Heliconia - Verano (48 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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—Por favor, llevadme a casa —dijo Billy.

La rápida corriente de cifras de Immya cesó. Cesaron sus informes sobre tonelajes, longitudes de diversos viajes, costes en relación con la demanda, los elementos, en fin, sobre los cuales se fundaba su pequeño imperio. Suspiró y dijo algo a su padre, pero una nueva carga de hielo, que pasó rugiendo por encima de ellos, borró sus palabras. Entonces, las líneas de su rostro se ablandaron y sonrió.

—Sería mejor que lleváramos a Billy a casa —dijo.

—He visto eso —dijo él con tono vago—. Lo he visto.

Cuando pasó más de medio Gran Año, cuando Heliconia y sus planetas hermanos llegaron al punto más alejado de Freyr y volvían a padecer una vez más la lenta furia de un nuevo invierno, millones de personas contemplaron, en la lejana Tierra, la forma acurrucada de Billy en el viejo trineo de madera.

La presencia de Billy en Heliconia representaba una infracción de las órdenes terrestres, las cuales exigían que ningún ser humano pusiera el pie en el planeta para no turbar la trama de sus culturas.

Esas órdenes habían sido formuladas tres mil años antes. En términos de historia cultural, tres mil años eran un largo período de tiempo. Desde entonces la comprensión se había tornado más profunda, a causa, sobre todo, del intenso estudio de Heliconia realizado por la mayor parte de la población. Se conocía mucho mejor la unidad —y por lo tanto, la fuerza— de las biosferas planetarias.

Billy había penetrado en la biosfera planetaria y había llegado a ser parte de ella. Los habitantes de la Tierra no veían ningún conflicto. Billy estaba hecho de átomos de materia estelar muerta, iguales a los de Muntras o MyrdemInggala. Su muerte representaría una unión final con el planeta, una fusión indisoluble. Billy era mortal. Los átomos de que estaba hecho eran indestructibles.

Habría una moderada aflicción por el desvanecimiento de otra conciencia humana, por la pérdida de otra identidad única e irremplazable; pero eso probablemente no sería motivo de llanto en la Tierra.

Mucho antes de eso se derramaron lágrimas en el Avernus. Billy era su drama, su prueba de que la vida existía, de que poseía el viejo poder de los organismos biológicos de conmoverse en respuesta al ambiente. Las lágrimas y los aplausos estaban en su apogeo.

En particular la familia Pin abandonó su habitual pasividad y provocó una pequeña tormenta familiar. Rose Yi Pin, quien unas veces reía y otras gemía, era el centro de la atención más apasionada. Lo pasaba maravillosamente.

El Consejero estaba mortificado.

El aire fresco recorrió el cuerpo de Billy y bañó sus pulmones. Le permitió ver cada detalle de ese mundo centelleante. Pero su vividez, sus sonidos, fueron demasiado para él. Cerró los ojos. Cuando logró abrirlos de nuevo, los asokins avanzaban veloces sacudiendo el trineo, y la bruma de la costa empezaba a velar el paisaje.

Para compensar anteriores humillaciones, Div Muntras insistió en conducir. Pasó las riendas por encima de su hombro derecho y las sostuvo bajo el brazo izquierdo mientras aferraba el asa del trineo con la mano izquierda. Con la derecha esgrimía un látigo que hacía chasquear sobre los asokins.

—Mantenlo firme, muchacho —gruñó Muntras.

Mientras lo estaba diciendo, el vehículo dio contra un macizo de arbustos y volcó. Estaban debajo de la construcción de madera destinada al transporte de hielo, y el terreno era cenagoso. Muntras cayó sobre las manos y las rodillas. Mirando con furia a su hijo le arrebató las riendas, pero nada dijo. Immya apretó los labios, enderezó el trineo y colocó nuevamente a Billy en él. Su silencio era más expresivo que las palabras.

—No fue por mi culpa —dijo Div, simulando que se había lastimado la muñeca. Su padre tomó las riendas y, con un gesto silencioso, indicó a su hijo que empujara. Luego regresaron a paso moderado.

La casa de Muntras era de una sola planta, la cual se desarrollaba en varios niveles conectados por escalones, debido a las irregularidades del terreno rocoso. Detrás de la habitación donde Muntras e Immya pusieron a Billy estaba el patio en que el Capitán del Hielo pagaba a su personal cada décimo.

Ese patio estaba ornamentado con rocas lisas y redondeadas, esculpidas en montañas polares que ningún ser humano había visto jamás, y arrastradas hasta la costa por los glaciares. En las estrías de esas rocas se hallaba condensada una historia tectónica que nadie en Lordryardry tenía tiempo de descifrar, pero que había sido examinada a través de los ojos electrónicos del Avernus. Junto a cada una de esas rocas crecían altos árboles cuyos troncos se bifurcaban junto al suelo. Billy podía ver esos árboles desde su cama.

Eivi, la esposa de Muntras, había recibido a su marido con la misma diligencia con que ahora se preocupaba por Billy, quien se alegró cuando lo dejaron a solas en la desnuda habitación de madera, mirando el contorno preciso de los árboles. Su vista quedó fija. Una lenta locura se apoderó de él, moviendo sus miembros, torciendo sus brazos hacia fuera hasta que se estiraron por encima de su cabeza, rígidos como ramas.

