Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (84 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

BOOK: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte
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Entonces se oyó un golpe seco y un susurro; otro ser vivo se había movido por allí cerca. Harry se detuvo bajo la capa, miró alrededor y aguzó el oído. Sus padres, Lupin y Sirius se detuvieron también.

—Por aquí hay alguien —dijo una voz áspera—. Tiene una capa invisible. ¿Crees que…?

Dos figuras salieron de detrás de un árbol cercano; llevaban las varitas encendidas y Harry reconoció a Yaxley y Dolohov, que escudriñaban la oscuridad justo en el sitio donde estaban él y los demás. Era evidente que no veían nada.

—Estoy seguro de que he oído algo —comentó Yaxley—. ¿Habrá sido un animal?

—Ese chiflado de Hagrid tenía un montón de bichos aquí —afirmó Dolohov echando un vistazo a sus espaldas.

—Se está agotando el tiempo —dijo Yaxley consultando su reloj—. Potter ya ha consumido la hora que tenía. No vendrá.

—Pues el Señor Tenebroso estaba seguro de que sí. Esto no le va a gustar nada.

—Será mejor que volvamos —propuso Yaxley—. A ver qué quiere hacer ahora.

Los dos
mortífagos
volvieron a adentrarse en el Bosque. Harry los siguió, porque sabía que lo guiarían exactamente hasta donde él quería ir. Miró a su madre y ella le sonrió, y su padre asintió con la cabeza para darle ánimo.

Sólo llevaban unos minutos andando cuando Harry vio luz un poco más allá, y Yaxley y Dolohov entraron en un claro que reconoció: era el sitio donde había vivido la monstruosa
Aragog
. Los restos de su inmensa telaraña todavía se conservaban, pero los
mortífagos
se habían llevado el enjambre de descendientes que la araña engendró para que lucharan por su causa.

En medio del claro ardía una hoguera, y el parpadeante resplandor iluminaba a un grupo de silenciosos y vigilantes
mortífagos
. Algunos todavía llevaban la capucha y la máscara, pero otros se habían descubierto la cara. Sentados un poco más apartados, dos gigantes de expresión cruel y rostros que recordaban una tosca roca proyectaban sombras enormes. Harry vio a Fenrir, merodeando mientras se mordía sus largas uñas; al corpulento y rubio Rowle, dándose toquecitos en una herida sangrante en el labio; a Lucius Malfoy, vencido y aterrado, y a Narcisa, con los ojos hundidos y llenos de aprensión.

Todas las miradas estaban clavadas en Voldemort, de pie en medio del claro, con la cabeza gacha y la Varita de Saúco entre las entrelazadas y blanquecinas manos. Parecía estar meditando, o contando en silencio, y Harry, que se había quedado quieto a cierta distancia de la escena, fantaseó absurdamente que esa figura era un niño al que le había tocado contar en el juego del escondite.
Nagini
se arremolinaba y se enroscaba dentro de su reluciente jaula encantada, suspendida detrás de la cabeza de Voldemort como un monstruoso halo.

Cuando Dolohov y Yaxley se incorporaron al corro de
mortífagos
, Voldemort levantó la cabeza.

—Ni rastro de él, mi señor —anunció Dolohov.

El Señor Tenebroso no mudó la expresión, pero a la luz del fuego sus encarnados ojos parecían arder. Poco a poco deslizó la Varita de Saúco entre sus largos dedos.

—Mi señor…

Era la voz de Bellatrix; estaba sentada junto a Voldemort, despeinada y con rastros de sangre en la cara, pero por lo demás ilesa.

Voldemort levantó la varita para ordenarle que se callara. Ella obedeció y se quedó mirándolo con gesto de adoración.

—Creí que vendría —dijo el Señor Tenebroso con su aguda y diáfana voz, sin apartar la vista de las danzantes llamas—. Confiaba en que vendría.

Nadie comentó nada. Todos parecían tan asustados como Harry, cuyo corazón latía como empeñado en escapar del cuerpo que el muchacho se disponía a desechar. Le sudaban las manos cuando se quitó la capa y se la guardó debajo de la túnica, junto con la varita mágica. Quería evitar la tentación de luchar.

—Por lo visto me equivocaba… —añadió Voldemort.

—No, no te equivocabas.

Harry habló tan alto como pudo, con toda la potencia de que fue capaz, porque no quería parecer asustado. La Piedra de la Resurrección resbaló de sus entumecidos dedos, y con el rabillo del ojo vio desaparecer a sus padres, Sirius y Lupin mientras él avanzaba hacia el fuego. En ese instante sintió que no importaba nadie más que Voldemort: estaban ellos dos solos.

Esa ilusión se desvaneció con la misma rapidez con que había surgido, porque los gigantes rugieron cuando todos los
mortífagos
se levantaron a la vez, y se oyeron numerosos gritos, exclamaciones e incluso risas. Voldemort se quedó inmóvil, pero ya había localizado a Harry y clavó la vista en él, mientras el muchacho avanzaba hacia el centro del claro. Sólo los separaba la hoguera.

