—¿Cómo así?
—Igual como hicimos en Hong Kong: con guerra y con trampa. Digamos que es una mezcla de poderío naval, codicia y disciplina. No somos superiores, sino más crueles y decididos. No estoy particularmente orgulloso de ser inglés y cuando tú hayas viajado tanto como yo, tampoco tendrás orgullo de ser chino.
Durante los dos años siguientes Tao Chi'en pisó tierra firme tres veces, una de las cuales fue en Inglaterra. Se perdió entre la muchedumbre grosera del puerto y anduvo por las calles de Londres observando las novedades con los ojos de un niño maravillado. Los
fan güey
estaban llenos de sorpresas, por una parte carecían del menor refinamiento y se comportaban como salvajes, pero por otra eran capaces de prodigiosa inventiva. Comprobó que los ingleses padecían en su país de la misma arrogancia y mala educación demostrada en Hong Kong: lo trataban sin respeto, nada sabían de cortesía o de etiqueta. Quiso tomar una cerveza, pero lo sacaron a empujones de la taberna: aquí no entran perros amarillos, le dijeron. Pronto se juntó con otros marineros asiáticos y encontraron un lugar regentado por un chino viejo donde pudieron comer, beber y fumar en paz. Oyendo las historias de los otros hombres, calculó cuánto le faltaba por aprender y decidió que lo primero era el uso de los puños y el cuchillo. De poco sirven los conocimientos si uno es incapaz de defenderse; el sabio maestro de acupuntura también había olvidado enseñarle aquel principio fundamental.
En febrero de 1849 el
Liberty
atracó en Valparaíso. Al día siguiente el capitán John Sommers lo llamó a su cabina y le entregó una carta.
—Me la dieron en el puerto, es para ti y viene de Inglaterra.
Tao Chi'en tomó el sobre, enrojeció y una enorme sonrisa le iluminó la cara.
—¡No me digas que es una carta de amor! —se burló el capitán.
—Mejor que eso —replicó, guardándola entre el pecho y la camisa. La carta sólo podía ser de su amigo Ebanizer Hobbs, la primera que le llegaba en los dos años que había pasado navegando.
—Has hecho un buen trabajo, Chi'en.
—Pensé que no le gusta mi comida, señor —sonrió Tao.
—Como cocinero eres un desastre, pero sabes de medicina. En dos años no se me ha muerto un solo hombre y nadie tiene escorbuto. ¿Sabes lo que eso significa?
—Buena suerte.
—Tu contrato termina hoy. Supongo que puedo emborracharte y hacerte firmar una extensión. Tal vez lo haría con otro, pero te debo algunos servicios y yo pago mis deudas. ¿Quieres seguir conmigo? Te aumentaré el sueldo.
—¿Adónde?
—A California. Pero dejaré este barco, me acaban de ofrecer un vapor, ésta es una oportunidad que he esperado por años. Me gustaría que vinieras conmigo.
Tao Chi'en había oído de los vapores y les tenía horror. La idea de unas enormes calderas llenas de agua hirviendo para producir vapor y mover una maquinaria infernal, sólo podía habérsele ocurrido a gente muy apresurada. ¿No era mejor viajar al ritmo de los vientos y las corrientes? ¿Para qué desafiar a la naturaleza? Corrían rumores de calderas que estallaban en alta mar, cocinando viva a la tripulación. Los pedazos de carne humana, hervidos como camarones, salían disparados en todas direcciones para alimento de peces, mientras las almas de aquellos desdichados, desintegradas en el destello de la explosión y los remolinos de vapor, jamás podían reunirse con sus antepasados. Tao Chi'en recordaba claramente el aspecto de su hermanita menor después que le cayó encima la olla con agua caliente, igual como recordaba sus horribles gemidos de dolor y las convulsiones de su muerte. No estaba dispuesto a correr tal riesgo. El oro de California, que según decían estaba tirado por el suelo como peñascos, tampoco lo tentaba demasiado. Nada debía a John Sommers. El capitán era algo más tolerante que la mayoría de los
fan güey
y trataba a la tripulación con cierta ecuanimidad, pero no era su amigo y no lo sería jamás.
—No gracias, señor.
—¿No quieres conocer California? Puedes hacerte rico en poco tiempo y regresar a China convertido en un magnate.
—Sí, pero en un barco a vela.
—¿Por qué? Los vapores son más modernos y rápidos.
Tao Chi'en no intentó explicar sus motivos. Se quedó en silencio mirando el suelo con su gorro en la mano mientras el capitán terminaba de beber su whisky.
—No puedo obligarte —dijo al fin Sommers—. Te daré una carta de recomendación para mi amigo Vincent Katz, del bergantín
Emilia
, que también zarpa hacia California en los próximos días. Es un holandés bastante peculiar, muy religioso y estricto, pero es buen hombre y buen marino. Tu viaje será más lento que el mío, pero tal vez nos veremos en San Francisco y si estás arrepentido de tu decisión, siempre puedes volver a trabajar conmigo.
El capitán John Sommers y Tao Chi'en se dieron la mano por primera vez.
