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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (75 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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La Gran Vía, donde ya se habían instalado los autos de choque y los tiovivos, era un canal. El Café Nacional fue arrolladoramente violado por el agua, que alcanzó la altura de los espejos. Lo mismo ocurrió en la «Perfumería Diana», en la barbería de Raimundo, en los estancos y en la tintorería recién abierta por la viuda de Corbera.

Nada podía hacerse. La inundación era un hecho. Cualquier intento significaba ser arrastrado por la corriente. La gente rezaba en las casas —los Alvear, a salvo gracias a la altura del piso, rezaban el Rosario— y la Andaluza había encendido velas a Santa Bárbara y, en unión de sus pupilas y de «El Niño de Jaén», no paraba de santiguarse.

El puente situado frente a los cuarteles de Artillería fue barrido. En la calle de Pedret se hundieron dos edificios ruinosos. En el Seminario los detenidos, apelotonados en las ventanas enrejadas, pensaban: «A lo mejor podemos huir…» En el Hospital los enfermos, azorados, querían abandonar las camas. Un ciego preguntó: «¿Qué ocurre?».

Y la monja de turno le contestó, tapándolo con una manta: «Inundación». En el cementerio, los panteones quedaron sumergidos y en el interior de la fosa común, convertida en barrizal, los huesos antiguos y recientes, de unos y de otros, se mezclaron más que nunca. Se hablaba de personas aisladas en tal o cual tejado. Algunos gatos eligieron lugares inverosímiles para salvaguardarse. En las cuadras de la calle de la Rutila, los caballos relinchaban. Pero lo peor ocurrió detrás de la piscina, en las márgenes del Ter. Dos familias andaluzas, que se habían construido allí sus casuchas, fueron arrastradas camino del infinito mar. Nadie se dio cuenta de la tragedia. Sólo las despidió un trueno, nacido en el vientre del Apocalipsis.

Todo el mundo se mordía impotente las uñas, mientras el agua continuaba cayendo implacable. Sólo algunos héroes desafiaron anónimamente la hecatombe, a riesgo de sus vidas. Uno de ellos, mosén Falcó, el joven consiliario de Falange. Saltó desde su balcón al de la casa vecina para poner a salvo a la vieja paralítica que vivía en el entresuelo.

Fue el suyo un salto inverosímil, que bien pudo depositarlo en el más allá. Otro héroe, ¡tía Conchi! Tía Conchi, por su cuenta, colocándose un saco a modo de capucha, salió disparada y consiguió trasladar a buen recaudo dos niños que descubrió sentados temerariamente en el alféizar de un ventanuco, frente al bar
Cocodrilo
.

No dejó de llover hasta la madrugada del lunes, momento en que las nubes acusaron fatiga y se abrieron algunos claros. Los equipos de rescate, ¡por fin!, pudieron actuar.

Sus componentes exhibían las más absurdas prendas de ropa, como aquellos anarquistas que se fueron al frente de Aragón. El Gobernador, con un casquete y un impermeable que llevó durante la guerra, parecía un comisario ruso. Alfonso Estrada se enfundó una cazadora que había pertenecido a su padre y se calzó unas polainas. Los coches de los bomberos avanzaban contracorriente, tocando la sirena y formando abanicos de agua, en dirección a las zonas bajas de Gerona: la calle de la Barca, el barrio de Pedret. Los pescadores de San Feliu de Guixols y de Palamós irrumpieron en las calles con sus barcas de remo, provistos de cuerdas y escalas. La consigna era trasladar los accidentados al Hospital, donde el doctor Chaos lo había dispuesto todo de antemano para poder atenderlos.

El nivel del agua tardó mucho en decrecer. Pero por fin lo hizo y empezaron a asomar de nuevo los pretiles de los puentes. A media mañana lucía incluso el sol.

Gerona ofrecía un aspecto sobrecogedor y las paredes olían a bosque. Los colores herían la vista, como al salir fuera después de una larga permanencia en un lugar oscuro.

