Heliconia - Verano (67 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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Mientras Alam Esomberr abandonaba con sigilo la escena, una guerra en miniatura se representaba en los jardines del palacio.

El artífice de aquella conmoción estaba estupefacto. Era increíble la forma en que la gente respondía ante la erudición. ¡Idiotas! Una piedra fue a estrellarse contra su boca, derribándolo.

Odi Jeseratabahr, llorando, se echó encima de SartoriIrvrash, tratando de protegerlo de las piedras.

Fue arrastrada a un lado por un grupo de monjes que, tras golpearla, comenzaron a patear al ex canciller. Al menos ellos se negaron a oír el nombre de Akhanaba mancillado.

Crispan Mornu, temiendo que la situación escapase a su control, avanzó y levantó los brazos, abriendo las negras alas de su keedrant. Fue rasgado por un sable. Odi se dio vuelta y echó a correr, pero una mujer se aferró a sus ropas y se encontró enseguida luchando para salvar su vida entre una docena de mujeres enfurecidas.

Creció el tumulto; un tumulto que en menos de una hora trascendía a la ciudad. Los mismos monjes propagaron el clamor. No tardaron en salir de los límites del palacio, manchados de sangre y cargando sobre sus cabezas los maltrechos cadáveres de SartoriIrvrash y su compañera sibornalesa, gritando a su paso: “¡La blasfemia ha muerto! ¡Viva Akhanaba!”.

Tras la reyerta en los jardines se produjo una desbandada hacia las calles, donde los forcejeos continuaron, mientras los cuerpos inertes desfilaban a través de la avenida Wozen antes de ser por fin arrojados a los perros. Luego se hizo un terrible silencio.

Incluso el Primer Phagor en el parque parecía estar a la espera.

El plan de Sayren Stund había fracasado.

SartoriIrvrash sólo pretendía ser vengado en su ex amo y asesinar al Primer Phagor. Ésa era su meta consciente.

Su amor por el conocimiento en sí y el odio a sus semejantes lo habían traicionado. No había logrado comprender a su público. En consecuencia, la fe religiosa entró en una crisis intolerable; y todo ello en la víspera de la llegada a Oldorando del emperador del Sacro Imperio Pannovalano, el gran C'Sarr Kilandar IX, para bendecir a los creyentes con la unción de Akhanaba…

Las palabras más vivas son las que surgen de los mártires muertos. Los monjes, sin proponérselo, propagaron las herejías de SartoriIrvrash, y éstas encontraron terreno fértil donde germinar. En pocos días, los mismos monjes eran blanco de ataques.

Lo que enfureció a las masas fue algo que ni el mismo SartoriIrvrash llegó a percibir: el cariz de sus revelaciones. Sus oyentes se conectaban mediante su fe; en la que SartoriIrvrash era incapaz de creer.

Sentían ahora que el rumor, largo tiempo silenciado por la Iglesia, emergía ante ellos en toda su desnudez. Toda la sabiduría del mundo había existido siempre. Akhanaba era un phagor; y ellos, así como sus padres antaño, habían pasado toda la vida adorando a uno de esos seres de dos filos. Le habían estado rezando a la misma bestia que perseguían. “No preguntes, pues, si soy hombre o animal o piedra”, decían las escrituras. Ahora el enigma se desplomaba frente al hecho banal. Su vanagloriado dios, el mismo sobre el que se había sustentado el sistema político, era un phagor.

¿Qué debía ahora rechazar la gente para hacer tolerables sus vidas: la verdad intolerable o su intolerable religión?

Incluso los servidores de palacio descuidaban sus obligaciones preguntándose unos a otros:

—¿Somos acaso esclavos de esclavos?

La crisis espiritual crecía entre sus señores. Esos señores daban por sentado que eran los amos de su mundo. Repentinamente su planeta se había convertido en otro lugar, un lugar en donde eran casi unos recién llegados y, por añadidura, de humilde origen.

