Para Tao Chi'en los primeros años en Cantón se fueron en estudio, trabajo y servicio a su anciano preceptor, a quien llegó a estimar como a un abuelo. Fueron años felices. El recuerdo de su propia familia se esfumó y llegó a olvidar los rostros de su padre y sus hermanos, pero no el de su madre, porque ella se le aparecía con frecuencia. El estudio pronto dejó de ser una tarea y se convirtió en una pasión. Cada vez que aprendía algo nuevo volaba donde el maestro a contárselo a borbotones. «Mientras más aprendas, más pronto sabrás cuán poco sabes» se reía el anciano. Por propia iniciativa Tao Chi'en decidió dominar mandarín y cantonés, porque el dialecto de su aldea resultaba muy limitado. Absorbía los conocimientos de su maestro a tal velocidad, que el viejo solía acusarlo en broma de robarle hasta los sueños, pero su propia pasión por la enseñanza lo hacía generoso. Compartió con el muchacho cuanto éste quiso averiguar, no sólo en materia de medicina, también otros aspectos de su vasta reserva de conocimiento y su refinada cultura. Bondadoso por naturaleza, era sin embargo severo en la crítica y exigente en el esfuerzo, porque como decía, «no me queda mucho tiempo y al otro mundo no puedo llevarme lo que sé, alguien ha de usarlo a mi muerte». Sin embargo, también lo advertía contra la voracidad de conocimientos, que puede encadenar a un hombre tanto como la gula o la lujuria. «El sabio nada desea, no juzga, no hace planes, mantiene su mente abierta y su corazón en paz», sostenía. Lo reprendía con tal tristeza cuando fallaba, que Tao Chi'en hubiera preferido una azotaina, pero esa práctica repugnaba al temperamento del
zhong yi
, quien jamás permitía que la cólera guiara sus acciones. Las únicas ocasiones en que lo golpeó ceremoniosamente con una varilla de bambú, sin enfado pero con firme ánimo didáctico, fue cuando pudo comprobar sin la menor duda que su aprendiz había cedido a la tentación del juego o pagado por una mujer. Tao Chi'en solía embrollar las cuentas del mercado para hacer apuestas en las casas de juego, cuya atracción le resultaba imposible de resistir, o para un consuelo breve con descuento de estudiante en brazos de alguna de sus pacientes en los burdeles. Su amo no demoraba en descubrirlo, porque si perdía en el juego no podía explicar dónde estaba el dinero del vuelto y si ganaba resultaba incapaz de disimular su euforia. A las mujeres las olía en la piel del muchacho.
—Quítate la camisa, tendré que darte unos vergajazos, a ver si por fin entiendes, hijo. ¿Cuántas veces te he dicho que los peores males de la China son el juego y el burdel? En el primero los hombres pierden el producto de su trabajo y en el segundo pierden la salud y la vida. Nunca serás buen médico ni buen poeta con tales vicios.
Tao Chi'en tenía dieciséis años en 1839, cuando estalló la Guerra del Opio entre China y Gran Bretaña. Para entonces el país estaba invadido de mendigos. Masas humanas abandonaban los campos y aparecían con sus harapos y sus pústulas en las ciudades, donde eran repelidas a la fuerza, obligándolos a vagar como manadas de perros famélicos por los caminos del Imperio. Bandas de forajidos y rebeldes se batían con las tropas del gobierno en una interminable guerra de emboscadas. Era un tiempo de destrucción y pillaje. Los debilitados ejércitos imperiales, al mando de oficiales corruptos que recibían de Pekín órdenes contradictorias, no pudieron hacer frente a la poderosa y bien disciplinada flota naval inglesa. No contaban con apoyo popular, porque los campesinos estaban cansados de ver sus sembrados destruidos, sus villorrios en llamas y sus hijas violadas por la soldadesca. Al cabo de casi cuatro años de lucha, China debió aceptar una humillante derrota y pagar el equivalente a veintiún millones de dólares a los vencedores, entregarles Hong Kong y otorgarles el derecho a establecer
concesiones
, barrios residenciales amparados por leyes de extraterritorialidad. Allí vivían los extranjeros con su policía, servicios, gobierno y leyes, protegido por sus propias tropas; eran verdaderas naciones foráneas dentro del territorio chino, desde las cuales los europeos controlaban el comercio, principalmente del opio. A Cantón no entraron hasta cinco años más tarde, pero al comprobar la degradante derrota de su venerado emperador y ver la economía y la moral de su patria desplomarse, el maestro de acupuntura decidió que no había razón para seguir viviendo.