Todos los gerundenses se afanaron en la tarea de desbloquear las alcantarillas y de evacuar el agua. Se habían formado por doquier montones de escombros y aparecían aquí y allá muebles, palanganas, ¡y ovejas muertas! En las tiendas y en los sótanos, el trabajo era febril. Algunos hombres, acostumbrados a cavar trincheras, accionaban la pala con singular maestría. Las mujeres, con pañuelos a la cabeza, anudados al cuello, se parecían un poco a las que Cosme Vila veía quitando nieve en las calles de Moscú.

En cada inmueble surgía un líder, que daba órdenes. La brigada municipal de barrenderos se multiplicó. Salió Marta, en cabeza de las muchachas de la Sección Femenina, con su famoso botiquín que decía CAFÉ. Los aficionados a la fotografía se subieron a la vía del tren para contemplar el impresionante panorama que ofrecían la Dehesa inundada y el Ter, que se empeñaba en bajar dándose importancia. Félix Reyes, con su bloc de notas y su lápiz, tomaba apuntes desde la azotea.

La tropa se había movilizado y los capitanes Arias y Sandoval recorrían a bordo de una barca pintada de rojo las cercanías de la Plaza de Toros, colaborando en el tendido de pasarelas e infundiendo ánimo con su presencia a los dañados por la riada. El capitán Sánchez Bravo se fue al Estadio de Fútbol: era un lago tranquilo, aunque las gradas, recién construidas, habían desaparecido, así como las pistas de tenis tan amadas por Esther.

La pesadilla había cesado, pero Gerona era un lodazal y lo sería durante mucho tiempo. El edificio donde estuvo la fundición de los hermanos Costa se había venido abajo. Por otra parte, se sabía que las aguas no habían causado estragos sólo en Gerona, sino en extensas zonas de la provincia, especialmente en aquellas que el Ter cruzaba.

Sin duda el balance de las pérdidas sería aterrador.

* * *

Inundación, broche de luto en el otoño de la ciudad y provincia. Durante años se recordaría aquello y mosén Alberto tomó buenas notas con destino al Archivo Municipal. Las víctimas eran numerosas y había desaparecido gran parte del ganado que el Ejército había entregado a los campesinos.

Los datos referidos a la catástrofe llenarían durante muchos días las páginas de
Amanecer
. Pero, en medio de todo, prodújose un hecho consolador. España entera se hizo eco de lo ocurrido. Una vez más se puso de manifiesto la eficacia de la cohesión existente entre todas y cada una de las regiones de la Patria. En efecto, en el Gobierno Civil empezaron a recibirse, además de innumerables telegramas de condolencia, víveres, ropa y dinero. Abrióse en todo el ámbito nacional una suscripción
Pro damnificados por las inundaciones de Gerona
, encabezada por un generoso donativo del propio Caudillo.

Mateo, que se encontró con la hecatombe a su regreso de San Sebastián, y que fue encargado de contabilizar las aportaciones, a medida que la cuenta engrosaba le decía al camarada Rosselló:

—Es maravilloso… ¡No cabe duda! España constituye una unidad.

El camarada Rosselló asentía con la cabeza e iba contestando:

—Sí, desde luego…

Sin lugar a duda, dejando aparte las víctimas y sus familiares, el hombre psicológicamente más afectado por la catástrofe era el Gobernador, el camarada Dávila.

