—Necesito hablar con usted en privado —le susurró.
Ella lo condujo a la salita de costura. Presentía lo que iba a oír y se sorprendió de su propia emoción, sintió las mejillas encendidas y el corazón al galope. Se acomodó un crespo que se le escapaba del moño y se secó discretamente la transpiración de la frente. Michael Steward pensó que nunca la había visto tan hermosa.
—Creo que ya ha adivinado lo que tengo que decirle, Miss Rose.
—Adivinar es peligroso, Mr. Steward. Lo escucho…
—Se trata de mis sentimientos. Sin duda usted sabe de lo que hablo. Deseo manifestarle que mis intenciones son de la más irreprochable seriedad.
—No espero menos de una persona como usted. ¿Cree que es correspondido?
—Sólo usted puede contestar eso —tartamudeó el joven oficial.
Quedaron mirándose, ella con las cejas levantadas en un gesto expectante y él temiendo que el techo se desplomara sobre su cabeza. Decidido a actuar antes que la magia del momento se volviera ceniza, el galán la tomó por los hombros y se inclinó para besarla. Helada por la sorpresa, Miss Rose no atinó a moverse. Sintió los labios húmedos y los bigotes suaves del oficial en su boca, sin comprender qué diablos había salido mal y cuando por fin pudo reaccionar, lo apartó con violencia.
—¡Qué hace! ¡No ve que tengo muchos años más que usted! —exclamó secándose la boca con el reverso de la mano.
—¿Qué importa la edad? —balbuceó el oficial desconcertado, porque en realidad había calculado que Miss Rose no tenía más de unos veintisiete años.
—¡Cómo se atreve! ¿Ha perdido el juicio?
—Pero usted… usted me ha dado a entender… ¡no puedo estar tan equivocado! —murmuró el pobre hombre aturdido de vergüenza.
—¡Lo quiero para Eliza, no para mí! —exclamó Miss Rose espantada y salió corriendo a encerrarse en su habitación, mientras el desafortunado pretendiente pedía su capa y su gorra y partía sin despedirse de nadie, para nunca más volver a esa casa.
Desde un rincón del pasillo Eliza había oído todo a través de la puerta entreabierta de la salita de costura. También ella se había confundido con las atenciones hacia el oficial. Miss Rose había demostrado siempre tanta indiferencia ante sus pretendientes, que se acostumbró a considerarla una anciana. Sólo en los últimos meses, cuando la vio dedicada en cuerpo y alma a los juegos de seducción, había notado su porte magnífico y su piel luminosa. La supuso perdida de amor por Michael Steward y no se le pasó por la mente que los bucólicos almuerzos campestres bajo quitasoles japoneses y las galletas de mantequilla para aliviar los inconvenientes de la navegación, fueran una estratagema de su protectora para atrapar al oficial y entregárselo a ella en bandeja. La idea la golpeó como un puñetazo en el pecho y le cortó el aire, porque lo último que deseaba en este mundo era un matrimonio arreglado a sus espaldas. Estaba atrapada en la ventolera reciente del primer amor y había jurado, con certeza irrevocable, que no se casaría con otro.
