Read Heliconia - Verano Online
Authors: Brian W. Aldiss
En la Tierra, donde el entierro de Billy provocó menos interés, el suceso mereció una observación más imparcial. Todo ser viviente está hecho de materia estelar muerta. Todo ser viviente debe hacer un viaje solitario desde el nivel molecular hasta la autonomía del nacimiento; un viaje que, en el caso de los seres humanos, lleva tres cuartos de un año. El complejo grado de organización requerido para ser una forma superior de vida no se puede sostener eternamente. En cierto momento, las uniones químicas se disuelven, y se retorna a lo inorgánico.
Es lo que había ocurrido con Billy. Lo único que en él era inmortal eran los átomos de que estaba compuesto. Ellos sobrevivían. Nada tenía de extraño que un hombre de origen terrestre fuera sepultado en un planeta situado a un millar de años luz. La Tierra y Heliconia eran vecinas próximas, compuestas de los mismos desechos de las mismas estrellas muertas mucho antes.
El consejero de Billy, ese hombre tan infalible, se equivocaba en un aspecto. Había hablado del largo descanso que aguardaba a Billy, cuando lo cierto era que todo el drama orgánico del que la humanidad formaba parte, se situaba dentro de la gran explosión continua del universo. Desde un punto de vista cósmico, en ninguna parte había descanso ni estabilidad: sólo el incesante movimiento de las partículas y las energías.
El general Hanra TolramKetinet usaba un sombrero de ala ancha y un viejo pantalón metido dentro de sus botas del ejército, altas hasta la rodilla. Sobre el pecho desnudo traía un espléndido arcabuz nuevo en bandolera, y por encima de su cabeza agitaba una bandera de Borlien. Entró en el mar y se acercó a las naves que llegaban.
Detrás de él, un pequeño ejército lo alentaba con sus gritos. Eran doce hombres conducidos por un teniente joven y capaz: GortorLanstatet. Se encontraban sobre una barra arenosa; a sus espaldas podían verse la jungla y la oscura boca del río Kacol. Su viaje desde Ordelay —y desde la derrota— había concluido; en el Patán de Lordryardry habían atravesado rápidos y también remansos donde la corriente era tan suave que unas plantas tuberosas luchaban como haces de anguilas por alcanzar la superficie, exhalando olor a flores y carroña. Ese olor era la maldición de la jungla.
En ambas márgenes del Kacol la selva se retorcía en forma de nudos y serpientes tan impenetrables como los tentáculos que ascendían desde las profundidades del río. No se veían aquellas cúpulas espaciosas que recorriera el general medio décimo antes, con perfecta seguridad; el río había generado, en el borde de la jungla, densas enredaderas codiciosas de sol. La selva era más baja, como correspondía a la zona de los monzones, y sus pesadas copas no estaban a mucha altura por encima de las cabezas de las tropas de Borlien.
En el punto donde el río vertía sus oscuras aguas en el mar, una fétida niebla matinal se alzaba de la selva cubriendo, risco tras risco, las irregulares terrazas que culminaban en el macizo de Randonan.
La niebla había sido una compañera permanente en su viaje, desde el momento en que, en Ordelay, al obtener la indiscutida posesión del Patán, abrieran las escotillas hallando en el interior los densos vapores del cargamento de hielo. Una vez que los bloques fueron arrojados al agua, los nuevos dueños descubrieron pañoles secretos llenos de arcabuces de Sibornal, envueltos en tela como protección para la humedad. Eran el negocio secreto y privado del capitán del Patán, y el modo en que se recompensaba a sí mismo por los peligrosos viajes que realizaba al servicio de la Compañía de Transporte de Hielo de Lordryardry. Con sus nuevas armas, los borlieneses se habían hecho a la vela en las aguas aceitosas, desapareciendo tras la cortina de humedad característica del Kacol.
Ahora, desde una barra de arena que sobresalía como un aguijón de una pequeña isla rocosa llamada Keevasien ubicada entre el río y el mar, observaban cómo su general se aproximaba a los barcos. Atrás habían quedado el olor, los silencios infestados de insectos, las nieblas, el oscuro túnel verde. El mar los aguardaba, y entrecerrando los ojos para protegerse del resplandor de la bruma matinal, fijaban la vista en él anhelando el rescate. Y éste no podía ser más oportuno.
El día anterior, después de la puesta de Freyr, mientras Batalix descendía y la jungla era una maraña de contornos inciertos, había buscado un sitio donde fondear entre unas gigantescas raíces rojas como intestinos; sin aviso previo, seis serpientes, ninguna de menos de dos metros y medio de largo, se dejaron caer de las ramas. Eran una especie de serpientes que cazaban juntas, con rudimentaria inteligencia. Nada podía haber aterrorizado más a la tripulación. El timonel, al ver esos seres horribles silbando con furia a su lado, se lanzó por encima de la borda sin reflexionar un instante, sólo para ser destrozado por un greeb que, un segundo antes, parecía un tronco podrido.
