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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

Harry Potter y el Misterio del Príncipe (63 page)

BOOK: Harry Potter y el Misterio del Príncipe
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—No será necesario que entremos —murmuró Dumbledore mirando alrededor—. Mientras nadie nos vea esfumarnos… Coloca una mano sobre mi brazo, Harry. No hace falta que aprietes demasiado, sólo voy a guiarte. Cuando cuente tres: uno, dos, tres…

Harry se dio la vuelta y en el acto tuvo la espantosa sensación de que pasaba por un estrecho tubo de goma. No podía respirar y notaba una presión casi insoportable en todo el cuerpo; pero entonces, justo en el momento en que creía que iba a asfixiarse, las tiras invisibles que le oprimían el pecho se soltaron y se halló de pie en medio de un ambiente gélido y oscuro. Respiró a bocanadas un aire frío que olía a salitre.

26
La cueva

Harry olía a salitre y oía el susurro de las olas; una débil y fresca brisa le alborotaba el pelo mientras contemplaba un mar iluminado por la luna y un cielo tachonado de estrellas. Se hallaba sobre un alto afloramiento de roca negra y a sus pies el agua se agitaba y espumaba. Miró hacia atrás y vio un altísimo acantilado, un escarpado precipicio negro y liso de cuya pared parecía que, en un pasado remoto, se habían desprendido algunas rocas semejantes a aquélla sobre la que estaba con Dumbledore. Era un paisaje inhóspito y deprimente: no había ni un árbol ni la menor superficie de hierba o arena entre el mar y la roca.

—¿Qué te parece? —le preguntó Dumbledore, como si le pidiera su opinión sobre si era un buen sitio para hacer una comida campestre.

—¿Aquí trajeron a los niños del orfanato? —preguntó el muchacho, que no se imaginaba otro lugar menos conveniente para ir de excursión.

—No, no exactamente aquí. Hay una aldea, si se puede llamar así, a medio camino, en esos acantilados que tenemos detrás. Creo que llevaron a los huérfanos allí para que les diera el aire del mar y contemplaran el oleaje. Supongo que sólo Tom Ryddle y sus dos jóvenes víctimas visitaron este lugar. Ningún
muggle
podría llegar hasta esta roca a menos que fuera un excelente escalador, y a las barcas no les es posible acercarse a los acantilados porque las aguas son demasiado peligrosas. Imagino que Ryddle llegó hasta aquí bajando por el acantilado; la magia debió de serle más útil que las cuerdas. Y trajo a dos niños pequeños, probablemente por el puro placer de hacerles pasar miedo. Yo diría que debió de bastar el trayecto hasta este lugar para aterrorizarlos, ¿no crees? —Harry volvió a contemplar el precipicio y se le puso carne de gallina—. Pero su destino final, y el nuestro, está un poco más allá. Sígueme.

Lo condujo hasta el mismo borde de la roca, donde una serie de huecos irregulares servían de punto de apoyo para los pies y permitían llegar hasta un lecho de rocas grandes y erosionadas, parcialmente sumergidas en el agua y más cercanas a la pared del precipicio. Era un descenso peligroso, y Dumbledore, que sólo podía ayudarse con una mano, avanzaba poco a poco, pues el agua del mar volvía resbaladizas esas rocas más bajas. Harry notaba una constante rociada fría y salada en la cara.


¡Lumos!
—exclamó Dumbledore cuando llegó a la roca lisa más próxima a la pared del acantilado.

Un millar de motas de luz dorada chispearon sobre la oscura superficie del agua, unos palmos más abajo de donde el director se había agachado; la negra pared de roca que tenía al lado también se iluminó.

—¿Lo ves? —dijo el anciano profesor con voz queda al tiempo que levantaba un poco más la varita. Harry vio una fisura en el acantilado, en cuyo interior se arremolinaba el agua—. ¿Tienes algún inconveniente en mojarte un poco?

