Heliconia - Verano (43 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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En la dirección opuesta podían verse las tierras de Loraj, las cuales se extendían hasta las Regiones Circumpolares. La niebla continuaba dispersándose y revelaba una llanura. En su misma vacuidad había cierta, grandeza. Debajo de sus pies el suelo carecía de hierbas y estaba marcado por las huellas de miles y miles de cascos.

—Estas planicies pertenecen al flambreg, al yelk y al yelk gigante —dijo Dienu Pasharatid. Y no sólo ellas; todo el territorio.

—No es lugar para hombres y mujeres —dijo Io Pasharatid.

—Los flambregs y los yelks parecen similares, pero tienen grandes diferencias anatómicas —dijo Odi Jeseratabahr—. Los yelks son necrógenos. Nacen de los cadáveres de sus madres y se alimentan de carroña y no de leche. Los flambregs son vivíparos.

SartoriIrvrash guardó silencio. Aún estaba conmovido por la masacre de la costa, desde la cual seguía llegando el sonido de disparos. El objeto del desembarco en Persecución era precisamente obtener carne fresca.

Ahora los cuatro phagors tiraban del trineo donde iban los cuatro humanos. Avanzaban con lentitud. Hacia el norte se veían unas colinas bajas de color mostaza, con los flancos salpicados de abetos enanos y otros árboles más robustos. Los árboles tenían menos éxito en terreno llano, donde burdos nidos construidos con ramitas y madera traída por el mar inclinaban sus ramas. Las hojas estaban cubiertas de excrementos blancos.

Los barcos y el mar desaparecieron de la vista. El aire era glacial y ya no olía a océano, sino que flotaba sobre el paisaje el olor a establo de los animales en celo. El ruido de los disparos se perdió en la distancia. Durante una hora no hablaron, gozando del gran espacio que los rodeaba.

Al llegar junto a una roca estriada de ocre, la Monja Almirante ordenó un alto. Descendieron del trineo y caminaron algo distanciados, moviendo los brazos. La roca era muy elevada. Los únicos sonidos eran los gritos de las aves y el susurro del viento. De pronto advirtieron un rumor lejano.

SartoriIrvrash pensó que se trataría de algún distante glaciar que se resquebrajaba, y no le dio importancia; tal era su placer por pisar tierra firme. Sin embargo, las mujeres se miraron con preocupación y treparon hasta la cima del peñasco. Observaron el paisaje y lanzaron gritos de alarma.

—Poned el trineo junto a la roca —ordenó Odi Jeseratabahr en Hurdhu a los phagors.

El rumor se convirtió en trueno que parecía brotar de la misma tierra. Algo ocurría en las colinas bajas del oeste. Estaban en movimiento. Con el terror de alguien que enfrenta un hecho que está más allá del alcance de su imaginación, SartoriIrvrash corrió hasta la roca y empezó a trepar. Io Pasharatid le ayudó a encaramarse a una saliente donde había sitio para los cuatro. Los phagors se apretaban contra el promontorio, y sus milts se agitaban en las ventanas de sus narices.

—Aquí estaremos seguros hasta que hayan pasado —dijo Odi Jeseratabahr con voz temblorosa.

—¿Qué ocurre? —preguntó SartoriIrvrash.

A través de una tenue bruma, el horizonte se enrollaba como una alfombra y rodaba hacia ellos. Sólo podían mirar en silencio. Por fin, la alfombra se resolvió en una avalancha de flambregs que avanzaban sobre un amplio frente.

SartoriIrvrash intentó contarlos. Diez, veinte, cincuenta, cien…; era imposible. El frente podía tener una milla de ancho, dos o cinco, y comprendía interminables rebaños de animales. Infinitas hileras de yelks y flambregs convergían sobre la llanura donde estaba la roca.

El suelo, la roca y hasta el aire vibraban.