Hubo acalorados debates. Muchos fieles desestimaban por completo las hipótesis de SartoriIrvrash, pretendiendo que eran un mero tejido de mentiras. Pero, como siempre ocurre en situaciones similares, otros las apoyaban y las enriquecían, llegando a veces a afirmar que siempre habían sabido la verdad. El malestar se acrecentaba.

Sayren Stund sentía por su fe un interés meramente práctico. Ésta no era para él una cosa viva, como para JandolAnganol. Sólo le importaba en tanto y en cuanto operaba como una especie de aceite que facilitaba su poder. De pronto, todo estaba en tela de juicio.

El infortunado rey de Oldorando pasó el resto de la tarde encerrado en las habitaciones de su esposa, mientras los preets revoloteaban en torno a su cabeza. De tanto en tanto enviaba a Bathkaarnet-ella a que intentara averiguar dónde podía encontrarse Milua Tal, o recibía mensajeros que le hablaban de tiendas asaltadas o de alguna disputa en un antiguo monasterio.

—No tenemos soldados —gemía Sayren Stund.

—Ni fe —respondía su esposa, con cierta complacencia—. Y necesitas ambas cosas para poner orden en esta ciudad terrible.

—Y supongo que JandolAnganol habrá huido para evitar que lo maten. Debería haberse quedado a ver la ejecución de su hijo.

Esa idea lo mantuvo contento hasta el atardecer, cuando llegó Crispan Mornu. El aspecto del asesor demostraba que aún poseía insospechadas reservas de coraje. Se inclinó ante su soberano y dijo:

—Si mi diagnóstico de esta confusa situación es correcto, majestad, ya no es JandolAnganol el tema central. Ahora el centro es la misma religión. Debemos esperar que el deplorable discurso de esta tarde sea olvidado muy pronto. Los hombres no soportarán mucho tiempo la idea de estar por debajo de los phagors.

“Ésta podría ser la oportunidad para eliminar por completo a JandolAnganol. Según la ley canónica, aún no se ha divorciado, y esta mañana hemos expuesto sus pretensiones a la luz de la realidad. Ya no cuenta con ningún apoyo.”

“Por lo tanto, deberíamos expulsarlo de la ciudad antes de que pueda hablar con el Santo C'Sarr, tal vez por intermedio de Esomberr o de Ulbobeg. El C'Sarr tendrá que enfrentar un asunto más importante, el problema de la crisis espiritual. También podríamos resolver apropiadamente el problema del matrimonio de tu hija.”

—Ya sé lo que quieres decir, Crispan —gorjeó Bathkaarnet-ella. Mornu, con su estilo oblicuo, había recordado a su majestad que convenía casar de inmediato a Milua Tal con el príncipe Taynth Indredd de Pannoval; de ese modo se podría lograr un control religioso más firme de Oldorando.

Crispan Mornu no demostró haber oído la observación de la reina.

—¿Qué harás, majestad?

—Oh, creo que tomaré un baño…

Crispan Mornu extrajo un sobre de las profundidades de su negra túnica.

—El informe de Matrassyl de esta semana sugiere que muchos problemas pueden agudizarse en breve. Unndreid el Martillo, el Azote de Mordriat, ha muerto a consecuencia de una caída de su hoxney durante una escaramuza. Mientras amenazaba a Borlien, en la capital se mantenía cierta unidad. Pero ahora, con Unndreid muerto y JandolAnganol lejos… —Dejó caer la frase y sonrió con expresión cortante.— Ofrece a JandolAnganol un barco veloz, majestad; dos si es preciso, para que tanto él como su guardia phagor desciendan al Valvoral lo antes posible. Es probable que acepte. Dile que la situación aquí es incontrolable, y que sus queridas bestias deben abandonar la ciudad o sufrirán una masacre. Él se enorgullece de aceptar las circunstancias. Nos ocuparemos de que así sea.