En los años de la guerra al viejo
zhong yi
se le descompuso el alma y perdió la serenidad tan arduamente conseguida a lo largo de su existencia. Su desprendimiento y distracción respecto a los asuntos materiales se agudizó al punto que Tao Chi'en debía darle de comer en la boca cuando pasaban los días sin alimentarse. Se le enmarañaron las cuentas y empezaron los acreedores a golpear su puerta, pero los desdeñó sin mayores consideraciones, pues todo lo referente al dinero le parecía una carga oprobiosa de la cual los sabios estaban naturalmente libres. En la confusión senil de esos últimos años olvidó las buenas intenciones de adoptar a su aprendiz y conseguirle una esposa; en verdad estaba tan ofuscado que a menudo se quedaba mirando a Tao Chi'en con expresión perpleja, incapaz de recordar su nombre o de ubicarlo en el laberinto de rostros y eventos que asaltaban su mente sin orden ni concierto. Pero tuvo ánimo sobrado para decidir los detalles de su entierro, porque para un chino ilustre el evento más importante en la vida era su propio funeral. La idea de poner fin a su desaliento por medio de una muerte elegante lo rondaba desde hacía tiempo, pero esperó hasta el desenlace de la guerra con la secreta e irracional esperanza de ver el triunfo de los ejércitos del Celeste Imperio. La arrogancia de los extranjeros le resultaba intolerable, sentía un gran desprecio por esos brutales
fan güey
fantasmas blancos que no se lavaban, bebían leche y alcohol, eran totalmente ignorantes de las normas elementales de buena educación e incapaces de honrar a sus antepasados en la forma debida. Los acuerdos comerciales le parecían un favor otorgado por el emperador a esos bárbaros ingratos, que en vez de doblarse en alabanzas y gratitud, exigían más. La firma del tratado de Nanking fue el último golpe para el
zhong yi
. El emperador y cada habitante de la China, hasta el más humilde, habían perdido el honor. ¿Cómo se podría recuperar la dignidad después de semejante afrenta?
El anciano sabio se envenenó tragando oro. Al regresar de una de sus excursiones al campo a buscar plantas, su discípulo lo encontró en el jardín reclinado en cojines de seda y vestido de blanco, como señal de su propio luto. Al lado estaban el té aún tibio y la tinta del pincel fresca. Sobre su pequeño escritorio había un verso inconcluso y una libélula se perfilaba en la suavidad del pergamino. Tao Chi'en besó las manos de ese hombre que tanto le había dado, luego se detuvo un instante para apreciar el diseño de las alas transparentes del insecto en la luz del atardecer, tal como su maestro hubiera deseado.
