Read Harry Potter y el Misterio del Príncipe Online
Authors: J. K. Rowling
Tags: #fantasía, #infantil
Con dieciséis años cumplidos, Harry inicia el sexto curso en Hogwarts en medio de terribles acontecimientos que asolan Inglaterra. Elegido capitán del equipo de
Quidditch
, los entrenamientos, los exámenes y las chicas ocupan todo su tiempo, pero la tranquilidad dura poco. A pesar de los férreos controles de seguridad que protegen la escuela, dos alumnos son brutalmente atacados. Dumbledore sabe que se acerca el momento, anunciado por la Profecía, en que Harry y Voldemort se enfrentarán a muerte: «El único con poder para vencer al Señor Tenebroso se acerca… Uno de los dos debe morir a manos del otro, pues ninguno de los dos podrá vivir mientras siga el otro con vida.». El anciano director solicitará la ayuda de Harry y juntos emprenderán peligrosos viajes para intentar debilitar al enemigo, para lo cual el joven mago contará con la ayuda de un viejo libro de pociones perteneciente a un misterioso príncipe, alguien que se hace llamar Príncipe Mestizo.
J.K. Rowling
Harry Potter
y el Misterio del Príncipe
ePUB v1.1
Elvys25.03.11
Título original:
Harry Potter and the Half Blood Prince
Traducción: Gemma Rovira Ortega
Portada: Dolores Avendaño
J.K. Rowling, 2003. Salamandra, 2004
ISBN: 9788478889907
para mi preciosa hija Mackenzie,
este hermano gemelo de tinta y papel
Faltaba poco para la medianoche. El primer ministro estaba sentado a solas en su despacho, leyendo un largo memorándum que se le colaba en el cerebro sin dejarle el más leve rastro de significado. Esperaba la llamada del presidente de un lejano país, y, mientras se preguntaba cuándo la haría el muy condenado, intentaba borrar los desagradables recuerdos de una larga, agotadora y difícil semana, por lo que en la cabeza no le quedaba sitio para otra cosa. Cuanto más empeño ponía en concentrarse en el escrito que tenía ante sus ojos, más nítidamente veía las caras de regodeo de sus rivales políticos. Ese mismo día, su principal adversario había aparecido en el telediario y no se había contentado con enumerar los espantosos sucesos ocurridos esa semana (como si alguien necesitara que se los recordaran), sino que también había expuesto sus razones para culpar de todo al Gobierno.
Al primer ministro se le aceleró el pulso al pensar en esas acusaciones, porque no eran justas ni ciertas. ¿Cómo querían que el Gobierno impidiera que el puente se derrumbase? Era indignante que alguien insinuara que no invertían suficiente dinero en obras públicas. El puente en cuestión tenía menos de diez años, y ni los mejores expertos podían explicar por qué se había partido por la mitad, provocando que docenas de coches se despeñasen a las profundidades del río. ¿Y cómo se atrevían a insinuar que la escasa vigilancia policial había facilitado los dos horribles asesinatos aireados por los medios de comunicación? ¿O que el Gobierno debería haber previsto de alguna manera el inusitado huracán del West Country, con su larga lista de víctimas y daños materiales? ¿También era por su culpa que uno de sus subsecretarios, Herbert Chorley, hubiese acabado de patitas en la calle por haber escogido esa semana para comportarse de un modo tan extraño?
«En el país se respira un ambiente de desastre», había concluido el adversario sin disimular una ancha sonrisa.
Por desgracia, esa afirmación era cierta. El primer ministro también lo notaba: la gente parecía más triste de lo habitual y el clima era deprimente; aquella fría neblina en pleno julio no encajaba, no era normal.
Pasó a la segunda hoja del memorándum, vio que todavía le quedaba mucho por leer y lo dejó por imposible. Estiró los brazos para desperezarse mientras contemplaba su despacho con tristeza. Era una habitación elegante con una magnífica chimenea de mármol enfrente de las altas ventanas de guillotina, bien cerradas para que no entrara aquel frío impropio de la estación. Al notar un ligero temblor, se levantó y se acercó a las ventanas para observar la tenue neblina que se pegaba a los cristales. En ese momento, mientras se hallaba de espaldas a la habitación, oyó una débil tos detrás de él.
Se quedó paralizado, con la nariz pegada a su asustado reflejo en el oscuro cristal. Conocía esa tos; no era la primera vez que la oía. Se dio la vuelta poco a poco hacia el vacío despacho.
—¿Hola? —dijo, intentando mostrarse más valiente de lo que en realidad se sentía.
Por un instante concibió la imposible esperanza de que nadie le contestara. Sin embargo, una voz respondió de inmediato; una voz clara y resuelta, propia de alguien que lee una declaración redactada de antemano. Tal como sospechara al oír la tos, procedía del pequeño y desvaído retrato al óleo de aquel hombrecillo con aspecto de rana y larga peluca plateada, colgado en un rincón de la habitación.
—Para el primer ministro de los
muggles
. Solicito reunión urgente. Por favor, responda cuanto antes. Atentamente, Fudge. —El individuo del cuadro miró con gesto inquisitivo a su interlocutor.
—Es que… —dijo éste—. Mire, ahora estoy ocupado. Espero una llamada, ¿sabe? Del presidente de…
—Eso se puede arreglar —lo interrumpió el personaje del retrato.