Con los cuellos extendidos, los ojos desorbitados y saliva fluyendo libremente de sus bocas, los rebaños se acercaron. Entrelazaron sus corrientes vivas y continuaron su avance. Blancas aves vaqueras volaban sobre ellos, manteniéndose a su paso sin más que un aleteo ocasional.

En su excitación, los cuatro humanos abrían los brazos, gritaban y señalaban con regocijo.

Debajo de ellos había un mar de vida que se extendía hasta el horizonte. Ningún animal los miró; todos sabían que un paso en falso significaba la muerte.

Pronto, la alegría de los humanos se desvaneció. Los cuatro estaban ahora sentados, apretados el uno contra el otro. Miraban con creciente ansiedad. El desfile no cesaba. Batalix se elevó y se puso entre aureolas concéntricas de luz. Nada indicaba que el torrente animal estuviera próximo a su fin. Los animales continuaban pasando a millares.

Algunos flambregs se apartaron y se quedaron junto a la bahía. Otros se lanzaron directamente al mar. Otros continuaron galopando como en trance, hasta lo alto de los farallones, y desde ahí se precipitaron a la muerte. La mayoría volvía a subir por el lado opuesto de la hondonada y se dirigía hacia el nordeste. Horas más tarde la avalancha aún no había concluido.

En lo alto, unas magníficas cortinas de luz se desplegaron centelleantes, elevándose hacia el cenit. Pero entre los humanos cundió el desaliento: la misma vida que antes los excitara, ahora los deprimía. Continuaban acurrucados en la saliente. Los cuatro phagors permanecían apretados contra el muro de piedra, protegiéndose a duras penas detrás del trineo.

Freyr se deslizó hasta casi tocar el horizonte. Empezó a llover, al principio a intervalos. Las luces del cielo se extinguieron a medida que la lluvia se hizo más copiosa, empapando el suelo y modificando el sonido de los cascos.

Esa lluvia helada cayó durante horas. Una vez que se afirmó, continuó como los rebaños, sin que se modificara su monotonía.

La oscuridad y el ruido aislaron un poco a SartoriIrvrash y a Odi Jeseratabahr de los demás. Se apretaron para protegerse.

El martilleo de los animales y la lluvia penetraban en el ex canciller. Apoyó su frente contra las costillas de la Monja Almirante, esperando la muerte y reviendo su vida.

“Todo fue a causa de la soledad —pensó—. Una soledad deliberada de toda la vida. Permití que ella me alejase de mis hermanos. Desatendí a mi esposa. Porque estaba solo. Mis conocimientos surgieron de esa terrible sensación de soledad; con ellos me he apartado aún más de mis congéneres. ¿Por qué? ¿Qué me ha poseído?”

“¿Y por qué he tolerado tanto tiempo a JandolAnganol? ¿Acaso he reconocido en él un tormento parecido al mío? Admiro a JandolAnganol; deja que el dolor aflore a la superficie. Pero cuando se apoderó de mí, fue como un rapto. No puedo perdonar eso, ni la infame y deliberada destrucción de mis libros. Quemó mis defensas. Quemaría el mundo si pudiese…”

“Ahora soy distinto. Estoy separado de mi soledad. Seré distinto, si logramos escapar. Me gusta esta mujer, Odi. Lo demostraré.”

“Y de algún modo, en este tremendo desierto de la vida, encontraré la forma de derribar a JandolAnganol. Durante años tragué mi amargura y sus insultos. Todavía no soy tan viejo, me ocuparé por el bien de todos de que caiga. Él provocó mi caída; provocaré la suya. No es noble, pero mi nobleza ha desaparecido. Basta de nobleza.”

Se echó a reír, y el frío le dolió en los dientes.

Descubrió que Odi Jeseratabahr estaba llorando, y probablemente desde hacía un rato. La atrajo hacia él con decisión, y se movió sobre la saliente hasta que su áspera mejilla se apoyó en la de la mujer. Cada mínimo desplazamiento estaba acompañado por el interminable repiqueteo de cascos en el oscuro vacío.

