Heliconia - Verano (31 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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—Es difícil responder. Sí, tiene una mente. Puede calcular, navegar en el espacio, y desarrollar mil acciones por sí misma.

JandolAnganol se inclinó y tomó una jarra de vino, que alzó con lentitud por encima de su cabeza.

—¿Quién está loco, criatura? ¿Tú o yo? También esta jarra tiene mente y puede navegar sola… ¡Mira! —La arrojó. La jarra voló por el aire, dio contra una pared y se rompió, esparciendo su contenido. Esa pequeña violencia hizo que todos quedaran inmóviles como phagors.

—Yo trataba de responderte, señor… —Billy estornudó.

—Sólo la culpa y la furia me inducen a razonar contigo. Pero ¿por qué debo preocuparme? Estoy solo, no tengo nada, este lugar es una fiambrera vacía, con ratas en lugar de cortesanos. Todo me ha sido quitado y aún se me pide más. También tú me pides algo… Los demonios me rodean… Debo hacer penitencia de nuevo, arcipreste. Tu brazo no debe ser débil. Éste es el demonio de SartoriIrvrash. Mañana podré dirigirme a la scritina y todo cambiará. Hoy sólo soy un padre que sangra…

Agregó en voz baja, para sus adentros:

—Así es, así es; sencillamente, debo cambiarme a mí mismo.

Bajó los ojos; parecía exhausto. Una gota de sangre cayó al suelo.

El Capitán del Hielo, Muntras, tosió. Era un hombre práctico y el estallido del rey le resultaba embarazoso.

—Veo, señor, que he llegado en mal momento. Soy sólo un mercader, y mejor será que continúe mi camino. Durante muchos años te he traído el mejor hielo de Lordryardry, del mejor estrato de nuestros glaciares y al mejor precio. Ahora, señor, quería agradecerte lo hospitalario que has sido conmigo y despedirme de ti para siempre. A pesar de la niebla, conviene que parta.

Por algún extraño efecto, estas palabras parecieron revivir al rey. Puso una mano sobre el hombro de Muntras, en cuyos ojos había una mirada de inocencia.

—Bien quisiera verme rodeado de hombres como tú, que no hablas sino con sentido común, Capitán del Hielo. Siempre he apreciado tus servicios. Y no he olvidado tu ayuda cuando fui herido en esa terrible ocasión, en el Cosgatt… Como estoy herido ahora. Eres un verdadero patriota.

—Señor, soy un verdadero patriota en Dimariam, mi país. Adonde pienso dirigirme ahora. Éste es mi último viaje. Mi hijo continuará con el transporte de hielo con la misma devoción que siempre te he demostrado, como también a la… ex reina. ¿No necesitará su majestad cargas adicionales de hielo, a medida que la temperatura aumente?

—Capitán del Hielo, buen mercader de mejores climas, mereces ser recompensado por tus servicios. A pesar de la terrible penuria y de la mezquindad de mi scritina, ¿hay algo que pueda regalarte como prueba de mi afecto?

Muntras avanzó un paso.

—No soy digno de recompensa, señor, ni la buscaba; pero tal vez podría proponerte un canje. Cuando venía de Oldorando, yo, que soy hombre piadoso, rescaté a un phagor de un drumble. Ahora se ha recuperado de la caída al agua, que suele ser fatal para los miembros de su especie, y debe buscar cobijo lejos de Cahchazzerh, el lugar de donde huyó. Te daría este stallun como esclavo a cambio de tu prisionero, sea o no un demonio. ¿Te conviene el trato?

—Quédate con la criatura. Nada debes darme a cambio, Capitán. Seré tu deudor si te lo llevas de mi reino.

—Entonces me lo llevaré. Y tendrás al phagor; y luego mi hijo te visitará siempre con la cortesía que yo mismo he tenido. Div es un buen muchacho, aunque menos culto que su padre.