Al funeral del sabio acudió un enorme gentío, porque en su larga vida había ayudado a miles de personas a vivir en salud y a morir sin angustia. Los oficiales y dignatarios del gobierno desfilaron con la mayor solemnidad, los literatos recitaron sus mejores poemas y las cortesanas se presentaron ataviadas de seda. Un adivino determinó el día propicio para el entierro y un artista de objetos funerarios visitó la casa del difunto para copiar sus posesiones. Recorrió la propiedad lentamente sin tomar medidas ni notas, pero bajo sus voluminosas mangas hacía marcas con la uña en una tablilla de cera; luego construyó miniaturas en papel de la casa, con sus habitaciones y muebles, además de los objetos favoritos del difunto, para ser quemados junto con fajos de dinero también de papel. No debía faltarle en el otro mundo lo que había gozado en éste. El ataúd, enorme y decorado como un carruaje imperial, pasó por las avenidas de la ciudad entre dos filas de soldados en uniforme de gala, precedidos por jinetes ataviados de brillantes colores y una banda de músicos provistos de címbalos, tambores, flautas, campanas, triángulos metálicos y una serie de instrumentos de cuerda. La algarabía resultaba insoportable, tal como correspondía a la importancia del extinto. En la tumba apilaron flores, ropa y comida; encendieron velas e incienso y quemaron finalmente el dinero y los prolijos objetos de papel. La tablilla ancestral de madera cubierta de oro y grabada con el nombre del maestro se colocó sobre la tumba para recibir al espíritu, mientras el cuerpo volvía a la tierra. Al hijo mayor correspondía recibir la tablilla, colocarla en su hogar en un sitio de honor junto a las de sus otros antepasados masculinos, pero el médico no tenía quien cumpliera esa obligación. Tao Chi'en era sólo un sirviente y hubiera sido una absoluta falta de etiqueta ofrecerse para hacerlo. Estaba genuinamente conmovido, en la multitud era el único cuyas lágrimas y gemidos correspondían a un auténtico dolor, pero la tablilla ancestral fue a parar a manos de un sobrino lejano, quien tendría la obligación moral de colocar ofrendas y rezar ante ella cada quince días y en cada festividad anual.
Una vez realizados los solemnes ritos funerarios, los acreedores se dejaron caer como chacales sobre las posesiones del maestro. Violaron los sagrados textos y el laboratorio, revolvieron las yerbas, arruinaron las preparaciones medicinales, destrozaron los cuidadosos poemas, se llevaron los muebles y objetos de arte, pisotearon el bellísimo jardín y remataron la antigua mansión. Poco antes Tao Chi'en había puesto a salvo las agujas de oro para la acupuntura, una caja con instrumentos médicos y algunos remedios esenciales, así como algo de dinero sustraído poco a poco en los últimos tres años, cuando su patrón comenzó a perderse en los vericuetos de la demencia senil. Su intención no fue robar al venerable
zhong yi
, a quien estimaba como a un abuelo, sino usar ese dinero para alimentarlo, porque veía acumularse las deudas y temía por el futuro. El suicidio precipitó las cosas y Tao Chi'en se encontró en posesión de un recurso inesperado. Apoderarse de esos fondos podía costarle la cabeza, pues sería considerado crimen de un inferior a un superior, pero estaba seguro de que nadie lo sabría, salvo el espíritu del difunto, quien sin duda aprobaría su acción. ¿No preferiría premiar a su fiel sirviente y discípulo en vez de pagar una de las muchas deudas de sus feroces acreedores? Con ese modesto tesoro y una muda de ropa limpia, Tao Chi'en escapó de la ciudad. La idea de volver a su aldea natal se le ocurrió fugazmente, pero la descartó al punto. Para su familia él sería siempre el Cuarto Hijo, debía sumisión y obediencia a sus hermanos mayores. Tendría que trabajar para ellos, aceptar la esposa que le escogieran y resignarse a la miseria. Nada lo llamaba en esa dirección, ni siquiera las obligaciones filiales con su padre y sus antepasados, que recaían en sus hermanos mayores. Necesitaba irse lejos, donde no lo alcanzara el largo brazo de la justicia china. Tenía veinte años, le faltaba uno para cumplir los diez de servidumbre y cualquiera de los acreedores podía reclamar el derecho a utilizarlo como esclavo por ese tiempo.
