuya amistad ya gozaba, distribuyendo con largueza entre ellos el tesoro ducal, que había sido acumulado desde tiempos remotos. Conociendo, además, la debilidad de los Alóbroges, es particularmente generoso en el reparto de alimentos, y su puerta no está nunca cerrada para nadie.

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Después de haberse atraído así la voluntad de todos sus súbditos, barruntaba cómo vengarse de su hermano Belino. Cuando anunció a los Alóbroges su propósito, éstos declararon unánimemente que irían con él a cualquier reino adonde quisiese conducirlos. Reuniendo en seguida un gran ejército, Brenio firma un acuerdo con los Galos por el que éstos se comprometen a dejarle atravesar en paz su territorio en su camino hacia Britania. Dispone después una escuadra en las costas de Neustria
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y, haciéndose a la mar, desembarca en la isla al amparo de vientos favorables. Tan pronto como circuló la noticia de la llegada de su hermano, Belino convocó a toda la juventud de su reino y salió al encuentro del invasor con ánimo de combatir con él. Estaban ya los dos ejércitos en línea de batalla, uno enfrente del otro, cuando la madre de ambos caudillos, que todavía vivía, se precipitó en medio de los contendientes. Su nombre era Conwena, y deseaba ver a Brenio, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Con paso trémulo se encamina al lugar que éste ocupa y, una vez allí, le echa los brazos al cuello y lo cubre de besos largamente esperados. Y luego, descubriendo su pecho, le dice entre sollozos lo que sigue:

—«Acuérdate, hijo mío, acuérdate de estos pechos que te amamantaron, y del vientre de tu madre, donde el Creador de todas las cosas te hizo hombre de lo que no era hombre y te trajo al mundo por medio de los sufrimientos de mis entrañas. Acuérdate de todo lo que he sufrido por ti y concédeme lo que te pido: perdona a tu hermano y depón la cólera que te ha traído aquí. Pues ningún mal debes causar a quien no te ha ofendido lo más mínimo. Lo que tú alegas en su contra, a saber, que fue él quien te expulsó de tu país, no es, si lo miras bien, una injusticia. No te desterró para que te sucediera algo peor, sino que te obligó a renunciar a cosas peores para ser exaltado a lo mejor: antes poseías tan sólo una parte del reino en calidad de vasallo, y ahora que ya no la posees eres, sin embargo, el par de tu hermano, pues has obtenido el reino de los Alóbroges. ¿Qué te ha hecho Belino si no es convertirte de pobre reyezuelo en ilustre monarca? Además, no fue él quien inició la disputa entre vosotros, sino tú, que, fiado en la ayuda del rey de Noruega, te rebelaste contra tu soberano».

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