El primer ministro torció el gesto. Ya se temía algo parecido.
—Verá, es que necesito hablar…
—Nos encargaremos de que a ese presidente se le olvide telefonear. Se pondrá en contacto con usted mañana por la noche en lugar de hoy —le cortó el hombrecillo—. Tenga la amabilidad de responder de inmediato al señor Fudge.
—Yo… hum… bueno —concedió sin convicción—. De acuerdo, me reuniré con Fudge.
Regresó apresuradamente a su mesa arreglándose el nudo de la corbata. Apenas había tenido tiempo de sentarse y adoptar una expresión relajada e impertérrita, cuando unas brillantes llamas verdosas prendieron en la chimenea. Intentando disimular cualquier indicio de sorpresa o alarma, vio cómo un corpulento individuo aparecía entre ellas girando sobre sí mismo como una peonza. Pasados unos segundos, salió de la chimenea gateando y se incorporó sobre la lujosa alfombra antigua, al tiempo que se sacudía ceniza de una larga capa de raya diplomática y sostenía un bombín verde lima con la otra mano.
—Primer ministro —lo saludó Cornelius Fudge avanzando con paso firme y la mano tendida—, me alegro de volver a verlo.
El primer ministro no podía devolver el cumplido sin mentir, de modo que no dijo nada. No se alegraba lo más mínimo de ver a Fudge, cuyas ocasionales apariciones, además de resultar sumamente alarmantes, solían depararle alguna noticia nefasta. Por si fuera poco, Fudge parecía agobiado por las preocupaciones. Se lo veía más delgado, calvo y canoso, y tenía la cara surcada de arrugas. El primer ministro ya había visto ese aspecto en otros políticos, y nunca auguraba nada bueno.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó estrechándole la mano con brevedad, y le señaló la dura silla que había delante de su mesa.
—No sé por dónde empezar —masculló Fudge mientras arrastraba la silla; luego se sentó y colocó el bombín verde sobre las rodillas—. ¡Qué semanita!
—¿Usted también ha tenido una mala semana? —repuso el primer ministro con fría formalidad, dándole a entender que ya tenía bastantes problemas y no necesitaba los de él.
—Sí, claro —contestó Fudge frotándose los ojos con gesto de cansancio, y lo miró con aire taciturno—. Tan mala como la suya, primer ministro. El puente de Brockdale, los asesinatos de Bones y Vance… Por no mencionar la catástrofe del West Country.
—Usted… su… quiero decir… ¿Ha sido alguien de los de…? ¿Tiene algo que ver su gente con esos acontecimientos?
Fudge le lanzó una severa mirada y repuso:
—Por supuesto que tiene algo que ver. Supongo que se habrá dado cuenta de lo que está pasando, ¿no?
—Yo… —vaciló.
Ese tipo de comportamiento era lo que más le desagradaba de las visitas de Fudge. Al fin y al cabo, él era el primer ministro y no le gustaba que lo trataran como si fuera un ignorante colegial. Sin embargo, la actitud de Fudge siempre había sido la misma desde su primera reunión con él, celebrada el mismo día en que había asumido el cargo, años atrás. No obstante, era un recuerdo tan vivido que parecía que aquel primer encuentro se hubiese producido el día anterior, y él sabía que lo perseguiría hasta el día de su muerte: estaba en ese mismo despacho, de pie, solo, saboreando el triunfo logrado tras muchos años de soñar y maquinar, cuando de pronto había oído toser a sus espaldas, igual que esta noche, y al darse la vuelta, el feo personaje del retrato le había anunciado que el ministro de Magia estaba a punto de llegar para presentarse.
Como es lógico, el primer ministro pensó que la larga campaña y los nervios de las elecciones lo habían trastornado. Se llevó un susto de muerte al ver que le hablaba un retrato, aunque eso no fue nada comparado con lo que sintió cuando un tipo que se hacía llamar mago salió despedido de la chimenea y le estrechó la mano. Él permaneció mudo de asombro mientras Fudge, con gran consideración, le explicaba que todavía había magos y brujas que vivían en secreto por todo el mundo y lo tranquilizaba añadiendo que no hacía falta que se preocupara por ellos, dado que el Ministerio de Magia se encargaba de la comunidad mágica e impedía que la población no mágica se percatara de su existencia. Fudge había agregado que ése era un trabajo difícil que lo abarcaba todo, desde procurar que se cumpliera el reglamento del uso responsable de escobas hasta mantener controlada a la población de dragones (al oír esto, él se había agarrado a la mesa para no caerse). A continuación, Fudge, dándole unas paternales palmaditas en el hombro mientras él continuaba estupefacto, había concluido:
—No se preocupe, lo más probable es que nunca vuelva a verme. Sólo lo molestaré si pasa algo verdaderamente grave en nuestra comunidad, algo que pueda afectar a los
muggles
, es decir, a la población no mágica. Por lo demás, nuestra política siempre ha sido vivir y dejar vivir. Y permítame decirle que usted se lo está tomando mucho mejor que su predecesor. Él creyó que yo era una broma planeada por la oposición e intentó arrojarme por la ventana.
Ante tal afirmación, el primer ministro había recuperado por fin el habla.