Eliza Sommers vio a Joaquín Andieta por primera vez un viernes de mayo en 1848, cuando llegó a la casa al mando de una carreta tirada por varias mulas y cargada hasta el tope con bultos de la
Compañía Británica de Importación y Exportación
. Contenían alfombras persas, lámparas de lágrimas y una colección de figuras de marfil, encargo de Feliciano Rodríguez de Santa Cruz para adornar la mansión que se había construido en el norte, una de aquellas preciosas cargas que peligraban en el puerto y era más seguro almacenar en la casa de los Sommers hasta el momento de enviarlas a su destino final. Si el resto del viaje era por tierra, Jeremy contrataba guardias armados para protegerla, pero en este caso debía mandarla a su destino final en una goleta chilena que zarpaba dentro de una semana. Andieta vestía su único traje, pasado de moda, oscuro y gastado, iba sin sombrero ni paraguas. Su palidez fúnebre contrastaba con sus ojos llameantes y su cabello negro relucía con la humedad de una de las primeras lloviznas del otoño. Miss Rose salió a recibirlo y Mama Fresia, quien siempre llevaba las llaves de la casa colgadas de una argolla en la cintura, lo guió hasta el último patio, donde se encontraba la bodega. El joven organizó a los peones en una fila y fueron pasando los bultos de mano en mano por los vericuetos del atormentado terreno, las escalas torcidas, terrazas sobrepuestas y glorietas inútiles. Mientras él contaba, marcaba y anotaba en su cuaderno, Eliza aprovechó su facultad de tornarse invisible y pudo observarlo a su antojo. Hacía dos meses que había cumplido dieciséis años y estaba pronta para el amor. Cuando vio las manos de largos dedos manchados de tinta de Joaquín Andieta y oyó su voz profunda, pero también clara y fresca como rumor de río, impartiendo secas órdenes a los peones, se sintió conmovida hasta los huesos y un deseo tremendo de acercarse y olerlo la obligó a salir de su escondite tras las palmas de un gran macetero. Mama Fresia, rezongando porque las mulas del carretón habían ensuciado la entrada y ocupada con las llaves, no se fijó en nada, pero Miss Rose alcanzó a ver con el rabillo del ojo el rubor de la muchacha. No le dio importancia, el empleado de su hermano le pareció un pobre diablo insignificante, apenas una sombra entre las muchas sombras de ese día nublado. Eliza desapareció rumbo a la cocina y a los pocos minutos regresó con vasos y una jarra de jugo de naranja endulzado con miel. Por primera vez en su vida ella, que había pasado años equilibrando un libro sobre la cabeza sin pensar en lo que hacía, estuvo consciente de sus pasos, de la ondulación de sus caderas, el balanceo del cuerpo, el ángulo de los brazos, la distancia entre los hombros y el mentón. Quiso ser tan bella como Miss Rose cuando era la joven espléndida que la rescató de su improvisada cuna en una caja de jabón de Marsella; quiso cantar con la voz de ruiseñor con que la señorita Appelgren entonaba sus baladas escocesas; quiso bailar con la ligereza imposible de su maestra de danza y quiso morirse allí mismo, derrotada por un sentimiento cortante e indómito como una espada, que le llenaba de sangre caliente la boca y que aún antes de poder formularlo, la oprimía con el peso terrible del amor idealizado. Muchos años más tarde, frente a una cabeza humana preservada en un frasco de ginebra, Eliza recordaría ese primer encuentro con Joaquín Andieta y volvería a sentir la misma insoportable zozobra. Se preguntaría mil veces a lo largo de su camino si tuvo oportunidad de huir de esa pasión abrumadora que torcería su vida, si acaso en esos breves instantes pudo dar media vuelta y salvarse, pero cada vez que se formuló aquella pregunta concluyó que su destino estaba trazado desde el comienzo de los tiempos. Y cuando el sabio Tao Chi'en la introdujo en la poética posibilidad de la reencarnación, se convenció de que en cada una de sus vidas se repetía el mismo drama: si ella hubiera nacido mil veces antes y tuviera que nacer mil veces más en el futuro, siempre vendría al mundo con la misión de amar a ese hombre de igual manera. No había escapatoria para ella. Tao Chi'en entonces le enseñó las fórmulas mágicas para deshacer los nudos del karma y liberarse de seguir repitiendo la misma desgarradora incertidumbre amorosa en cada encarnación.
Ese día de mayo Eliza colocó la bandeja sobre una banca y ofreció el refresco primero a los trabajadores, para ganar tiempo mientras afirmaba las rodillas y dominaba la rigidez de mula taimada que le paralizaba el pecho, impidiendo el paso del aire, y luego a Joaquín Andieta, quien seguía absorto en su tarea y apenas levantó la vista cuando ella le tendió el vaso. Al hacerlo, Eliza se colocó lo más cerca posible de él, calculando la dirección de la brisa para que le llevara el aroma del hombre quien, estaba decidido, era suyo. Con los ojos entrecerrados aspiró su olor a ropa húmeda, a jabón ordinario y sudor fresco. Un río de lava ardiente la recorrió por dentro, le flaquearon los huesos y en un instante de pánico creyó que en verdad se estaba muriendo. Esos segundos fueron de tal intensidad, que a Joaquín Andieta se le cayó el cuaderno de las manos como si una fuerza incontenible se lo hubiera arrebatado, mientras el calor de hoguera lo alcanzaba también a él, quemándolo con el reflejo. Miró a Eliza sin verla, el rostro de la muchacha era un espejo pálido donde creyó vislumbrar su propia imagen. Tuvo apenas una idea vaga del tamaño de su cuerpo y de la aureola oscura del cabello, pero no sería hasta el segundo encuentro, unos días más tarde, cuando podría por fin sumergirse en la perdición de sus ojos negros y en la gracia acuática de sus gestos. Ambos se agacharon al mismo tiempo a recoger el cuaderno, chocaron sus hombros y el contenido del vaso fue a dar sobre el vestido de ella.