—No.

—Entonces quítate la capa invisible. Ahora no la necesitas. Tendremos que darnos un chapuzón.

Y dicho eso, Dumbledore, con la agilidad propia de un hombre mucho más joven, saltó de la roca lisa, se zambulló en el mar y empezó a nadar con elegantes brazadas hacia la oscura grieta de la pared de roca sujetando con los dientes la varita encendida. Harry se quitó la capa, se la guardó en el bolsillo y lo siguió.

El agua estaba helada; las empapadas ropas se inflaban y le pesaban. Respirando hondo un aire que le impregnaba la nariz de olor a salitre y algas, emprendió el camino hacia la titilante luz que ya se adentraba en el acantilado.

La fisura pronto dio paso a un oscuro túnel y Harry dedujo que aquel espacio debía de llenarse de agua con la marea alta. Sólo había un metro de distancia entre las viscosas paredes, que brillaban como alquitrán mojado, iluminadas por la luz que emitía la varita de Dumbledore. Asimismo vio que, un poco más adelante, el túnel describía una curva hacia la izquierda y se extendía hacia el interior del acantilado. Siguió nadando detrás de Dumbledore, aunque sus entumecidos dedos rozaban la roca áspera y húmeda.

Entonces vio que el profesor salía del agua; el canoso cabello y la oscura túnica le relucían. Cuando Harry llegó a su lado, descubrió unos escalones que conducían a una gran cueva. Chorreando agua de su empapada ropa y sacudido por fuertes temblores, trepó y fue a parar a un frío recinto.

Dumbledore estaba de pie en medio de la cueva, con la varita en alto; se dio la vuelta despacio y examinó las paredes y el techo.

—Sí, es aquí —dijo.

—¿Cómo lo sabe? —susurró Harry.

—Hay huellas de magia.

Harry no sabía si los escalofríos que tenía se debían al frío o a que él también percibía los sortilegios. Se quedó mirando a Dumbledore, que seguía girando sobre sí mismo, concentrado en cosas que Harry no podía ver.

—Esto sólo es la antecámara, una especie de vestíbulo —comentó el profesor al cabo de unos momentos—. Tenemos que llegar al interior… Ahora no se trata de salvar los obstáculos de la naturaleza, sino los dispuestos por lord Voldemort.

Dicho esto, se acercó a la pared de la cueva y la acarició con los renegridos dedos mientras murmuraba unas palabras en una lengua desconocida. Recorrió dos veces el perímetro de la cueva tocando la áspera roca; a veces se detenía y pasaba los dedos repetidamente por determinado sitio, hasta que al fin se quedó quieto con la palma de la mano pegada a la pared.

—Aquí —dijo—. Tenemos que continuar por aquí. La entrada está camuflada.

Harry no le preguntó cómo lo sabía, aunque era la primera vez que veía a un mago averiguar algo de ese modo, observando y palpando; pero ya había aprendido que muchas veces el humo y las explosiones no eran señal de experiencia, sino de ineptitud.

Dumbledore se apartó de la pared y apuntó hacia la roca con la varita. El contorno de un arco se dibujó en la pared; era de un blanco resplandeciente, como si detrás brillara una intensa luz.

—¡Lo ha co… conseguido! —exclamó Harry tiritando, pero, antes de acabar de pronunciar estas palabras, el contorno desapareció y la roca volvió a mostrar su superficie normal.

Dumbledore miró en torno.

—Perdona, Harry. No me he acordado… —Lo apuntó con la varita, y de inmediato la ropa del muchacho volvió a quedar tan seca como si hubiera estado colgada delante de una chimenea encendida.

—Gracias —dijo Harry con alivio.

Pero Dumbledore ya había vuelto a concentrarse en la sólida pared de la cueva. No intentó ningún otro sortilegio, sino que se quedó inmóvil contemplándola con atención, como si leyera algo extremadamente interesante. Harry también se quedó quieto para no perturbar su concentración.