Cuando al fin lograron matar a las serpientes, el barco había escorado hasta tal punto que casi rozaba la costa. Mientras intentaban recuperar el control, el timón chocó contra un obstáculo sumergido y se rompió. Intentaron emplear pértigas, pero el río era allí más ancho y profundo, y éstas resultaron inútiles. Cuando entre la bruma apareció la isla Keevasien, no pudieron elegir entre la rama fluvial de estribor, del lado de Randonan, y la de babor, del lado de Borlien. El Patán fue arrastrado inevitablemente hacia las rocas del extremo norte de la isla; dañado en uno de sus flancos, quedó varado en las aguas bajas. La corriente tironeaba de él y amenazaba llevárselo. Los soldados recogieron parte de su equipo y saltaron a tierra.
Oscurecía. El sonido de las olas al romper semejaba un distante cañoneo. Sus hombres estaban tan atemorizados que TolramKetinet decidió pasar la breve noche en aquel sitio antes de intentar llegar a Keevasien, aunque sabía lo cerca que se hallaban.
Dispuso una guardia. La oscuridad favorecía el subterfugio y la muerte súbita. Insectos pequeños, con grandes órganos luminosos, se ocupaban de sus asuntos; terribles mariposas de ojos ciegos batían sus alas; las pupilas de las fieras salvajes refulgían como ascuas; y todo el tiempo el pesado rumor de los dos brazos del río, que confluían formando fosforescentes arabescos, se abría paso, gimiendo, hacia los sueños de los hombres.
Freyr se elevó entre las nubes. Los hombres despertaron y se pusieron de pie, rascándose las picaduras de mosquito que cubrían sus cuerpos. TolramKetinet y GortorLanstatet los impulsaron a actuar. Trepando al rocoso espinazo de la isla, pudieron ver, más allá del brazo oeste del río, el mar abierto y la costa de Borlien. Allí, protegido del mar por los boscosos farallones, se encontraba el puerto de Keevasien, la ciudad más occidental de su tierra nativa de Borlien, y cuna en un tiempo del legendario sabio YarapRombry.
Durante un rato, el tinte morado de la luz les ocultó la verdad; miraron los techos derrumbados y los muros ennegrecidos y luego exclamaron, casi al unísono:
—¡Está destruida!
Grupos de phagors, habitantes de la región de los monzones, solían trocar su volumunwun con las tropas de Randonan. El gran espíritu había hablado a las tribus. Éstas habían capturado a Otros en los árboles; los habían atado a sillas de caña, y luego habían atravesado la jungla para incendiar el puerto. Nada había escapado a las llamas. No había señales de vida, aparte de algunas aves melancólicas. La guerra continuaba; los hombres no podían dejar de ser, al mismo tiempo, agentes y víctimas.
En silencio se dirigieron hacia el sur de la isla, descendiendo a una barra de arena para evitar la espinosa vegetación del interior.
Ante ellos estaba el mar, teñido de castaño en la desembocadura del Kacol y abriéndose luego, azul. Largas olas rompían contra la empinada playa en blancos relámpagos de espuma. Hacia el este se hallaba Poorich, una gran isla que separaba el Mar de las Agudas y el Mar de Narmosset. Cuatro naves giraban en torno a Poorich; dos carracas y dos carabelas.
Tomando una bandera borlienesa que había encontrado en un pañol del Patán, TolramKetinet se lanzó a su encuentro a través de la espuma.
Dienu Pasharatid estaba de guardia en el Amistad Dorada, mientras ésta exploraba la desembocadura del Kacol en busca de un fondeadero seguro. Sus manos se apretaron con fuerza contra la borda; fue el único signo del júbilo que sintió, una vez dejada atrás la isla Poorich, al ver la costa de Borlien.
Habían recorrido seis mil millas marinas desde el agradable puerto cercano al cabo Findowel donde repararan las naves. En el ínterin, Dienu había comulgado con Dios el Azoiáxico; la ilimitada extensión del océano la acercaba más que nunca a su presencia. Se decía que su relación con Io, su marido, había terminado. Con el frío estilo de Sibornal, sin demostrar resentimiento había hecho que lo trasladaran al Unión, para no tener necesidad de verlo; otra vez era libre de gozar de la vida y de su dios.
¿Por qué, a pesar de la hermosa brisa, del cielo y del mar, y precisamente mientras trataba de alegrarse, se sentía invadida por la melancolía? No era posible que fuera porque estaba celosa de la relación que había crecido —como la cizaña, se decía, como la cizaña— entre su Monja Almirante y el ex canciller de Borlien. Ni porque sintiera algún rescoldo de su afecto por Io. “Recuerda el invierno”, se dijo, usando una expresión Uskuti que significaba “refrena tus esperanzas”.
Incluso el vínculo que la unía con el Azoiáxico, y que ella era incapaz de romper, resultaba desconcertante. Parecía que en el corazón del Azoiáxico no había lugar para Dienu Pasharatid. No importaba cuán virtuosa y circunspecta fuera la conducta de Dienu, él se mostraba inconmovible.