Sayren Stund secó su frente y meditó. JandolAnganol nunca aceptará de mí tan buen consejo. Será mejor que se lo transmitan sus amigos.

—¿Sus amigos?

—Sí, sí; sus amigos de Pannoval, Alam Esomberr y ese despreciable Guaddl Ulbobeg. Haz que vengan mientras yo me baño. —Dirigiéndose a su esposa, agregó: ¿Quieres venir y gozar de esa voluptuosa visión, querida?

La muchedumbre estaba en acción. Desde el Avernus se podía ver cómo se concentraba. Oldorando estaba llena de manos ociosas. Siempre era bien recibida la oportunidad de hacer daño. La gente salía de las tabernas, donde sus manos permanecían ociosas. Recogían palos, se aproximaban a las tiendas y las rodeaban. Se reunían afuera de las iglesias, donde habían estado mendigando. Fluían de los hoteles, los prostíbulos y los lugares de culto, sólo por participar en cualquier cosa que estuviese ocurriendo.

Algún hrattock había dicho que eran inferiores a los phagors. Esas palabras eran un desafío. ¿Dónde estaba ese hrattock? Quizá fuera ese slanje que estaba hablando allí…

Muchos observadores del Avernus consideraban con desprecio las peleas y los pretextos para esas peleas. Otros, que pensaban con mayor profundidad, veían otro aspecto del asunto. Por primitiva que fuera la situación creada por SartoriIrvrash, tenía un paralelo a bordo de la Estación Observadora Terrestre. Y allí ningún motín la resolvería.

“Creencia: algo que no dura.” Así decía el tratado “Acerca de la prolongación de una estación climática de Heliconia más allá del tiempo de una vida humana”. La creencia en el progreso tecnológico que inspiraba la construcción del Avernus, se había convertido en una trampa para sus tripulantes a lo largo de las generaciones, así como se había convertido en una trampa esa acumulación de creencias que era el culto de Akhanaba.

Fiados en un quietismo introspectivo; quienes comandaban el Avernus no veían cómo escapar de esa trampa. Temían el cambio que más necesitaban. Aunque su actitud era condescendiente con las sucias personas que corrían por la calle del Ganso y por la avenida Wozen, esas sucias personas tenían una esperanza de la que ellos carecían. Exacerbado por la bebida y la pelea, el hombre de la calle del Ganso podía usar sus puños o gritar ante las puertas de la catedral. Podía sentirse confundido pero no sufría el sentimiento de vacuidad que sentían los asesores de las seis familias. "Creencia: algo que no dura." Era verdad. La fe había muerto en el Avernus, dando paso a la desesperación.

Los individuos desesperan; no los pueblos. Mientras los superiores contemplaban lo que ocurría en Heliconia, y transmitían desganadamente a la Tierra escenas de confusión que parecían reflejar su propia futilidad, en la estación se estaba gestando un nuevo partido.

Ese partido ya se daba a sí mismo el nombre de Partido de Aganip. Sus miembros eran jóvenes e intrépidos. Sabían que no tenían posibilidad alguna de retornar a la Tierra ni como había demostrado en forma concluyente el reciente ejemplo de Billy Xiao Pin— de vivir en Heliconia. Pero sí había una oportunidad para ellos en Aganip. Ocultándose de las cámaras que todo lo miraban, acumulaban provisiones y se preparaban para apoderarse de una pequeña nave auxiliar que podía transportarlos al desierto planeta. En sus corazones ardía una esperanza tan viva como la que podían observar en la calle del Ganso.

La noche se tornó algo más fresca. Hubo otro temblor de tierra, pero entre la excitación general pasó casi inadvertido.

Reconfortado por su baño, después de haber comido bien, el rey Sayren Stund se sentía preparado para recibir a Alam Esomberr y al anciano Guaddl Ulbobeg. Se acomodó en un diván y llamó a su esposa a su lado para crear un cuadro atractivo, antes de convocar a los dos hombres.