Entonces una voz gritó:

—¡¡Harry!! ¡¡No!!

El chico se giró: Hagrid estaba atado a un grueso árbol. Su enorme cuerpo agitó las ramas al rebullirse, desesperado.

—¡¡No!! ¡¡No!! ¡¡Harry!! ¡¿Qué…?!

—¡¡Cállate!! —ordenó Rowle, y con una sacudida de la varita lo hizo enmudecer.

Bellatrix, que se había puesto en pie de un brinco, miraba con avidez a Voldemort y a Harry, mientras el pecho le subía y le bajaba al compás de su agitada respiración. Todo se había quedado estático, a excepción de las llamas y la serpiente, que se enroscaba y desenroscaba dentro de su reluciente jaula, detrás de la cabeza de Voldemort.

Harry notó su varita contra el pecho, pero no hizo ademán de sacarla. Sabía que la serpiente estaba bien protegida, y si conseguía apuntarla cincuenta maldiciones caerían sobre él. Voldemort y el muchacho continuaban mirándose con fijeza, hasta que el Señor Tenebroso ladeó un poco la cabeza y su boca sin labios esbozó una sonrisa particularmente amarga.

—Harry Potter… —dijo en voz baja, una voz que se confundió con el chisporroteo del fuego—. El niño que sobrevivió.

Los
mortífagos
no se movían, expectantes; todo estaba en suspenso, a la espera. Hagrid forcejeaba, Bellatrix jadeaba y Harry, sin saber por qué, pensó en Ginny, en su luminosa mirada, en el roce de sus labios…

Voldemort había alzado la varita. Todavía tenía la cabeza ladeada, como un niño curioso, preguntándose qué sucedería si seguía adelante. Harry lo miraba a los ojos; quería que ocurriera ya, deprisa, mientras todavía pudiera tenerse en pie, antes de perder el control, antes de revelar su miedo…

Vio moverse la boca de Voldemort y un destello de luz verde, y entonces todo se apagó.

35
King's Cross

Se hallaba tumbado boca abajo, completamente solo, escuchando el silencio. Nadie lo vigilaba. No había nadie más. Ni siquiera estaba del todo seguro de estar allí.

Al cabo de mucho rato, o tal vez de muy poco, se le ocurrió que él debía de existir, ser algo más que un simple pensamiento incorpóreo, porque no cabía duda de que se encontraba tumbado sobre algún tipo de superficie. Era evidente, pues, que conservaba el sentido del tacto y que aquello sobre lo que se apoyaba también existía.

En cuanto llegó a esa conclusión tomó conciencia de su desnudez, pero, sabiéndose solo, no le importó, aunque sí lo intrigó un poco. Se preguntó entonces si, además de tener tacto, podría ver, de modo que abrió los ojos y verificó que, en efecto, también conservaba la vista.

Yacía en medio de una brillante neblina, aunque diferente de cualquiera que hubiera visto hasta entonces: el entorno no quedaba oculto tras nubes de vapor, sino que, al contrario, era como si éstas aún no hubieran formado del todo el entorno. El suelo parecía blanco, ni caliente ni frío; simplemente estaba ahí, algo liso y virgen que le daba soporte.

Se incorporó. Su cuerpo estaba aparentemente ileso. Se tocó la cara y notó que ya no llevaba gafas.

Entonces percibió un ruido a través de la amorfa nada que lo rodeaba: los débiles golpes de algo que se agitaba, se sacudía y forcejeaba. Era un ruidito lastimero, y sin embargo un poco indecoroso. Tuvo la desagradable sensación de estar oyendo a hurtadillas algo secreto, vergonzoso.

Y por primera vez lamentó no ir vestido.

En cuanto lo pensó, una túnica apareció a su lado. La cogió y se la puso; la tela era cálida y suave, y estaba limpia. Le pareció extraordinario que hubiera aparecido así, de repente, con sólo desearlo…

Por fin se levantó y miró alrededor. ¿Acaso se encontraba en una especie de enorme Sala de los Menesteres? Cuanto más miraba, más cosas detectaba, por ejemplo, un enorme techo abovedado de cristal que relucía bañado por el sol. ¿Se trataba acaso de un palacio? Todo continuaba quieto y silencioso, con la única excepción de aquellos golpecitos y quejidos provenientes de algún lugar cercano que la neblina le impedía situar…

Giró lentamente sobre sí mismo, y fue como si el entorno se reinventara ante sus ojos revelando un amplio espacio abierto, limpio y reluciente, una sala mucho más grande que el Gran Comedor, rematada por aquel transparente techo abovedado. Estaba casi vacía; él era la única persona que había allí, excepto…

Retrocedió, porque acababa de descubrir el origen de los ruidos: parecía un niño pequeño, desnudo y acurrucado en el suelo. Estaba en carne viva, al parecer desollado. Yacía estremeciéndose bajo la silla donde lo habían dejado, como si fuera algo indeseado, algo que había que apartar de la vista. No obstante, intentaba respirar.