Y de este modo Billy Xiao Pin pasó a manos del Capitán del Hielo. Al día siguiente, cuando la niebla se dispersó ante una leve brisa, el ánimo nublado del rey también cambió. Mantuvo su promesa de dirigirse a la scritina.

Presentaba ante ese cuerpo, formado por hombres que tosían en sus bancos, el aspecto de un hombre distinto. Después de atestiguar la perversidad del canciller SartoriIrvrash, y su descollante papel en los reveses que acababa de sufrir el estado, JandolAnganol inició su confesión.

—Señores de la scritina: cuando ascendí al trono de Borlien me jurasteis fidelidad. Nuestro querido reino ha sufrido reveses, no lo niego. Ningún rey, por benévolo y poderoso que sea, puede cambiar mucho la condición de su pueblo. Lo comprendo ahora. No puedo gobernar las sequías, ni los soles que tanto castigan a nuestra tierra.

“En mi desesperación he cometido crímenes. Urgido por el canciller he determinado la muerte de los Myrdólatras. Lo confieso y pido vuestro perdón. Lo hice para poner orden en el reino y evitar más disensiones. He abandonado a mi reina, y con ella toda concupiscencia, con el mismo fin. Mi matrimonio con la princesa Simoda Tal de Oldorando será un matrimonio dinástico, y juro que casto. No la tocaré si no es para procrear. Tendré en cuenta sus pocos años. Desde ahora en adelante me entregaré por completo a mi país. Dadme vuestra obediencia, caballeros, y tendréis la mía.”

Habló controladamente, con lágrimas en los ojos. Sus interlocutores permanecían en silencio; pocos sentían piedad por aquel hombre sentado en el trono de la scritina, la mayoría sólo pensaba cómo aprovechar este nuevo ejemplo de su debilidad.

No obstante la carencia de luna, había mareas en Heliconia. A medida que Freyr se acercaba, la fuerza de las mareas de la envoltura acuosa del planeta aumentaba un sesenta por ciento en relación con las condiciones del apastron, es decir el momento en que Freyr se hallaba a más de setecientas unidades astronómicas de distancia.

A MyrdemInggala, en su nuevo hogar, le agradaba caminar sola por la playa. Sus angustias encontraban un momento de alivio. Ese lugar apartado, esa franja entre los reinos del mar y los reinos de la tierra, le recordaban el jardín de medialuz de su antiguo palacio, situado entre el día y la noche. Sólo tenía una vaga conciencia de la lucha constante que se desarrollaba a sus pies, y que tal vez nunca sería enteramente ganada ni perdida. Miró hacia el horizonte, preguntándose como siempre si el Capitán del Hielo habría entregado la carta al general de las guerras distantes.

El vestido de la reina era amarillo claro. Hacía juego con la soledad. Su color favorito era el rojo, pero ya no lo usaba. No correspondía a la antigua Gravabagalinien ni a su espectral pasado. La reina pensaba que el silbido del mar exigía el amarillo.

Cuando no salía a nadar, dejaba a Tatro jugando en la playa y paseaba por debajo de la línea de la marea alta. Su dama de compañía la seguía de mala gana. Unas hierbas duras crecían en la arena. Algunas formaban macizos. Uno o dos pasos más hacia el interior se aventuraban ya otras plantas. Entre las primeras había una pequeña margarita blanca, de tallo bien defendido. Era una planta pequeña, de hojas carnosas, casi como un alga. MyrdemInggala no sabía su nombre, pero le gustaba recogerla. Había otra planta de hojas oscuras. Crecía entre la arena y las hierbas en insignificantes racimos, pero algunas veces, cuando las condiciones eran las adecuadas, se elevaba hasta formar un sorprendente arbusto de brillo lustroso.

Detrás de esas atrevidas invasoras de la costa se depositaban los desechos de la marea. Luego había una zona indefinida, salpicada de rústicas margaritas de grandes flores. Y después estaban las plantas menos osadas, las cuales, apoderándose del suelo, ocultaban la playa, aunque entre ellas se interponían arroyos de arena que se internaban cierto trecho.

