Hija de la fortuna (26 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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—Opio. Te hará dormir, así el tiempo pasará rápido.

—¡Opio! ¡Esto produce locura!

—Tú estás loca de todos modos, no tienes mucho que perder —sonrió Tao.

—Quieres matarme, ¿verdad?

—Cierto. No me resultó cuando estabas desangrándote y ahora lo haré con opio.

—Ay, Tao, me da miedo…

—Mucho opio es malo. Poco es un consuelo y te voy a dar muy poco.

La joven no supo cuánto era mucho o poco. Tao Chi'en le daba a beber sus pócimas —
hueso de dragón
y
concha de ostra
— y le racionaba el opio para darle unas pocas horas de misericordiosa duermevela, sin permitirle que se perdiera por completo en un paraíso sin retorno. Pasó las semanas siguientes volando en otras galaxias, lejos de la madriguera insalubre donde su cuerpo yacía postrado, y despertaba sólo cuando bajaban a darle de comer, lavarla y obligarla a dar unos pasos en el estrecho laberinto de la bodega. No sentía el tormento de pulgas y piojos, tampoco el olor nauseabundo que al principio no podía tolerar, porque las drogas aturdían su prodigioso olfato. Entraba y salía de sus sueños sin control alguno y tampoco podía recordarlos, pero Tao Chi'en tenía razón: el tiempo pasó rápido. Azucena Placeres no entendía por qué Eliza viajaba en esas condiciones. Ninguna de ellas había pagado su pasaje, se habían embarcado con un contrato con el capitán, quien obtendría el importe del pasaje al llegar a San Francisco.

—Si los rumores son ciertos, en un solo día puedes echarte al bolsillo quinientos dólares. Los mineros pagan en oro puro. Llevan meses sin ver mujeres, están desesperados. Habla con el capitán y págale cuando llegues —insistía en los momentos en que Eliza se incorporaba.

—No soy una de ustedes —replicaba Eliza aturdida en la dulce bruma de las drogas.

Por fin en un momento de lucidez Azucena Placeres consiguió que Eliza le confesara parte de su historia. Al punto la idea de ayudar a una fugitiva de amor se apoderó de la imaginación de la mujer y a partir de entonces cuidó a la enferma con mayor esmero. Ya no sólo cumplía con el trato de alimentarla y lavarla, también se quedaba junto a ella por el gusto de verla dormir. Si estaba despierta le contaba su propia vida y le enseñaba a rezar el rosario que, según decía, era la mejor forma de pasar las horas sin pensar y al mismo tiempo ganar el cielo sin mucho esfuerzo. Para una persona de su profesión, explicó, era un recurso inmejorable. Ahorraba rigurosamente una parte de sus ingresos para comprar indulgencias a la Iglesia, reduciendo así los días de purgatorio que debería pasar en la otra vida, aunque según sus cálculos, nunca serían suficientes para cubrir todos sus pecados. Transcurrieron semanas sin que Eliza supiera del día o la noche. Tenía la sensación vaga de contar a ratos con una presencia femenina a su lado, pero luego se dormía y despertaba confundida, sin saber si había soñado a Azucena Placeres o en verdad existía una mujercita de trenzas negras, nariz chata y pómulos altos, que parecía una versión joven de Mama Fresia.

El clima refrescó algo al dejar atrás Panamá, donde el capitán prohibió bajar a tierra por temor al contagio de fiebre amarilla, limitándose a enviar un par de marineros en un bote a buscar agua dulce, pues la poca que les quedaba se había vuelto pantano. Pasaron México y cuando el
Emilia
navegaba en las aguas del norte de California, entraron en la estación del invierno. El sofoco de la primera parte del viaje se transformó en frío y humedad; de las maletas surgieron gorros de piel, botas, guantes y refajos de lana. De vez en cuando el bergantín se cruzaba con otras naves y se saludaban de lejos, sin disminuir la marcha. En cada servicio religioso el capitán agradecía al cielo los vientos favorables, porque sabía de barcos desviados hasta las costas de Hawái o más allá en busca de impulso para las velas. A los delfines juguetones se sumaron grandes ballenas solemnes acompañándolos por largos trechos. Al atardecer, cuando el agua se teñía de rojo con los reflejos de la puesta del sol, los inmensos cetáceos se amaban en un fragor de espuma dorada, llamándose unos a otros con profundos bramidos submarinos. Y a veces, en el silencio de la noche, tanto se acercaban al barco, que se podía oír con nitidez el rumor pesado y misterioso de sus presencias. Las provisiones frescas habían desaparecido y las raciones secas escaseaban; salvo jugar a las cartas y pescar, no había más diversiones. Los viajeros pasaban horas discutiendo los pormenores de las sociedades formadas para la aventura, algunas con estrictos reglamentos militares y hasta con uniformes, otras más relajadas. Todas consistían básicamente en unirse para financiar el viaje y el equipo, trabajar las minas, transportar el oro y luego repartirse las ganancias con equidad. Nada sabían del terreno o las distancias. Una de las sociedades estipulaba que cada noche los miembros debían regresar al barco, donde pensaban vivir durante meses, y depositar el oro del día en una caja fuerte. El capitán Katz les explicó que el
Emilia
no se alquilaba como hotel, porque él pensaba regresar a Europa lo antes posible, y las minas quedaban a cientos de millas del puerto, pero lo ignoraron. Llevaban cincuenta y dos días de viaje, la monotonía del agua infinita alteraba los nervios y las peleas estallaban al menor pretexto. Cuando un pasajero chileno estuvo a punto de descargar su trabuco sobre un marinero yanqui con quien Azucena Placeres coqueteaba demasiado, el capitán Vincent Katz confiscó las armas, incluso las navajas de afeitar, con la promesa de devolverlas a la vista de San Francisco. El único autorizado para manejar cuchillos fue el cocinero, quien tenía la ingrata tarea de matar uno a uno a los animales domésticos. Una vez que la última vaca fue a parar a las ollas, Tao Chi'en improvisó una elaborada ceremonia para obtener el perdón de los animales sacrificados y limpiarse de la sangre vertida, luego desinfectó su cuchillo, pasándolo varias veces por la llama de una antorcha.