Se hicieron todas las cortesías del caso, y una esclava sirvió vino en vasos ya repletos de hielo de Lordryardry.

Guaddl Ulbobeg usaba un charfrul ligero y un cinturón eclesiástico. Entró de mala gana, y la presencia de Crispan Mornu lo contrarió aún más. Sentía que su posición era peligrosa, y lo demostraba con nerviosismo.

Por el contrario, Alam Esomberr estaba excesivamente alegre. Vestido de manera impecable, como era su costumbre, se acercó al diván del rey y besó su mano y la de su esposa con el aire de quien es inmune a las bacterias.

—Verdaderamente, majestad, el espectáculo que nos has ofrecido esta tarde ha sido magnífico. Mis felicitaciones. ¡Con cuánta elocuencia ha hablado ese pícaro ateo! Por supuesto, las dudas no han hecho más que profundizar nuestra fe. De todos modos, es un curioso giro de la fortuna que el aborrecible rey JandolAnganol, defensor de los phagors, que hoy mismo podría haber sido considerado digno de la pena de muerte, parezca esta noche un heroico protector de los hijos de Dios.

Sonrió cordialmente y se volvió hacia Mornu para ver hasta qué punto éste se divertía.

—Eso es una blasfemia —respondió Crispan Mornu, con su voz más negra.

Esomberr asintió sin dejar de sonreír.

—Ahora que Dios tiene una nueva definición, seguramente debe de haber también una nueva definición de blasfemia. La herejía de ayer, señor, se ve hoy como el camino de la verdad, que debemos seguir con el paso más ágil posible…

—No sé por qué estás tan feliz —se quejó Sayren Stund—. Pero me aprovecharé de tu buen humor. Deseo pediros a ambos un favor. Mujer, sirve más vino.

—Haremos todo lo que su majestad ordene —dijo Guaddl Ulbobeg con aire ansioso.

El rey se irguió en su asiento, metió su estómago, y dijo con cierta pompa:

—Os daremos los medios para que persuadáis al rey JandolAnganol a abandonar de inmediato nuestro reino, antes de que pueda inducir al matrimonio a mi pobre hija Milua Tal.

Esomberr y Guaddl Ulbobeg se miraron.

—¿Y bien? —dijo el rey.

Guaddl Ulbobeg tosió y luego, como si lo hubiera pensado mejor, volvió a toser.

—¿Puedo atreverme a preguntar a su majestad si ha visto a su hija en las últimas horas?

—En cuanto a mí, estoy bajo el poder del rey de Borlien —agregó Esomberr— debido a una grave indiscreción por mi parte. Es una antigua indiscreción, imperdonable, desde luego, que se refiere a la reina de reinas. De modo que esta tarde el rey de Borlien solicitó nuestra ayuda, nos sentimos obligados…

Examinando el rostro de Sayren Stund, dejó la frase a medio concluir. Ulbobeg continuó:

—Como soy obispo de la Casa del Santo C'Sarr de Pannoval, majestad, y por lo tanto tengo el derecho de actuar en nombre de Su Santidad en ciertas funciones eclesiásticas…

—Y yo —dijo Esomberr— aún tengo en mi poder el decreto de divorcio firmado por la ex reina MyrdemInggala, que debía haber sido entregado al C'Sarr, o a alguno de los representantes de su Casa, hace décimos, con perdón por usar esta palabra ahora funesta…

—Y ambos deseamos no recargar de funciones a Su Santidad —agregó Guaddl Ulbobeg, mostrando alguna complacencia en su voz—, durante esta visita de placer a una nación hermana…

—Habiendo, como hay, asuntos de mayor gravedad…

—Ni incomodar a su majestad con…

—¡Basta! —gritó Sayren Stund—. ¡Al grano de una buena vez! ¡Basta de postergaciones!

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