Después de haber recorrido la provincia, y de punta a cabo la ciudad, comentó:

—Es calamitoso. De todo lo hecho, lo único que ha quedado intacto es la fábrica Soler. Habrá que volver a empezar…

El tanque acuático había arrasado los campos. La población vivía un mes de noviembre negro como la sotana de mosén Obiols, el sacerdote de los pies larguísimos y la voz tronitronante. El Gobernador presintió en seguida que la situación iba a ser idónea para que los desaprensivos se lanzaran más que nunca, como aves de presa, sobre la gente necesitada. De todas partes le llegaban informes al respecto, y a menudo los protagonistas eran las propias autoridades locales —alcaldes, jefes o secretarios del Partido o de los Sindicatos— que él mismo había nombrado. Todo aquello recordaba la entrada de los moros en los pueblos destruidos, cuando la batalla había sido dura y los jefes les habían prometido derecho al botín.

El Gobernador pasó una crisis de desmoralización. La guerra no lo había anonadado nunca; lo anonadó el agua, como les ocurriera a los italianos en la ofensiva de Guadalajara.

Se dio cuenta de que la indisciplina socavaría los cimientos del edificio patriótico y de honradez que había intentado levantar desde su llegada a Gerona. Y se dio cuenta de que la frase de José Antonio: «Inasequible al desaliento», resultaba a veces superior a las fuerzas de un hombre.

Su confidente fue una vez más Mateo, quien, pese a que en las reuniones de San Sebastián quedó patente que la Falange tenía menos poder del que el hombre de la calle imaginaba, dio pruebas de una entereza envidiable. Mateo fue quien le aconsejó que debía actuar en dos direcciones. La primera, hacer lo imposible por restablecer la situación; la segunda, mostrarse implacable en los castigos. Mateo añadió:

—Además, te consta que todos te ayudaremos. Que nos tienes a todos de tu parte, desde el Fiscal de Tasas hasta el conserje de mi despacho.

El Gobernador, sentado en su mesa, no conseguía sonreír.

—Sí, lo sé. Conozco bien vuestra buena disposición. Sin embargo, yo he de dirigir la orquesta. De todo cuanto ocurra el responsable seré yo: el Gobernador. ¿Y en nombre de qué? ¿Y en nombre de quién? Ante mi nadie presenta armas, porque esto no es un cuartel. A mí nadie me besa el anillo ni me pide la bendición, como al señor obispo. Ni siquiera soy el jefe de Falange; el jefe de Falange eres tú… Este despacho es incómodo, te lo aseguro. Fíjate en esta mesa. ¡Y los teléfonos no paran! «Se lo diremos al Gobernador…» «El Gobernador resolverá…» ¿Y si me equivoco? El general me meterá en la cárcel o me invitarán amablemente a que me retire a Santander, «agradeciéndome los servicios prestados…»

Mateo comprendía a su jefe y amigo. Los problemas eran realmente babélicos. Y era obvio que lo que más repugnaba al Gobernador era emplear la violencia.

—Me hago cargo, camarada Dávila. Sin embargo, no creo que esto te pille de nuevas… En definitiva, el meollo de la cuestión es el mismo de siempre, el que tú has citado: la responsabilidad. La responsabilidad del mando. Ahora bien, ¿es que un general no ha de santiguarse tres veces antes de decidirse a atacar por la derecha o por la izquierda? ¿Y si se equivoca y por su culpa mueren cien hombres o dos mil? Eso es peor que retirarse a la tierra natal… Anda, saca tu tubo de inhalaciones y respira fuerte. Y lee el periódico de hoy: los japoneses se han unido oficialmente al Eje. El Eje es ahora Berlín-Roma-Tokio. ¿No te reconforta eso un poco? Bueno, entiendo que en estos momentos esas palabras te suenan lejos… Pues haz otra cosa: contempla las fotografías de tus hijos, Pablito y Cristina. Por suerte, la inundación los respetó también…

El camarada Dávila seguía sin poder sonreír. Sus gafas negras continuaban siendo dos discos negros, impenetrables. Lo cierto era que en aquellos momentos tan lejos le parecían las fotografías de Pablito y Cristina como Tokio. La realidad lo aplastaba. La gente pasaba estrecheces, no llegaba a fin de mes. Ni los funcionarios, ni los obreros, ni las viudas. El Fiscal de Tasas, que Mateo había citado, acababa de comunicarle que varias fábricas, alegando carecer de materias primas, lo que parecía ser cierto, estaban decididas a cerrar sus puertas. El profesor Civil le llamó diciéndole que un enjambre de familias se le había presentado en Auxilio Social. Obras Públicas le proponía un viaje a Madrid para tratar del impracticable estado en que se habían quedado las carreteras… ¡Por los clavos de Cristo! ¿No recibiría alguna buena noticia?