Él susurró, casi al azar, palabras de consuelo.

Ella se volvió hasta que sus bocas casi se tocaron.

—Mía es la culpa de esto. Debí prever que podía ocurrir…

Dijo algo más que la tormenta se llevó. El la besó. Era casi el último gesto voluntario que le quedaba. La validez se encendió en su interior.

Estar lejos de JandolAnganol lo había cambiado. La besó de nuevo. Ella respondió. Cada uno sintió el sabor de la lluvia en los labios del otro.

A pesar de su incomodidad, los humanos cayeron en una especie de coma. Cuando despertaron, el temporal se había reducido a una fina llovizna. Los rebaños continuaban pasando a ambos lados de la roca extendiéndose aún hasta el horizonte, por lo que SartoriIrvrash y los otros se vieron obligados a orinar agazapados al borde de la saliente. Los phagors y el trineo habían sido arrastrados por la estampida. No había señales de ellos.

Lo que los había despertado era una invasión de moscas que venían con los rebaños. Así como había más de una especie animal entre aquellos, había también varias en la invasión voladora; pero todas eran capaces de succionar la sangre. Cayeron a millares sobre los humanos, quienes, para protegerse, debieron amontonarse aún más y cubrirse con sus mantos y keedrants. La piel expuesta era inmediatamente atacada por las moscas y chupada hasta que sangraba.

Allí permanecieron, silenciados por el infortunio, mientras la roca se estremecía como si aún estuviera sobre el glaciar que la había traído hasta esa llanura. Pasó otro día. Otra medialuz. Otra noche.

Batalix se elevó sobre la lluvia y la niebla. Por fin los rebaños raleaban. El cuerpo principal ya había pasado. También el tormento de las moscas se alivió un poco. En el nordeste retumbaba el atronar de los cascos que se alejaban. Se veían muchos flambregs en la costa.

Temblorosos y envarados, los humanos descendieron de la roca. No podían hacer otra cosa que regresar a pie. Con el olor de los animales en sus narices, avanzaron a tropezones, atacados sin cesar por los insectos. No cruzaron una sola palabra.

La nave se hizo a la vela, abandonando la bahía de la Persecución. Los cuatro que habían quedado aislados en mitad de la estampida estaban en sus camarotes a causa de la fiebre provocada por las picaduras de las moscas.

A través de la mente delirante de SartoriIrvrash pasaba sin cesar el rebaño, cubriendo todo el mundo. La realidad de esa presencia masiva no se alejaba, a pesar de sus esfuerzos. Allí estaba cuando se sintió recuperado.

Apenas reunió fuerzas suficientes, fue a hablar sin ceremonias con Odi Jeseratabahr. La Monja Almirante parecía contenta de verlo. Lo recibió de un modo amistoso y hasta le tendió su mano, que él tomó.

Estaba sentada en su litera, cubierta sólo por una sábana roja, con el desordenado pelo rubio cayendo sobre sus hombros. Sin uniforme parecía aún más severa, pero menos remota.

—Todos los barcos que navegan a largas distancias se detienen en la bahía —dijo—. Buscan allí provisiones, en especial carne. No hay muchos vegetarianos en la corporación de monjes navegantes. Pescado. Lobos marinos. Cangrejos. Ya he visto antes estampidas de flambregs. Debí tener más cuidado. Me impresionan. ¿Qué te ha parecido?

Él ya había observado este hábito en ella. Mientras entretejía sus tiempos verbales sibornaleses, lanzaba de pronto una pregunta para desconcertar a su interlocutor.

—No sabía que pudiera haber tantos animales en el mundo…

—Hay más de los que puedes imaginar. Más de los que cualquiera puede / podría imaginar. Viven alrededor del gran casquete helado, en las áridas tierras circumpolares. Millones de ellos. Millones y millones.