—No sufras, Mai. Adoro este lugar.

La taciturna joven adoptaba una expresión resentida.

—Eres la mujer más hermosa e infortunada de Borlien. —Nunca había hablado antes en ese tono a su señora. ¿Por qué no has podido retener a tu marido?

La reina no respondió. Las dos mujeres siguieron andando a lo largo de la costa, algo separadas. MyrdemInggala iba entre los arbustos lustrosos, acariciando con la mano las puntas de las ramas. De vez en cuando, algo, debajo de un matorral, silbaba y retrocedía ante su paso.

Tenía conciencia de Mai TolramKetinet, quien se arrastraba tristemente más atrás, odiando el exilio.

—Animo, Mai —dijo para alentarla. Pero Mai no respondió.

XI - VIAJE AL CONTINENTE NORTE

El anciano usaba un keedrant largo hasta los tobillos que había conocido mejores días. En la cabeza llevaba un sombrero en forma de pala que protegía del sol no sólo su calva, sino también su flaco pescuezo. A solas, esperaba el momento de abandonar el palacio para siempre.

Detrás de él había un coche ligero cargado con sus escasos efectos personales. Entre las varas había dos hoxneys. Sólo faltaba que llegara el cochero, entonces SartoriIrvrash podría marcharse.

Mientras esperaba pudo ver, a cierta distancia, una esquina donde un esclavo anciano ayudaba con un palo a quemar una montaña de papeles. En la hoguera ardían todos los papeles encontrados en las habitaciones del ex canciller, incluso los manuscritos de "El Alfabeto de la Historia y la Naturaleza".

El humo se elevaba hacia un cielo desvaído del que caían ligeras pavesas. La temperatura era tan alta como siempre, pero unas nubes grises cubrían el firmamento. Una corriente de aire arrastraba hacia el este las cenizas de un volcán que recientemente había entrado en erupción a cierta distancia de Matrassyl. Pero esto carecía de interés para SartoriIrvrash; lo que ocupaba su atención eran las cenizas negras que ascendían.

Su mano tembló, haciendo que la punta del veronikano ardiera como un pequeño volcán.

A sus espaldas se oyó una voz:

—Aquí tienes algunas ropas más, amo.

Su esclava, con una sonrisa consoladora, le ofrecía un lío cuidadosamente atado.

—Es una vergüenza que tengas que marcharte —agregó la esclava.

Él se volvió hacia ella, y avanzó un paso para mirarla a los ojos.

—¿Te entristece que me marche?

Bajando la vista, la mujer asintió. “Después de todo —pensó él—, le gustaba bastante un pequeño rumbo de vez en cuando… Y pensar que nunca me molesté en preguntarle nada, que nunca pensé en su goce. Qué aislado he estado dentro de mí mismo. He sido un hombre bastante bueno, y culto, pero sin valor por falta de sentimientos hacia los demás. Excepto hacia la pequeña Tatro”.

No supo qué decir a la esclava. Tosió.

—Hoy es un mal día, mujer. Ve adentro. Gracias.

Ella le dedicó una última mirada elocuente antes de marcharse. SartoriIrvrash pensó: ¿Quién sabe lo que puede sentir una esclava? Se encogió de hombros, irritado con ella y consigo mismo por esa exhibición de emociones.

Cuando llegó el conductor, apenas si lo advirtió. Sólo pudo entrever una figura juvenil, con la cabeza protegida contra el calor por una especie de caperuza Madi que le ocultaba casi todo el rostro.

—¿Listo? —preguntó la figura, mientras saltaba al asiento del conductor. Los dos hoxneys se movieron cuando sintieron el peso de sus correas.

SartoriIrvrash se demoraba. Señaló la hoguera con su veronikano.

—Allá va toda una vida de estudios. —Se dirigía especialmente a sí mismo.— Eso es lo que no puedo perdonar. Nunca podré. Tanto trabajo…

Con un gran suspiro, trepó al coche. Éste echó a andar de inmediato hacia las puertas del palacio. Había allí algunas personas que lo apreciaban pero que por temor a la cólera del rey no se habían atrevido a acudir para decide adiós. Mantuvo la mirada al frente, parpadeando.