E
ncogida en su madriguera de la bodega, Eliza comenzó a morir. A la oscuridad y la sensación de estar emparedada en vida se sumaba el olor, una mezcolanza del contenido de los bultos y cajas, pescado salado en barriles y la rémora de mar incrustada en las viejas maderas del barco. Su buen olfato, tan útil para transitar por el mundo a ojos cerrados, se había convertido en un instrumento de tortura. Su única compañía era un extraño gato de tres colores, sepultado como ella en la bodega para protegerla de los ratones. Tao Chi'en le aseguró que se acostumbraría al olor y al encierro, porque a casi todo se habitúa el cuerpo en tiempos de necesidad, agregó que el viaje sería largo y no podría asomarse al aire libre nunca, así es que más le valía no pensar para no volverse loca. Tendría agua y comida, le prometió, de eso se encargaría él cuando pudiera bajar a la bodega sin levantar sospechas. El bergantín era pequeño, pero iba atestado de gente y sería fácil escabullirse con diversos pretextos.
—Gracias. Cuando lleguemos a California le daré el broche de turquesas…
—Guárdelo, ya me pagó. Lo necesitará. ¿Para qué va a California?
—A casarme. Mi novio se llama Joaquín. Lo atacó la fiebre del oro y se fue. Dijo que volvería, pero yo no puedo esperarlo.
Apenas la nave abandonó la bahía de Valparaíso y salió a alta mar, Eliza comenzó a delirar. Durante horas estuvo echada en la oscuridad como un animal en su propia porquería, tan enferma que no recordaba dónde se encontraba ni por qué, hasta que por fin se abrió la puerta de la bodega y Tao Chi'en apareció alumbrado por un cabo de vela, trayéndole un plato de comida. Le bastó verla para darse cuenta que la muchacha nada podía echarse a la boca. Dio la cena al gato, partió a buscar un balde con agua y regresó a limpiarla. Empezó por darle a beber una fuerte infusión de jengibre y aplicarle una docena de sus agujas de oro, hasta que se le calmó el estómago. Poca cuenta se dio Eliza cuando él la desnudó por completo, la lavó delicadamente con agua de mar, la enjuagó con una taza de agua dulce y le dio un masaje de pies a cabeza con el mismo bálsamo recomendado para temblores de malaria. Momentos después ella dormía, envuelta en su manta de Castilla con el gato a los pies, mientras Tao Chi'en en la cubierta enjuagaba su ropa en el mar, procurando no llamar la atención, aunque a esa hora los marineros descansaban. Los pasajeros recién embarcados iban tan mareados como Eliza, ante la indiferencia de los que llevaban tres meses viajando desde Europa y ya habían pasado por esa prueba.
En los días siguientes, mientras los nuevos pasajeros del
Emilia
se acostumbraban al vapuleo de las olas y establecían las rutinas necesarias para el resto de la travesía, en el fondo de la cala Eliza estaba cada vez más enferma. Tao Chi'en bajaba cuantas veces podía para darle agua y tratar de calmar las náuseas, extrañado de que en vez de disminuir, el malestar fuera en aumento. Intentó aliviarla con los recursos conocidos para esos casos y otros que improvisó a la desesperada, pero Eliza poco lograba mantener en el estómago y se estaba deshidratando. Le preparaba agua con sal y azúcar y se la daba a cucharaditas con infinita paciencia, pero pasaron dos semanas sin mejoría aparente y llegó un momento en que la joven tenía la piel suelta como un pergamino y ya no pudo levantarse para hacer los ejercicios que Tao le imponía. «Si no te mueves se entumece el cuerpo y se ofuscan las ideas», le repetía. El bergantín tocó brevemente los puertos de Coquimbo, Caldera, Antofagasta, Iquique y Arica y en cada oportunidad trató de convencerla que desembarcara y buscara la forma de volver a su casa, porque la veía debilitarse por momentos y estaba asustado.
Habían dejado atrás el puerto del Callao, cuando la situación de Eliza dio un vuelco fatal. Tao Chi'en había conseguido en el mercado una provisión de hojas de coca, cuya reputación medicinal conocía bien, y tres gallinas vivas que pensaba mantener escondidas para sacrificarlas de a una, pues la enferma necesitaba algo más suculento que las magras raciones del barco. Cocinó la primera en un caldo saturado de jengibre fresco y bajó decidido a darle la sopa a Eliza aunque fuera a viva fuerza. Encendió un farol de sebo de ballena, se abrió paso entre los bultos y se acercó al cuchitril de la muchacha, que estaba con los ojos cerrados y pareció no percibir su presencia. Bajo su cuerpo se extendía una gran mancha de sangre. El
zhong yi
lanzó una exclamación y se inclinó sobre ella, sospechando que la desdichada se las había arreglado para suicidarse. No podía culparla, en semejantes condiciones él hubiera hecho lo mismo, pensó. Le levantó la camisa, pero no había ninguna herida visible y al tocarla comprendió que aún estaba viva. La sacudió hasta que abrió los ojos.
—Estoy encinta —admitió ella por fin con un hilo de voz.