Sonreía de excitación. A SartoriIrvrash le gustó esto. Al contemplar aquella sonrisa comprendió lo solo que siempre había estado.

—Sería algún movimiento migratorio.

—Pues no, por lo que sé. Bajan hasta la costa, pero no se quedan. Se mueven durante todo el año, y no sólo en primavera. Tal vez no los impulsa más que la desesperación. Sólo tienen un enemigo.

—¿Los lobos?

—No. —La mujer le dedicó una sonrisa de lobo, contenta de haberlo sorprendido en un error.— Las moscas. Una mosca, en particular. Una tan grande como la falange superior de mi pulgar. Tiene rayas amarillas. Es inconfundible. Pone sus huevos en la piel de esos desventurados bóvidos. Cuando las larvas los rompen, penetran el pellejo, llegan hasta el torrente sanguíneo y luego se instalan, formando un quiste, bajo la piel del lomo. Allí las larvas se desarrollan y producen llagas del tamaño de una fruta grande, hasta que por fin escapan y caen al suelo, para iniciar un nuevo ciclo vital. Casi todos los flambregs que matamos tienen este parásito, y a veces varios. He visto algunos animales correr atormentados hasta dejarse caer, o arrojarse desde los riscos para liberarse de esa mosca.

Odi lo miró con benevolencia, como si esa observación le resultara interiormente satisfactoria.

—Madame, me escandalicé cuando tus hombres mataron algunos animales en la costa. Pero ahora veo que eso no significaba nada. Nada.

Ella asintió.

—Los flambregs son una fuerza de la naturaleza. Son infinitos, infinitos. Hacen que la humanidad parezca nada. Se estima que la población actual de Sibornal es de veinticinco millones. En este continente hay muchas veces más, tal vez mil veces más flambregs. Tantos como árboles. Creo que en un tiempo todo Heliconia estaba poblado sólo por flambregs y moscas desplazándose sin cesar de un continente a otro; los bóvidos sufriendo un tormento del que perpetuamente intentaban huir.

Ante esta imagen, ambos guardaron silencio. SartoriIrvrash regresó a su camarote. Pero pocas horas más tarde Odi Jeseratabahr le devolvió la visita. Él lamentó recibida en un lugar tan maloliente.

—¿Te ha puesto triste mi charla sobre los flambregs?

Sin duda alguna, en la pregunta había un dejo de coquetería.

—Por el contrario. Me alegra hablar con una persona como tú, tan interesada en los procesos de este mundo. Ojalá los comprendiéramos mejor.

—Son mejor comprendidos en Sibornal que en otras partes. —De inmediato, ella resolvió moderar la jactancia agregando: —Tal vez porque aquí los cambios de estación son más notorios que en Campannlat. En el verano, los borlieneses pueden olvidar el Gran Invierno. Uno a veces teme / ha temido que si el próximo Invierno Fantasma es apenas un poco más crudo, no quedará un solo ser humano con vida. Sólo phagors, y miríadas de insensatos flambregs. Tal vez la humanidad no sea más que… un accidente temporario.

SartoriIrvrash la miró. El pelo rubio caía libre sobre los hombros.

—Alguna vez he pensado lo mismo. Odio a los phagors, pero son más estables que nosotros. Sin embargo, el destino de la humanidad es mejor que el de los flambregs, incesantemente obligados a andar. Aunque también hay para la humanidad equivalentes de la mosca amarilla rayada… —Vaciló: quería que ella siguiera hablando, para estudiar su inteligencia y su sensibilidad. Cuándo vi por primera vez a los flambregs, pensé que eran muy parecidos a los seres de dos filos.

—Muy parecidos, y en muchos aspectos. Tú tienes fama de erudito. ¿Qué piensas, entonces, de ese parecido? —También ella lo ponía a prueba, como su aire desafiante, aunque agradable, indicaba. De común acuerdo, se sentaron en la litera.

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