Las perspectivas no eran buenas. Tenía treinta y siete años y ocho décimos, una edad bastante avanzada. Quizá pudiera colocarse como consejero en la corte del rey Sayren Stund; pero ni éste, ni Oldorando, ni el calor que hacía allí le agradaban demasiado. Siempre se había mantenido alejado de sus propios familiares y de los de su difunta esposa. Sus hermanos habían muerto. Sólo podía ir a vivir con su hija; ella y su marido residían en una oscura ciudad del sur, cerca de la frontera de Thribriat.

En ese lugar podría retirarse del mundo e intentar rescribir el trabajo de su vida. Pero ¿quién lo editaría, ahora que carecía de poder? ¿Quién lo leería si no estaba impreso? Había enviado una desesperada carta a su hija y ahora se proponía ir al sur en barco. El coche avanzaba velozmente cuesta abajo. Al pie de la colina, en lugar de girar hacia los muelles, torció a la derecha y tomó un estrecho sendero. Las tazas de las ruedas rechinaron al rozar una pared.

—¡Cuidado, necio, equivocas el camino! —dijo SartoriIrvrash, pero para sus adentros. ¿Qué importaba lo que ocurriera?

Las ruedas repiquetearon por una callejuela y entraron en un pequeño patio abandonado. El conductor saltó a tierra y cerró las puertas del patio, para que no pudieran ser vistos desde fuera. Luego se dirigió al ex canciller.

—¿Quieres bajar? Alguien te espera. —Se quitó su gorro e hizo una parodia de reverencia.

—¿Quién eres? ¿Para qué me has traído aquí?

El joven abrió la puerta del coche.

—¿No me conoces, Rushven?

—¿Quién…? ¡Roba, eres tú! —dijo, con cierto alivio, porque acababa de vislumbrar la idea de que JandolAnganol se propusiera secuestrarlo y asesinarlo.

—O soy yo o soy un hoxney, porque me estoy moviendo muy rápido estos días. Así ocurre siempre con las actividades secretas. Soy un secreto hasta para mí mismo. He jurado vengarme de mi maldito padre, que ha desterrado a mi madre. Y de mi madre, que se ha marchado sin despedirse.

Mientras el muchacho le ayudaba, SartoriIrvrash lo examinó, deseoso de ver si era tan alocado como sus palabras. RobaydayAnganol apenas si tenía doce años, y era una versión más pequeña y delgada de su propio padre. Estaba bronceado por el sol, y se veían en su torso rojizas cicatrices. La sonrisa iba y venía por su cara como un tic, o como si no pudiese decidir si bromeaba o no.

—¿Dónde has estado, Roba? Te hemos extrañado. Tu padre te extrañaba.

—¿El Águila, quieres decir? Pues casi me ha pillado. Nunca me interesó la vida de la corte. Ahora me interesa menos todavía. Soy hermano de los hoxneys. Un asistente de Madi. Nunca seré rey, ni él volverá a ser feliz. Nuevas vidas, nuevas vidas, ¡y también para ti, Rushven! Tú me mostraste por primera vez el desierto, y yo no te abandonaré. Te conduciré ante un ser importante, humano, ni mi padre ni hoxney.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? Espera…

Pero Roba se alejaba. SartoriIrvrash miró con ojos dubitativos el coche cargado con todos sus bienes terrenales, y decidió seguirlo. A paso rápido, entró en una habitación oscura sólo uno o dos pasos detrás del hijo del rey.

La casa estaba construida según el oscuro lugar en que se hallaba, estirándose hacia la luz como una planta que crece entre dos rocas. Jadeando, el anciano siguió a Roba por una insegura escalera hasta una habitación del tercer piso, la única en ese nivel. SartoriIrvrash se dejó caer agotado en un taburete que alguien le ofreció. Comenzó a toser.

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