Pasaron dos minutos, y entonces Dumbledore dijo en voz baja:

—¡No es posible! ¡Qué ordinariez!

—¿Qué ocurre, profesor?

—Creo que para pasar tendremos que pagar —explicó al tiempo que introducía la mano herida en la túnica y extraía un pequeño cuchillo de plata como los que Harry utilizaba para cortar los ingredientes de las pociones.

—¿Pagar? —se extrañó Harry—. ¿Hay que darle algo a la puerta?

—Sí. Sangre, si no me equivoco.

—¿Sangre?

—Así es. Una ordinariez —repitió con desdén, casi decepcionado, como si Voldemort no hubiera alcanzado la categoría necesaria que Dumbledore esperaba de él—. La intención, como ya habrás comprendido, es que tu enemigo se debilite antes de entrar. Una vez más, lord Voldemort no entiende que hay cosas mucho más terribles que el dolor físico.

—Ya, pero aun así, si puede usted evitarlo… —Harry ya había sufrido bastante y prefería no tener que soportar nuevos tormentos.

—Sin embargo, a veces es inevitable. —Se arremangó la túnica y dejó al descubierto el antebrazo de la mano herida.

—¡Profesor! —protestó Harry, y se lanzó hacia él cuando lo vio levantar el cuchillo—. Déjeme a mí, yo soy… —No supo qué decir: ¿más joven, más fuerte?

Pero Dumbledore se limitó a sonreír. Hubo un destello plateado, seguido de un chorro rojo, y la pared de roca quedó salpicada de oscuras y relucientes gotas.

—Eres muy amable, Harry —le agradeció el anciano profesor, y pasó la punta de la varita sobre el profundo corte que se había hecho en el brazo, que cicatrizó al instante, como cuando Snape le había curado las heridas a Malfoy—. Pero tu sangre es más valiosa que la mía. Mira, creo que ha dado resultado, ¿no?

El refulgente arco había aparecido de nuevo en la pared, y esta vez no se borró: la roca del interior, salpicada de sangre, se esfumó dejando una abertura que daba paso a una oscuridad total.

—Creo que entraré primero —dijo Dumbledore, y traspuso el arco seguido de Harry, que encendió rápidamente su varita.

Ante ellos surgió un panorama sobrecogedor: se hallaban al borde de un gran lago negro, tan vasto que Harry no alcanzó a divisar las orillas opuestas, y situado dentro de una cueva tan alta que el techo tampoco llegaba a verse. Una luz verdosa y difusa brillaba a lo lejos, en lo que debía de ser el centro del lago, y se reflejaba en sus aguas, completamente quietas. Aquel resplandor verdoso y la luz de las dos varitas eran lo único que rompía la aterciopelada negrura, aunque no iluminaban tanto como Harry habría deseado. Por decirlo de alguna forma, se trataba de una oscuridad más densa que la habitual.

—En marcha —dijo Dumbledore en voz baja—. Ten mucho cuidado y procura no tocar el agua. No te separes de mí.

Echaron a andar por la orilla del lago. Ambos chapotearon por el estrecho borde de roca que cercaba la extensión de agua. Siguieron caminando, pero el paisaje no cambiaba: a uno de los lados tenían la áspera pared de la cueva; al otro, una negrura infinita, lisa y vítrea, en medio de la cual brillaba aquel misterioso resplandor verdoso. El lugar y el silencio eran opresivos e inquietantes.

—Profesor —dijo al fin el muchacho—. ¿Cree que el
Horrocrux
está aquí?

—Sí, eso creo. O mejor dicho, estoy seguro. La cuestión es cómo llegaremos hasta él.

—¿Y si… y si probáramos con un encantamiento convocador? —propuso Harry, pese a intuir que era una sugerencia estúpida. Aunque no quisiera admitirlo, estaba deseando largarse de allí cuanto antes.