Tan pronto la nave entró en las aguas de California, Tao Chi'en suspendió paulatinamente la yerbas tranquilizantes y el opio a Eliza, se dedicó a alimentarla y la obligó a hacer ejercicios para que pudiera salir de su encierro por sus propios pies. Azucena Placeres la jabonaba con paciencia y hasta improvisó la manera de lavarle el pelo con tacitas de agua, mientras le contaba de su triste vida de meretriz y su alegre fantasía de hacerse rica en California y volver a Chile convertida en una señora, con seis baúles de vestidos de reina y un diente de oro. Tao Chi'en dudaba de qué medio se valdría para desembarcar a Eliza, pero si había podido introducirla en un saco, seguramente podría emplear el mismo método para bajarla. Y una vez en tierra, la chica ya no era su responsabilidad. La idea de desprenderse definitivamente de ella le producía una mezcla de tremendo alivio y de incomprensible ansiedad.

Faltando pocas leguas para llegar a destino el
Emilia
fue bordeando la costa del norte de California. Según Azucena Placeres era tan parecida a la de Chile, que seguro habían andado en círculos como las langostas y estaban otra vez en Valparaíso. Millares de lobos marinos y focas se desprendían de las rocas y caían pesadamente al agua, en medio de la agobiante algazara de gaviotas y pelícanos. No se vislumbraba un alma en los acantilados, ni rastro de algún poblado, ni sombra de los indios que, según decían, habitaban esas regiones encantadas desde hacía siglos. Por fin se aproximaron a los farallones que anunciaban la cercanía de la Puerta de Oro, la famosa Golden Gate, umbral de la bahía de San Francisco. Una espesa bruma envolvió al barco como un manto, no se veía a medio metro de distancia y el capitán ordenó detener la marcha y echar el ancla por temor a estrellarse. Estaban muy cerca y la impaciencia de los pasajeros se había convertido en alboroto. Todos hablaban al mismo tiempo, preparándose para pisar tierra firme y salir disparados rumbo a los placeres en busca del tesoro. La mayoría de las sociedades para explotar las minas se había deshecho en los últimos días, el tedio de la navegación había creado enemigos entre quienes antes fueran socios y cada hombre pensaba sólo en sí mismo, sumido en propósitos de inmensa riqueza. No faltaron quienes declararon su amor a las prostitutas, dispuestos a pedir al capitán que los casara antes de desembarcar, porque oyeron que lo más escaso en aquellas tierras bárbaras eran las mujeres. Una de las peruanas aceptó la proposición de un francés, quien llevaba tanto tiempo en el mar que ya no recordaba ni su propio nombre, pero el capitán Vincent Katz se negó a celebrar la boda al enterarse que el hombre tenía esposa y cuatro hijos en Avignon. Las otras rechazaron de plano a los pretendientes, pues habían hecho tan penoso viaje para ser libres y ricas, dijeron, no para convertirse en sirvientas sin sueldo del primer pobretón que les propusiera casamiento.

El entusiasmo de los hombres se fue apaciguando a medida que pasaban las horas inmóviles, sumergidos en la lechosa irrealidad de la neblina. Por fin al segundo día se despejó súbitamente el cielo, pudieron levantar ancla y lanzarse con velas desplegadas a la última etapa del largo viaje. Pasajeros y tripulantes salieron a cubierta para admirar la estrecha apertura del Golden Gate, seis millas de navegación impulsados por el viento de abril, bajo un cielo diáfano. A ambos lados se alzaban cerros costaneros coronados de bosques, cortados como una herida por el trabajo eterno de las olas, atrás quedaba el océano Pacífico y al frente se extendía la espléndida bahía como un lago de aguas de plata. Una salva de exclamaciones saludó el fin de la ardua travesía y el principio de la aventura del oro para esos hombres y mujeres, así como para los veinte tripulantes, quienes decidieron en ese mismo instante abandonar la nave a su suerte y lanzarse ellos también a las minas. Los únicos impasibles fueron el capitán holandés Vincent Katz, quien permaneció en su puesto junto al timón sin revelar ni la menor emoción porque el oro no lo conmovía, sólo deseaba regresar a Amsterdam a tiempo para pasar la Navidad con su familia, y Eliza Sommers en el vientre del velero, quien no supo que habían llegado hasta muchas horas más tarde.