—¡Mira lo que haces, Eliza! —exclamó Miss Rose alarmada, porque el impacto de ese amor súbito también la había golpeado.
—Anda a cambiarte y remoja ese vestido en agua fría, a ver si sale la mancha —agregó secamente.
Pero Eliza no se movió, prendida de los ojos de Joaquín Andieta, trémula, con las narices dilatadas, oliéndolo sin disimulo, hasta que Miss Rose la tomó por un brazo y se la llevó a la casa.
—Te dije, niña: cualquier hombre, por miserable que sea, puede hacer contigo lo que quiera —le recordó la india esa noche.
—No sé de qué me hablas, Mama Fresia —replicó Eliza.
Al conocer a Joaquín Andieta aquella mañana de otoño en el patio de su casa, Eliza creyó encontrar su destino: sería su esclava para siempre. Aún no había vivido lo suficiente para entender lo ocurrido, expresar en palabras el tumulto que la ahogaba o trazar un plan, pero no le falló la intuición de lo inevitable. De manera vaga, pero dolorosa, se dio cuenta de que estaba atrapada y tuvo una reacción física similar a la peste. Por una semana, hasta que volvió a verlo, se debatió entre cólicos espasmódicos sin que de nada sirvieran las yerbas prodigiosas de Mama Fresia ni los polvos de arsénico diluidos en licor de cerezas del boticario alemán. Bajó de peso y se le pusieron los huesos livianos como los de una tórtola, ante el espanto de Mama Fresia, quien andaba cerrando ventanas para evitar que un viento marino arrebatara a la muchacha y se la llevara rumbo al horizonte. La india le administró varias mixturas y conjuros de su vasto repertorio y cuando comprendió que nada surtía efecto, recurrió al santoral católico. Sacó del fondo de su baúl unos míseros ahorros, compró doce velas y partió a negociar con el cura. Después de hacerlas bendecir en la misa mayor del domingo, encendió una ante cada santo en las capillas laterales de la iglesia, ocho en total, y colocó tres ante la imagen de San Antonio, patrono de las muchachas solteras sin esperanza, de las casadas infelices y de otras causas perdidas. La sobrante se la llevó, junto con un mechón de cabellos y una camisa de Eliza a la
machi
más acreditada de los alrededores. Era una mapuche anciana y ciega de nacimiento, hechicera de magia blanca, famosa por sus predicciones inapelables y su buen juicio para curar males del cuerpo y zozobras del alma. Mama Fresia había pasado sus años de adolescente sirviendo a esa mujer de aprendiz y sirvienta, pero no pudo seguir sus pasos, como tanto deseaba, porque no tenía el don. Nada se podía hacer: se nace con el don o se nace sin él. Una vez quiso explicárselo a Eliza y lo único que se le ocurrió fue que el don era la facultad de ver lo que hay detrás de los espejos. A falta de ese misterioso talento, Mama Fresia debió renunciar a sus aspiraciones de curandera y emplearse al servicio de los ingleses.
La
machi
vivía sola al fondo de una quebrada entre dos cerros, en una cabaña de barro con techo de paja, que parecía a punto de desmoronarse. Alrededor de la vivienda había un desorden de roqueríos, leños, plantas en tarros, perros en los huesos y pajarracos negros que escarbaban inútilmente en el suelo buscando algo de comer. En el sendero de acceso se alzaba un pequeño bosque de dádivas y amuletos plantado por clientes satisfechos para indicar los favores recibidos. La mujer olía a la suma de todas las cocciones que había preparado en su vida, vestía un manto del mismo color de tierra seca del paisaje, iba descalza y mugrienta, pero adornada con profusión de collares de plata de baja ley. Su rostro era una máscara oscura de arrugas, con sólo dos dientes en la boca y los ojos muertos. Recibió a su antigua discípula sin dar muestras de reconocerla, aceptó los regalos de comida y la botella de licor de anís, le hizo una señal para que se sentara frente a ella y se quedó en silencio, esperando. Ardían unos vacilantes tizones al centro de la choza y el humo escapaba por un agujero en el techo. En las paredes negras de hollín colgaban cacharros de barro y latón, plantas y una colección de alimañas disecadas. La fragancia densa de yerbas secas y cortezas medicinales se mezclaba con el hedor de animales muertos. Hablaron en mapudungun, la lengua de los mapuches. Durante largo rato la maga escuchó la historia de Eliza, desde su llegada en la caja de jabón de Marsella, hasta la reciente crisis, después tomó la vela, el cabello y la camisa y despidió a su visitante con instrucciones de volver cuando ella hubiera completado sus encantamientos y ritos de adivinación.