Tao Chi'en se agarró la cabeza a dos manos, perdido en una letanía de lamentos en el dialecto de su aldea natal, al cual no había recurrido en quince años: de haberlo sabido jamás la hubiera ayudado, cómo se le ocurría partir a California embarazada, estaba demente, lo que faltaba, un aborto, si se moría él estaba perdido, tamaño lío en que lo había metido, por tonto le pasa, cómo no adivinó la causa de su apuro por escapar de Chile. Agregó juramentos y maldiciones en inglés, pero ella había vuelto a desmayarse y se encontraba lejos de cualquier reproche. La sostuvo en sus brazos meciéndola como a un niño, mientras la rabia se le iba convirtiendo en una incontenible compasión. Por un instante se le ocurrió la idea de acudir al capitán Katz y confesarle todo el asunto, pero no podía predecir su reacción. Ese holandés luterano, que trataba a las mujeres de a bordo como si fueran apestadas, seguramente se pondría furioso al enterarse de que llevaba otra escondida y para colmo encinta y moribunda. ¿Y qué castigo reservaría para él? No, no podía decírselo a nadie. La única alternativa sería esperar que Eliza se despachara, si tal era su karma, y luego echar el cuerpo al mar junto con las bolsas de basura de la cocina. Lo más que podría hacer por ella, si la veía sufriendo demasiado, sería ayudarla a morir con dignidad.
Iba camino a la salida, cuando percibió en la piel una presencia extraña. Asustado, levantó el farol y vio con perfecta claridad en el círculo de trémula luz a su adorada Lin observándolo a poca distancia con esa expresión burlona en su rostro translúcido que constituía su mayor encanto. Llevaba su vestido de seda verde bordado con hilos dorados, el mismo que usaba para las grandes ocasiones, el cabello recogido en un sencillo moño sujeto con palillos de marfil y dos peonias frescas sobre las orejas. Así la había visto por última vez, cuando las mujeres del vecindario la vistieron antes de la ceremonia fúnebre. Tan real fue la aparición de su esposa en la bodega, que sintió pánico: los espíritus, por buenos que hubieran sido en vida, solían portarse cruelmente con los mortales. Trató de escapar hacia la puerta, pero ella le bloqueó el paso. Tao Chi'en cayó de rodillas, temblando, sin soltar el farol, su único asidero con la realidad. Intentó una oración para exorcizar a los diablos, en caso que hubieran tomado la forma de Lin para confundirlo, pero no pudo recordar las palabras y sólo un largo quejido de amor por ella y nostalgia por el pasado salió de sus labios. Entonces Lin se inclinó sobre él con su inolvidable suavidad, tan cerca que de haberse atrevido él hubiera podido besarla, y susurró que no había venido de tan lejos para meterle miedo, sino para recordarle los deberes de un médico honorable. También ella había estado a punto de irse en sangre como esa muchacha después de dar a luz a su hija y en esa ocasión él había sido capaz de salvarla. ¿Por qué no hacía lo mismo por aquella joven? ¿Qué le pasaba a su amado Tao? ¿Había perdido acaso su buen corazón y estaba convertido en una cucaracha? Una muerte prematura no era el karma de Eliza, le aseguró. Si una mujer está dispuesta a atravesar el mundo sepultada en un agujero de pesadilla para encontrar a su hombre, es porque tiene mucho
qi
.
—Debes ayudarla, Tao, si se muere sin ver a su amado nunca tendrá paz y su fantasma te perseguirá para siempre —le advirtió Lin, antes de esfumarse.
—¡Espera! —suplicó el hombre extendiendo una mano para sujetarla, pero sus dedos se cerraron en el vacío.
Tao Chi'en quedó postrado en el suelo por largo rato, procurando recuperar el entendimiento, hasta que su corazón demente dejó de galopar y el tenue aroma de Lin se hubo disipado en la bodega. No te vayas, no te vayas, repitió mil veces, vencido de amor. Por fin pudo ponerse de pie, abrir la puerta y salir al aire libre.
Era una noche tibia. El océano Pacífico refulgía como plata con los reflejos de la luna y una brisa leve hinchaba las viejas velas del
Emilia
. Muchos pasajeros ya se habían retirado o jugaban naipes en las cabinas, otros habían colgado sus hamacas para pasar la noche entre el desorden de máquinas, aperos de caballos y cajones que llenaban las cubiertas, y algunos se entretenían en la popa contemplando a los delfines juguetones en la estela de espuma de la nave. Tao Chi'en levantó los ojos hacia la inmensa bóveda del cielo, agradecido. Por primera vez desde su muerte, Lin lo visitaba sin timidez. Antes de iniciar su vida de marinero la había percibido cerca en varias ocasiones, sobre todo cuando se sumía en profunda meditación, pero entonces era fácil confundir la tenue presencia de su espíritu con su añoranza de viudo. Lin solía pasar por su lado rozándolo con sus dedos finos, pero él se quedaba con la duda de si sería ella realmente o sólo una creación de su alma atormentada. Momentos antes en la bodega, sin embargo, no tuvo dudas: el rostro de Lin se le había aparecido tan radiante y preciso como esa luna sobre el mar. Se sintió acompañado y contento, como en las noches remotas en que ella dormía acurrucada en sus brazos después de hacer el amor.