—Sí, podríamos probarlo. —Dumbledore se paró en seco y Harry casi chocó contra él—. ¿Por qué no lo intentas tú?

—¿Yo? Ah, bueno… —No se lo esperaba, pero carraspeó, alzó la varita y dijo en voz alta:
¡Accio Horrocrux!

Se oyó un fuerte ruido, parecido a una explosión, y una cosa grande y blanquecina surgió de la oscura superficie del agua a unos seis metros de ellos, pero, antes de que Harry pudiera ver qué era, se sumergió con un fuerte chapoteo que creó extensas y profundas ondas en la superficie lisa como un espejo. Asustado, Harry dio un salto hacia atrás y chocó contra la pared.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó con el corazón palpitando.

—Supongo que algo que reaccionará si intentamos coger el
Horrocrux
.

Harry dirigió la vista hacia el agua: la superficie del lago volvía a semejar un cristal negro y reluciente y las ondas habían desaparecido con una rapidez inaudita; sin embargo, a él seguía palpitándole el corazón.

—¿Usted ya sabía que iba a pasar esto, señor?

—Imaginé que pasaría algo si intentábamos hacernos con el
Horrocrux
por medios directos y evidentes. Has tenido una gran idea, Harry; era la forma más sencilla de averiguar a qué nos enfrentamos.

—Pero todavía no sabemos qué era esa cosa —dijo Harry escudriñando el agua, de una tersura siniestra.

—Querrás decir qué son esas cosas —lo corrigió Dumbledore—. Dudo mucho que haya sólo una. ¿Seguimos adelante?

—Profesor…

—¿Qué, Harry?

—¿Cree que tendremos que meternos en el lago?

—¿Meternos? Sólo si nos van muy mal las cosas.

—Entonces… ¿el
Horrocrux
no está en el fondo?

—No. Supongo que está en el centro. —Dumbledore señaló hacia la luz verdosa y difusa que brillaba en medio del lago.

—¿Y tendremos que cruzar el lago para cogerlo?

—Me figuro que sí.

Harry no dijo nada. Sólo pensaba en monstruos marinos, serpientes gigantescas, demonios, kelpies y espectros.

—¡Aja! —dijo Dumbledore, y se detuvo de nuevo. Esta vez Harry chocó contra él, perdió el equilibrio y se inclinó sobre el borde de las oscuras aguas. La mano herida de Dumbledore le aferró el brazo y tiró de él—. Cuánto lo siento, Harry, debí avisarte. Pégate a la pared, por favor; creo que hemos encontrado el sitio.

Harry no supo a qué se refería; a su entender, aquel tramo de orilla oscura no se distinguía en nada de los demás, pero el anciano profesor parecía haber detectado algo especial. Esta vez no pasó la mano por la pared rocosa, sino que la agitó en el aire como si quisiera asir algo invisible.

—¡Aja! —repitió alegremente unos segundos más tarde, con el brazo en alto y la mano cerrada alrededor de algo que Harry no veía. Dumbledore se acercó más al agua y Harry vio, angustiado, cómo las punteras de sus zapatos con hebillas llegaban al mismísimo borde de la roca. Sin abrir la mano, Dumbledore alzó la varita con la otra mano y se dio unos golpecitos con ella en el puño.

Una gruesa cadena verde metálico apareció como por ensalmo; salió de las profundidades del lago y llegó hasta el puño de Dumbledore. Este la tocó con la varita y la cadena empezó a resbalar por su puño como una serpiente y se enroscó en el suelo con un tintineo que reverberó en las paredes de roca, al mismo tiempo que tiraba de algo que iba emergiendo del agua. Harry dio un grito de asombro al ver cómo la fantasmal proa de una pequeña barca emergía a la superficie; era del mismo color que la cadena y despedía un extraño resplandor. La embarcación se deslizó alterando apenas el agua y se dirigió hacia el tramo de orilla donde estaban ellos.

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