Div entró en la habitación.

El muchacho cerró la puerta a sus espaldas y se acercó a Billy con cautela. Lo miró con los ojos muy abiertos. La mano izquierda de Billy estaba torcida hacia atrás, de modo que los nudillos casi tocaban e brazo: el reloj se le hundía en la piel.

—Te quitaré el reloj —dijo Div. Lo desprendió torpemente y lo colocó sobre una mesa, fuera de la vista de Billy.

—Los árboles —dijo Billy, con los dientes apretados.

—Quiero hablar contigo —dijo Div en tono amenazador, con los puños apretados—. ¿Recuerdas a esa chica AbathVasidol, en el Dama de Lordryardry? ¿La chica de Matrassyl? —preguntó en voz baja, sentado al lado de Billy, y mirando hacia la puerta—. ¿Esa chica bonita, de pelo castaño y grandes pechos?

—Los árboles.

—Sí, los árboles. Son albaricoques. Mi padre destila su Exaggerator con sus frutos. Billish, Abathy… ¿Recuerdas a Abathy?

—Se están muriendo.

—Tú te estás muriendo, Billish. Por eso quiero hablar contigo. ¿Recuerdas cómo me humilló mi padre con esa chica? A ti te la dio, Billish, maldito seas. Esa fue la forma de humillarme, como hace siempre. ¿Comprendes? ¿Adónde llevó mi padre a Abathy, Billish? Si lo sabes, dímelo. Dímelo, Billish. Yo no te hice ningún mal.

Las articulaciones de sus codos crujían.

—Abathy. La madurez del verano.

—No fue por tu culpa, porque eres una basura extranjera. Pero escucha. Quiero saber dónde está Abathy. La amo. No debería haber vuelto aquí, ¿verdad? Para ser humillado por mi padre y por mi hermana. Ella nunca me permitirá que sea el amo de la compañía. Escucha, Billish: me marcho. Puedo arreglarme solo. No soy ningún tonto. Buscaré a Abathy y empezaré mi propio negocio. Quiero saberlo, Billish, ¿adónde la llevó mi padre? Pronto, antes de que vengan.

—Sí. —Los árboles desnudos y gesticulantes de la Ventana intentaban deletrear un nombre.— Deuteroscopista.

Div se inclinó hacia adelante y aferró los endurecidos hombros de Billy.

—¿CaraBansity? ¿La llevó a casa de CaraBansity?

Billy susurró un sí. Div lo dejó caer como si fuera una tabla. Se retorcía los dedos, murmurando para sus adentros. Oyó un ruido en el pasillo y corrió hacia la Ventana. Durante un momento balanceó su peso en el antepecho. Luego dio un salto y desapareció.

Era Eivi Muntras. Dio de comer a Billy pequeños trozos de una delicada carne blanca. Insistía, lo obligaba, y él comía con apetito. En el mundo de los enfermos, Eivi estaba a su gusto. Limpió con una esponja la cara de Billy. Puso una cortina de gasa en la ventana para suavizar la luz. A través de la gasa, los árboles parecían fantasmas.

—Tengo hambre —dijo él cuando se acabó la comida.

—Te traeré más iguana. Te ha gustado, ¿verdad? La he cocido en leche especialmente para ti.

—Tengo hambre —gritó él.

Ella se marchó, con aire preocupado. Él oyó cómo hablaba con otras personas. Tenía el cuello contraído, las venas hinchadas, mientras su oído se clavaba en lo que se decía, como un arpón. Pero las palabras no tenían sentido para él. Estaba tendido boca abajo, de modo que llegaban a sus oídos al revés. Cuando se dio vuelta, todo era perfectamente audible.

La voz de Immya decía en tono imparcial:

—Eso es una tontería, madre. No puedes curar a Billish con remedios caseros. Tiene una extraña enfermedad de la que sólo se habla en los libros de historia. Puede ser la fiebre de los huesos, o la muerte gorda. Los síntomas no son claros, tal vez porque, como él dice, viene de otro mundo, y por lo tanto su composición celular quizá sea distinta de la nuestra.

—Yo no sé nada de eso, Immya, querida. Sólo pensaba que un poco más de carne puede hacerle bien. Tal vez le gustaría el gwing-gwing…

—Puede entrar en un estado de bulimia e hiperactividad. Esto indicaría que se trata de la muerte gorda. En ese caso, habrá que atarlo a la cama.

—Seguramente no será necesario, querida… Es tan amable…

—No se trata de su carácter, madre, sino del carácter de su enfermedad. —Ahora era una voz masculina, cargada de desdén apenas encubierto, como si estuviera explicando algo a un niño. Pertenecía al marido de Immya, Abogado.

—Así será, sin duda. Sólo espero que esa enfermedad no sea contagiosa.

—No nos parece que la muerte gorda o la fiebre de los huesos sean infecciosas en este momento del Gran Año —dijo la voz de Immya—. Creemos que Billish ha estado con phagors, y esas enfermedades están relacionadas con ellos.