T
ao Chi'en tomó un sampán rumbo a Hong Kong con la intención de comenzar su nueva vida. Ahora era un
zhong yi
, entrenado en la medicina tradicional china por el mejor maestro de Cantón. Debía eterno agradecimiento a los espíritus de sus venerables antepasados, que habían enderezado su karma de manera tan gloriosa. Lo primero, decidió, era conseguir una mujer, pues estaba en edad sobrada de casarse y el celibato le pesaba demasiado. La falta de esposa era signo de indisimulable pobreza. Acariciaba la ambición de adquirir una joven delicada y con hermosos pies. Sus
lirios dorados
no debían tener más de tres o cuatro pulgadas de largo y debían ser regordetes y mórbidos al tacto, como de un niño de pocos meses. Le fascinaba la manera de andar de una joven sobre sus minúsculos pies, con pasos muy breves y vacilantes, como si estuviera siempre a punto de caer, las caderas echadas hacia atrás y meciéndose como los juncos a la orilla del estanque en el jardín de su maestro. Detestaba los pies grandes, musculosos y fríos, como los de una campesina. En su aldea había visto de lejos algunas niñas vendadas, orgullo de sus familias que sin duda podrían casarlas bien, pero sólo al relacionarse con las prostitutas en Cantón tuvo entre sus manos un par de aquellos
lirios dorados
y pudo extasiarse ante las pequeñas zapatillas bordadas que siempre los cubrían, pues por años y años los huesos destrozados desprendían una sustancia maloliente. Después de tocarlos comprendió que su elegancia era fruto de constante dolor, eso los hacía tanto más valiosos. Entonces apreció debidamente los libros dedicados a los pies femeninos, que su maestro, coleccionaba, donde enumeraban cinco clases y dieciocho estilos diversos de lirios dorados. Su mujer también debía ser muy joven, pues la belleza es de breve duración, comienza alrededor de los doce años y termina poco después de cumplir los veinte. Así se lo había explicado su maestro. Por algo las heroínas más celebradas en la literatura china morían siempre en el punto exacto de su mayor encanto; benditas aquellas que desaparecían antes de verse destruidas por la edad y podían ser recordadas en la plenitud de su frescura. Además había razones prácticas para preferir una joven núbil: le daría hijos varones y sería fácil domar su carácter para hacerla verdaderamente sumisa. Nada tan desagradable como una mujer chillona, había visto algunas que escupían y daban bofetones a sus maridos y a sus hijos, incluso en la calle delante de los vecinos. Tal afrenta de manos de una mujer era el peor desprestigio para un hombre. En el sampán que lo conducía lentamente a través de las noventa millas entre Cantón y Hong Kong, alejándolo por minutos de su vida pasada, Tao Chi'en iba soñando con esa muchacha, el placer y los hijos que le daría. Contaba una y otra vez el dinero de su bolsa, como si por medio de cálculos abstractos pudiera incrementarlo, pero resultaba claro que no alcanzaría para una esposa de esa calidad. Sin embargo, por mucha que fuese su urgencia, no pensaba conformarse con menos y vivir para el resto de sus días con una esposa de pies grandes y carácter fuerte.
La isla de Hong Kong apareció de súbito ante sus ojos, con su perfil de montañas y verde naturaleza, emergiendo como una sirena en las aguas color añil del Mar de la China. Tan pronto la ligera embarcación que lo transportaba atracó en el puerto, Tao Chi'en percibió la presencia de los odiados extranjeros. Antes había divisado algunos a lo lejos, pero ahora los tenía tan cerca, que de haberse atrevido los hubiera tocado para comprobar si esos seres grandes y sin ninguna gracia, eran realmente humanos. Con asombro descubrió que muchos de los
fan güey
tenían pelos rojos o amarillos, los ojos desteñidos y la piel colorada como langostas hervidas. Las mujeres, muy feas a su parecer, llevaban sombreros con plumas y flores, tal vez con la intención de disimular sus diabólicos cabellos. Iban vestidos de una manera extraordinaria, con ropas tiesas y ceñidas al cuerpo; supuso que por eso se movían como autómatas y no saludaban con amables inclinaciones, pasaban rígidos, sin ver a nadie, sufriendo en silencio el calor del verano bajo sus incómodos atuendos. Había una docena de barcos europeos en el puerto, en medio de millares de embarcaciones asiáticas de todos los tamaños y colores. En las calles vio algunos coches con caballos guiados por hombres en uniforme, perdidos entre los vehículos de transporte humano, literas, palanquines, parihuelas y simplemente individuos llevando a sus clientes a la espalda. El olor a pescado le dio en la cara como una palmada, recordándole su hambre. Primero debía ubicar una casa de comida, señalada con largas tiras de tela amarilla.