—Anda, háblame de tu boda, a ver si me animo un poco. O dile a Manolo que venga y me cuente un chiste…

Mateo sacó su mechero de yesca…

—Por lo visto, has olvidado lo que dijo don Juan de Austria después de la victoria de Lepanto: que se hallaba como todo español se halla siempre en el día de su mayor gloria: falto de víveres, de dinero, de medicamentos…

—¿Es que me parezco yo a don Juan de Austria? ¿Y qué Lepanto he ganado, vamos a ver? Si a esto le llamas el día de mi mayor gloria… —El Gobernador blandió un papel en el que estaban señalados los pueblos que habían quedado prácticamente incomunicados.

—Cuando te pones así me entran ganas de reír. Primero, porque me das una prueba de confianza. Y segundo porque sé que estás más seguro de ti que nunca. ¡Los cuatro hermanos Dávila! Fuisteis famosos, ¿verdad? No me cabe en la cabeza que uno de los cuatro se declare vencido porque en su feudo han caído unas gotitas de más… ¡Bien! Te dejo solo. Será lo mejor. En estos casos lo que conviene es meditar un poco y mirar fuera a través de la ventana. Verás que los campanarios siguen ahí; que las mujeres cosen en sus hogares; y que el cielo… vuelve a estar azul, como el día en que terminó la guerra.

Mateo añadió: «¡A tus órdenes, siempre!». Y se retiró.

«¡Curioso hombre Mateo! —se dijo el camarada Dávila—. No habla porque sí. Este sillón debería ocuparlo él. A punto de casarse, y votó en favor de la entrada de España en la guerra…»

El Gobernador, efectivamente, se quedó solo. Le dijo al camarada Rosselló, que aguardaba fuera: «No estoy para nadie. Ni siquiera para mí».

Y se puso a meditar… Fueron unos minutos de concentración intensa, como los del doctor Gregorio Lascasas al entrar en la Cuaresma. Contrajo los músculos del abdomen.

Se levantó… ¡y miró fuera! Y entonces le vino a las mientes el refrán que durante la batalla del Ebro le oyó a un centinela marroquí, perteneciente a la Mehalla: «Luna recién nacida, a vigilancia convida». El Nuevo Estado acababa de nacer: había que vigilarlo.

No había opción. Sintió que recobraba las fuerzas. La alusión a los cuatro hermanos Dávila lo espoleó. Y también la entereza de Mateo. Y la de Marta, quien, domeñando su enorme tristeza —¡qué jugarreta la de Ignacio!—, andaba recorriendo la cuenca del Ter en la cabina de un camión, repartiendo lo que pudo arrancar de la Delegación de Abastecimientos. Se volvió y vio en la mesa el periódico. No le llamó la atención la noticia del Eje Berlín-Roma-Tokio, sino un anuncio de la Agencia Gerunda dirigido a todos los ciudadanos y que decía: «Se lo resolveremos a usted todo. Confíenos sus asuntos. Agencia Gerunda lo resuelve todo». Y el fundador era un pobre muchacho de la UGT, al que llamaban la Torre de Babel…

La palabra disciplina le martilleó la despejada frente. Cogió el teléfono y llamó al comisario de Investigación y Vigilancia, comisario Diéguez, cuyo contacto hasta entonces había rehuido en lo posible. El comisario se encontraba en la planta baja, en la Jefatura de Policía, y subió los peldaños de cuatro en cuatro.

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