Al menos en ese aspecto, el Residente, el Señor de la Iglesia de la Paz Formidable, se había revelado terriblemente parecido a Io Pasharatid. Y durante todo el trayecto esa idea no la había abandonado un solo instante. Cualquier cosa era bien venida si lograba distraerla. Por eso fue que, cuando apareció la costa de Borlien, se apartó con energía del timón y ordenó al corneta que tocara “Buenas noticias”.
Enseguida las bordas de las cuatro naves se llenaron de soldados, deseosos de mirar por primera vez la tierra que planeaban invadir y subyugar.
SartoriIrvrash fue de los últimos que acudieron a cubierta. Permaneció un momento al viento, sacudiendo sus ropas y respirando profundamente para disipar el olor a phagor. La hembra phagor ya no estaba, sólo quedaban su olor amargo y un fragmento de conocimiento.
Después de salir de Findowel, el Amistad Dorada había navegado hacia el sudeste a través del golfo de Ponipot y de los estrechos de Cadmer, angostos brazos de mar entre Campannlat y Hespagorat. Las leyendas hablaban de esta tierra. Algunas afirmaban que los seres humanos habían aparecido en ellas; otras, que allí el lenguaje había sido utilizado por primera vez. Esa era Ponipot, la Ponpt de los cuentos de hadas que leía la pequeña Tatro, una región casi inhabitada que miraba hacia el poniente de los dos soles, con viejas ciudades cuyos nombres aún podían conmover los corazones de los hombres: Powachet, Prowash, y Gal-Dundar, sobre el helado río Aza.
Más allá de Ponipot, junto al calmo mar que hallaron bajo el rocoso espinazo de Radado, se hallaba un desierto alto, el espolón sur de las Barreras, donde se afirmaba que vivían menos de un millón de seres humanos —en tanto que en la vecina Randonan residían tres millones y cuarto—, es decir, muchos menos humanos que phagors, ya que Radado era el extremo occidental de una gran ruta migratoria de la raza de dos filos, que atravesaba íntegramente Campannlat. Radado era la "última Thule" adonde llegaban los phagors en el verano de cada Gran Año, para cumplir sus incomprensibles rituales, para sentarse inmóviles en el suelo a mirar, a través de los estrechos de Cadmer, hacia Hespagorat y hacia un destino que otras formas de vida desconocían.
En esos largos días a bordo de la nave detenida SartoriIrvrash se había sentido feliz. Había huido de sus estudios para participar del ancho mundo. Durante la medialuz gozaba de largas conversaciones intelectuales con la Monja Almirante, Odi Jeseratabahr. Se habían vuelto íntimos. El lenguaje de ella, antes tan complejo, se había simplificado volviéndose menos formal. La involuntaria proximidad de sus pequeños camarotes era ahora algo deseado y atesorado. SartoriIrvrash y Odi Jeseratabahr se habían convertido en una discreta pareja de amantes; y el viaje en torno al Continente Salvaje lo era también en torno a sus almas.
Sentados en la cubierta durante esos días de sosiego encantador, el borlienés y la Uskuti contemplaban el mar casi inmóvil. En el fondo flotaban como en una nebulosa las tierras altas de Radado. A babor, más cerca, se encontraba la isla Gleeat. A estribor, otras tres islas —picos de montañas sumergidas— parecían descansar sobre el seno del agua.
Odi Jeseratabahr señaló hacia allí.
—Casi puedo imaginar la costa de Hespagorat, y en particular el territorio de Throssa. A nuestro alrededor están las pruebas de que en un tiempo Hespagorat y Campannlat estaban unidas por un puente de tierra destruido por algún cataclismo. ¿Qué piensas, Sartori?
Él estudiaba la giba de la isla Gleeat.
—Si damos crédito a las leyendas, los phagors aparecieron en Pegovin, una zona distante de Hespagorat donde viven los phagors negros. Tal vez los phagors de Campannlat migran a Radado porque aún esperan recuperar el antiguo puente que conducía a su tierra natal.
—¿Has visto alguna vez un phagor negro en Borlien?
—Uno cautivo. —Aspiró el humo de su veronikano.— En los continentes hay distintas clases de animales. Si hubo alguna vez un puente, deberíamos encontrar en la costa de Radado las iguanas de Hespagorat. ¿Las hay allí, Odi?
—Creo que no. Tal vez los seres humanos las hayan matado; Radado es un lugar estéril y todo sirve como comida… —Odi agregó, con brusca inspiración:— ¿Y por qué no en Gleeat? Mientras dure la calma, tenemos tiempo libre y podríamos aprovecharlo para aumentar los conocimientos humanos. Iremos hasta allí en bote y veremos qué encontramos.
—¿Podríamos hacerlo?
—Si yo te lo digo…
—¿Recuerdas lo que nos ocurrió en la bahía de la Persecución?
—Tú pensabas que yo estaba loca.
—Creo que estás loca ahora.
Ambos echaron a reír, y ella tomó de la mano.
La Monja Almirante llamó a un subalterno. Éste dio órdenes a los esclavos. Bajaron el bote. Odi Jeseratabahr y SartoriIrvrash subieron a bordo. Los remeros los llevaron a la isla, atravesando dos millas de un mar de cristal. Iban con ellos doce soldados armados, felices de abandonar el odiado encierro del barco.