Lo primero que asombró a Tao Chi'en al entrar a la bahía, fue un bosque de mástiles a su derecha. Era imposible contarlos, pero calculó más de cien barcos abandonados en un desorden de batalla. Cualquier peón en tierra ganaba en un día más que un marinero en un mes de navegación; los hombres no sólo desertaban por el oro, también por la tentación de hacer dinero cargando sacos, horneando pan o forjando herraduras. Algunas embarcaciones vacías se alquilaban como bodegas o improvisados hoteles, otras se deterioraban cubiertas de algas marinas y nidos de gaviotas. Una segunda mirada reveló a Tao Chi'en la ciudad tendida como un abanico en las laderas de los cerros, un revoltijo de tiendas de campaña, cabañas de tablas y cartón y algunos edificios sencillos, pero de buena factura, los primeros en aquella naciente población. Después de botar el ancla acogieron al primer bote, que no fue de la capitanía del puerto, como supusieron, sino de un chileno presuroso por dar la bienvenida a sus compatriotas y recoger el correo. Era Feliciano Rodríguez de Santa Cruz, quien había cambiado su resonante nombre por Felix Cross, para que los yanquis pudieran pronunciarlo. A pesar de que varios viajeros eran sus amigos personales, nadie lo reconoció, porque del petimetre con levita y bigote engominado que habían visto por última vez en Valparaíso, nada quedaba; ante ellos apareció un cavernícola hirsuto, con la piel curtida de un indio, ropa de montañés, botas rusas hasta medio muslo y dos pistolones al cinto, acompañado por un negro de aspecto igualmente salvaje, también armado como un bandolero. Era un esclavo fugitivo que al pisar California se había convertido en hombre libre, pero como no fue capaz de soportar las penurias de la minería, prefirió ganarse la vida como matón a sueldo. Cuando Feliciano se identificó fue recibido con gritos de entusiasmo y llevado prácticamente en andas hasta la primera cámara, donde los pasajeros en masa le pidieron noticias. Su único interés consistía en saber si el mineral abundaba como decían, a lo cual replicó que había mucho más y produjo de su bolsa una sustancia amarilla en forma de caca aplastada y anunció que era una pepa de medio kilo de peso y estaba dispuesto a canjearla mano a mano por todo el licor de a bordo, pero no hubo trato porque sólo quedaban tres botellas, el resto había sido consumido en el viaje. La pepa había sido hallada, dijo, por los bravos mineros traídos de Chile, que ahora laboraban para él en los márgenes del Río Americano. Una vez que brindaron con la última reserva de alcohol y el chileno recibió las cartas de su mujer, procedió a informarles sobre cómo sobrevivir en esa región.

—Hace unos meses teníamos un código de honor y hasta los peores rufianes se comportaban con decencia. Se podía dejar el oro en una carpa sin vigilancia, nadie lo tocaba, pero ahora todo ha cambiado. Impera la ley de la selva, la única ideología es la codicia. No se separen de sus armas y anden en parejas o en grupos, esto es tierra de forajidos —explicó.

Varios botes habían rodeado la nave, tripulados por hombres que proponían a gritos diversos tratos, decididos a comprar cualquier cosa, pues en tierra la vendían en cinco veces su valor. Pronto los incautos viajeros descubrirían el arte de la especulación. En la tarde apareció el capitán del puerto acompañado de un agente de aduana y atrás dos botes con varios mexicanos y un par de chinos que se ofrecieron para trasladar la carga del barco al muelle. Cobraban una fortuna, pero no había alternativa. El capitán de puerto no demostró intención alguna de revisar pasaportes o averiguar la identidad de los pasajeros.

—¿Documentos? ¡Nada de eso! Han llegado al paraíso de la libertad. Aquí no existe el papel sellado —anunció.

Las mujeres, en cambio, le interesaron vivamente. Se vanagloriaba de ser el primero en catar a todas y cada una de las que desembarcaban en San Francisco, aunque no eran tantas como desearía. Contó que las primeras en aparecer por la ciudad, hacía ya varios meses, fueron recibidas por una muchedumbre de hombres eufóricos, que hicieron cola por horas para ocupar su turno a precio de oro en polvo, en pepitas, en monedas y hasta en lingotes. Se trataba de dos valientes muchachas yanquis, quienes habían hecho el viaje desde Boston cruzando al Pacífico por el Istmo de Panamá. Remataron sus servicios al mejor postor, ganando en un día los ingresos normales de un año. Desde entonces habían llegado más de quinientas, casi todas mexicanas, chilenas y peruanas, salvo unas cuantas norteamericanas y francesas, aunque su número resultaba insignificante comparado con la creciente invasión de hombres jóvenes y solos.

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