—Sabido es que para esto no hay cura —anunció apenas Mama Fresia cruzó el umbral de su vivienda dos días más tarde.
—¿Se va a morir mi niña, acaso?
—De eso no sé dar razón, pero que ha de sufrir mucho, duda no tengo.
—¿Qué es lo que le pasa?
—Empecinamiento en el amor. Es un mal muy firme. Seguro dejó la ventana abierta en una noche clara y se le metió en el cuerpo durante el sueño. No hay conjuro contra eso.
Mama Fresia volvió a la casa resignada: si el arte de esa
machi
tan sabia no alcanzaba para cambiar la suerte de Eliza, mucho menos servirían sus escasos conocimientos o las velas de los santos.
M
iss Rose observaba a Eliza con más curiosidad que compasión, porque conocía bien los síntomas y en su experiencia el tiempo y las contrariedades apagan aún los peores incendios de amor. Ella tenía apenas diecisiete años cuando se enamoró con una pasión descabellada de un tenor vienés. Entonces vivía en Inglaterra y soñaba con ser una diva, a pesar de la oposición tenaz de su madre y de su hermano Jeremy, jefe de la familia desde la muerte del padre. Ninguno de los dos consideraba el canto operático como una ocupación deseable para una señorita, principalmente porque se practicaba en teatros, de noche y con vestidos escotados. Tampoco contaba con el apoyo de su hermano John, quien se había incorporado a la marina mercante y apenas asomaba un par de veces al año por la casa, siempre de prisa. Llegaba a trastornar las rutinas de la pequeña familia, exuberante y tostado por el sol de otras partes, luciendo algún nuevo tatuaje o cicatriz. Repartía regalos, los abrumaba con sus cuentos exóticos y desaparecía de inmediato rumbo a los barrios de las rameras, donde permanecía hasta el momento de volver a embarcarse. Los Sommers eran gentilhombres de provincia sin grandes ambiciones. Poseyeron tierra por varias generaciones, pero el padre, aburrido de ovejas torpes y cosechas pobres, prefirió tentar fortuna en Londres. Amaba tanto los libros, que era capaz de quitar el pan a su familia y endeudarse para adquirir primeras ediciones firmadas por sus autores preferidos, pero carecía de la codicia de los verdaderos coleccionistas. Después de infructuosos intentos en el comercio decidió dar curso a su verdadera vocación y acabó abriendo una tienda de libros usados y de otros editados por él mismo. En la parte de atrás de la librería instaló una pequeña imprenta, que manipulaba con dos ayudantes, y en un altillo del mismo local prosperaba a paso de tortuga su negocio de volúmenes raros. De sus tres hijos, sólo Rose se interesaba en su oficio, creció con la pasión de la música y la lectura y si no estaba sentada al piano o en sus ejercicios de vocalización, podían encontrarla en un rincón leyendo. El padre lamentaba que fuera ella la única enamorada de los libros y no Jeremy o John, quienes hubieran heredado su negocio. A su muerte los hijos varones liquidaron la imprenta y la librería, John se echó al mar y Jeremy se hizo cargo de su madre viuda y de su hermana. Disponía de un sueldo modesto como empleado de la
Compañía Británica de Importación y Exportación
y una reducida renta dejada por el padre, además de las esporádicas contribuciones de su hermano John, que no siempre llegaban en dinero contante y sonante, sino en contrabando. Jeremy, escandalizado, guardaba esas cajas de perdición en el desván sin abrirlas hasta la próxima visita de su hermano, quien se encargaba de vender su contenido. La familia se trasladó a un piso pequeño y caro para su presupuesto, pero bien ubicado en el corazón de Londres, porque lo consideraron una inversión. Debían casar bien a Rose.