Le dio miedo. Aunque aquel ser era pequeño y frágil y estaba herido, Harry no quería acercarse a él. No obstante, se le aproximó despacio, preparado para saltar hacia atrás en cualquier momento. No tardó en llegar lo bastante cerca para tocarlo, aunque no se atrevió a hacerlo. Se sintió cobarde. Debería consolarlo, pero le repelía.

—No puedes ayudarlo.

Se volvió rápidamente. Albus Dumbledore caminaba hacia él, muy ágil y erguido, vistiendo una larga y amplia túnica azul oscuro.

—Harry. —Le tendió los brazos abiertos, y tenía ambas manos enteras, blancas e intactas—. Eres un chico maravilloso. Un hombre valiente, muy valiente. Vamos a dar un paseo.

Aturdido, Harry lo siguió. Dumbledore se alejó a grandes zancadas del lugar donde yacía el desollado niño gimoteando, hasta dos sillas en las que Harry no se había fijado hasta entonces, colocadas a cierta distancia bajo el alto y reluciente techo. Dumbledore se sentó en una de ellas y Harry se dejó caer en la otra mientras miraba fijamente al antiguo director de Hogwarts. Conservaba los rasgos de antaño: la cabellera y la barba largas y plateadas, los penetrantes ojos azules tras las gafas de media luna, la torcida nariz. Y aun así…

—Pero si usted está muerto… —dijo.

—¡Ah, sí! —exclamó Dumbledore con soltura.

—Entonces… ¿yo también lo estoy?

—Bueno —dijo Dumbledore, y sonrió aún más—, ésa es la cuestión, ¿no? En principio, amigo mío, creo que no.

Se miraron, el anciano aún sonriendo.

—¿Ah, no? —dijo Harry.

—No, creo que no.

—Pero… —Harry se llevó una mano a la cicatriz en forma de rayo y le pareció que no la tenía—. Pero debería haber muerto… ¡No me defendí! ¡Decidí que Voldemort me matara!

—Y creo que eso fue lo decisivo. —Dumbledore irradiaba felicidad; era como si despidiera luz o fuego: Harry jamás lo había visto tan jubiloso.

—Explíquemelo, por favor —pidió el muchacho.

—Tú ya lo sabes —replicó Dumbledore, y se puso a juguetear con los pulgares, haciéndolos girar uno alrededor del otro.

—Dejé que me matara, ¿verdad?

—Sí, en efecto. ¡Vamos, continúa!

—Así que la parte de su alma que estaba dentro de mí…

Dumbledore asintió con entusiasmo, animándolo a proseguir elaborando conclusiones. Sonreía de oreja a oreja.

—… ¿ha desaparecido?

—¡Sí, muchacho, sí! Él la destruyó, pero tu alma está intacta y te pertenece por completo.

—Pero entonces… —Volvió la cabeza hacia aquella pequeña y mutilada criatura que temblaba bajo la silla—. ¿Qué es eso, profesor?

—Algo que está más allá de tu ayuda y de la mía.

—Pero si Voldemort empleó la maldición asesina, y si esta vez nadie ha muerto por mí… ¿cómo es posible que yo continúe vivo?

—Me parece que también lo sabes. Piénsalo. Recuerda lo que él hizo movido por su ignorancia, su avidez y su crueldad.

Harry se puso a cavilar dejando vagar la mirada por el entorno: sí, se hallaban en un palacio, un extraño palacio; había sillas distribuidas en pequeñas hileras y rejas aquí y allá, pero los únicos que estaban en aquel lugar eran Dumbledore, aquella raquítica criatura encogida bajo la silla y él. Entonces la respuesta acudió a sus labios con suma facilidad, sin ningún esfuerzo:

—Tomó mi sangre.

—¡Exacto! —exclamó Dumbledore—. ¡Tomó tu sangre y reconstruyó con ella su cuerpo físico! ¡Tu sangre en sus venas, Harry, la protección de Lily dentro de vosotros dos! ¡Te ató a la vida mientras viva él!

—¿Que yo viviré… mientras viva él? Pero no era… ¿no era al revés? ¿No teníamos que morir ambos? ¿O es la misma cosa?

Lo distrajeron los quejidos y golpecitos de la desesperada criatura, y la miró una vez más.

—¿Está seguro de que no podemos hacer nada por ese ser?

—No, no hay ayuda posible.

—Entonces… explíqueme más —pidió Harry, y Dumbledore sonrió.

—Tú eras el séptimo
Horrocrux
, Harry, el
Horrocrux
que él nunca se propuso hacer. Su alma era tan inestable que se destrozó cuando cometió aquellos actos de incalificable maldad: el asesinato de tus padres y el intento de asesinato de un niño. Pero lo que escapó de esa habitación aún era menos de lo que él creía, y dejó atrás algo más que su cuerpo: dejó una parte de sí mismo adherida a ti, a la víctima en potencia que, al fin, sobrevivió.

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