Hubo más palabras, y luego Immya y Abogado estaban en la habitación, mirando a Billy.

—Tal vez te cures —dijo ella, inclinándose un poco para hablar y dejando caer las palabras una a una—. Cuidaremos de ti. Puede que tengamos que atarte si te pones violento.

—Morir inevitable. —Con gran esfuerzo, fingió que no era un árbol y dijo: —La fiebre de los huesos y la muerte gorda… Yo sé. Son un solo virus. Un germen. Distintos efectos. Según el momento del Gran Año. Es verdad.

No podía hacer un esfuerzo mayor. Sin embargo, por un instante, lo había tenido todo en la mente. Aunque no era su especialidad, el virus hélico era una leyenda en el Avernus; eso sí, confinada ahora a los videotextos, puesto que su último estallido pandémico había ocurrido varias generaciones antes. Quienes lo miraban desde arriba, sin poder hacer nada, contemplaban una vieja historia que sólo se volvía actual cada vez que concluían la Vacaciones de Heliconia…

Los sufrimientos que causaba el virus eran terribles, pero por fortuna sólo ocurrían en dos períodos del Gran Año: seis siglos después del momento más frío, cuando las condiciones del planeta mejoraban, y a fines del otoño, después del largo período de calor en que Heliconia había entrado. En la primera época, el virus se manifestaba en la forma de la fiebre de los huesos; en la segunda, como muerte gorda. Casi nadie escapaba a estos flagelos. La tasa de mortalidad de ambos se aproximaba al cincuenta por ciento, el mismo porcentaje que mostraban los sobrevivientes en la reducción o aumento de su peso corporal, estando de este modo mejor preparados para enfrentar la estación más caliente o la más fría.

El virus era el mecanismo que permitía el ajuste del metabolismo humano a tan enormes cambios climáticos. Billy sufría ahora este cambio.

Con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, Immya permanecía de pie junto al lecho de Billy.

—No entiendo cómo sabes esas cosas. No eres un dios; si lo fueras no estarías enfermo…

Incluso las voces lo empujaban con más fuerza hacia las entrañas de un árbol. Lo intentó otra vez.

—Una enfermedad. Dos… sistemas opuestos. Como médico, puedes comprender.

Ella comprendía. Se sentó.

—Si fuera así… ¿Y por qué no? Hay dos botánicas. Hay árboles que florecen y dan semillas una vez cada 1.825 años pequeños, y otros que lo hacen todos los años pequeños. Son cosas distintas, y sin embargo unidas…

Apretó los labios, como si temiera decir un secreto, consciente de que estaba al borde de algo que iba más allá de su comprensión. El caso del virus bélico no era exactamente similar al de la botánica binaria de Heliconia. Sin embargo, la observación de Immya sobre distintas características vegetales era correcta. Ocho millones de años antes, aproximadamente, cuando Freyr había capturado a Batalix, los planetas de este último habían quedado bañados por la radiación, lo que había conducido a divergencias genéticas en una multitud de especies. Algunas plantas continuaron floreciendo como antes —es decir que intentaban producir semillas 1.825 veces durante el Gran Año, fueran cuales fueren las condiciones del clima— pero otras habían adoptado un metabolismo más acorde con la nueva situación, y se propagaban una sola vez cada 1.825 años pequeños. Los rajabarales estaban entre estas últimas. Por el contrario, los albaricoques que Billy veía por la ventana no se habían adaptado y verdaderamente se estaban muriendo ante el inusitado calor.

Algo, en las líneas que conformaban la boca de Immya, sugería que intentaba masticar estos complejos asuntos; pero luego emprendió la contemplación de las afirmaciones de Billy. Su inteligencia le decía que, de ser ciertas, tendrían gran importancia, no de inmediato sino unos siglos más tarde, cuando según los precarios registros existentes debía producirse la pandemia.

Pensar en un futuro tan lejano no era un hábito local. Immya asintió y dijo:

—Meditaré sobre esto, Billish, y hablaré de tu idea en la próxima reunión de nuestra sociedad médica. Quizá, si comprendemos la verdadera naturaleza de esa enfermedad, podamos encontrar una cura.

—No. La enfermedad es esencial para la supervivencia… —Billy comprendió que ella jamás lo aceptaría, y que él no podría explicar jamás ese punto. Agregó, en cambio: —Se lo dije a tu padre.

Esta observación apartó el interés de Immya de los asuntos médicos. Después de unos instantes de silencio en los que pareció querer meterse dentro de sí misma, volvió a hablar, pero esta vez con voz más profunda y áspera, como silo hiciera desde el interior de una prisión.

—¿Qué más hacía mi padre? En Borlien… ¿Se emborrachaba? Quiero saber… ¿Traía a una mujer en el barco, desde Matrassyl? ¿Tenía relaciones carnales con ella? Debes decirme. —Se inclinó sobre él y lo aferró, como antes hiciera su hermano.— Ahora está bebiendo. Había una mujer, ¿no es verdad? Te lo pregunto por mi madre.

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