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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (100 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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El doctor Gregorio Lascasas sonrió.

—Me gusta oírle hablar así, hijo… Sí, me gusta que no se forje usted demasiadas ilusiones. Ahora bien, yo, en su lugar, no me conformaría con leer el Nuevo Testamento: tendría además un director espiritual, y precisamente el padre Forteza. Sí, mi consejo sería que firmase usted con él un Concordato… de larga duración.

* * *

Dos últimas noticias, antes de la que Hitler iba a comunicar al mundo y que haría palidecer por mucho tiempo a todas las demás.
Amanecer
las publicó el mismo día; si bien Jaime no las subrayó, porque había renunciado a repartir el periódico. El negocio de los libros le iba viento en popa y presentó su dimisión. Matías le dijo a Carmen Elgazu: «Me alegro por Jaime; pero a partir de ahora el periódico será más aburrido…»

La primera de dichas noticias concernía al Tribunal de Responsabilidades Políticas.

Este Tribunal, que no cesaba de actuar, había dictado su sentencia contra «La Pasionaria», en la que se condenaba a la acusada al pago de veinticinco millones de pesetas, a quince años de extrañamiento del territorio nacional y a la pérdida de la nacionalidad española. La segunda concernía a la Falange: La Junta Política había acordado que las cinco rosas, ya marchitas, que adornaron la tumba de José Antonio en Alicante, fueran enviadas, como regalo emotivo y en una artística urna, a la Casa de España, de Nueva York.

La noticia que Hitler comunicó al mundo fue que Alemania declaraba la guerra a Rusia. Sin previo aviso, y pese al pacto de no agresión concertado entre los dos países, en la madrugada del 26 de junio las tropas alemanas cruzaron las fronteras soviéticas.

Von Ribbentrop dijo: «La máquina militar más grande de la historia se ha puesto en marcha hacia el Este». Al lado del III Reich lucharían las tropas finlandesas, al mando del mariscal Mannerheim, y las tropas rumanas, al mando del general Antonescu.

Esta vez el viraje había sido de tal calibre que la tierra pareció temblar. Los teletipos informativos acribillaron a sus agencias. Las emisoras de radio parecían haberse vuelto locas. Unos comentaristas decían: «Esto es el principio». Otros decían: «Esto es el fin».

Hitler lanzó una fulgurante proclama para justificar su decisión. Afirmó que Rusia había traicionado el pacto germano-soviético. Que se había dedicado sistemáticamente a una propaganda subversiva en los territorios ocupados por Alemania, creando en ellos disturbios, como los que tuvieron lugar en Yugoslavia. Que ejercía por doquier una labor de espionaje con fines concretos de agresión. Que había concentrado en las fronteras alemanas ¡ciento sesenta divisiones! Que había atacado a Finlandia sin el consentimiento del Gobierno alemán. Que había cometido crueldades horribles en los Estados bálticos que se había anexionado. «El bolchevismo es una amenaza para el mundo y Alemania ha decidido acabar con él».

Acabar con el bolchevismo… La frase sonaba bien. ¿Qué actitud tomarían las democracias capitalistas? Pronto se supo: lanzaron un suspiro de alivio. Hitler, sin duda mal aconsejado por los astrólogos, había caído en la trampa: creación del segundo frente. Inglaterra se solidarizó con Rusia. Una frase de Lord Marley definió la tesis del Imperio Británico: «Inglaterra debería unirse con el diablo para luchar contra Alemania». El deán de Canterbury organizó preces a favor de los soviets. Los Estados Unidos ayudarían también a la URSS…
Amanecer
dijo: «Se repite, a escala mundial, la lucha entablada en España en 1936».

Nadie sabía lo que iba a ocurrir. El auténtico poderío de Rusia era la incógnita.

Nadie dudaba de que la máquina militar puesta en marcha por Hitler era efectivamente la más grande de la historia. Ahora bien, ¿hasta qué punto ello bastaría para triunfar en tan gigantesca empresa? El recuerdo de Napoleón acudió a todas las mentes… La inmensidad del territorio ruso, de que tanto hablaron a Cosme Vila en la Escuela de Formación Política, de Moscú, ocupó una vez más el primer plano de las especulaciones. ¿Y el invierno, el invierno ruso, que tanto asustaba a la mujer de Cosme Vila? ¿Conseguiría Hitler asestar un golpe definitivo al Ejército Rojo antes que la nieve sepultara los caminos? 26 de junio… La fecha había sido bien elegida. Y el comienzo no podía ser más prometedor: las divisiones motorizadas del Führer avanzaban arrolladoramente. Y así, como si se buscara un símbolo, el primer bombardeo aéreo había convertido en llamas varios objetivos de San Petersburgo, la antigua ciudad zarista, que la revolución había denominado Leningrado y en la que desembarcaron los comunistas españoles admitidos en Rusia.

La guerra había cambiado el signo. Ahora tenía otro nombre, al igual que le ocurriera a San Petersburgo: Cruzada contra la Rusia Soviética. En todas las parroquias alemanas se leía un mensaje, opuesto al del deán de Canterbury, que decía: «La lucha contra la URSS es la lucha por el cristianismo de todo el mundo». Hungría y Eslovaquia declararon la guerra a la URSS. Francia rompió con ésta sus relaciones diplomáticas. El Duce pasó revista, en Verona, a la primera división italiana dispuesta para trasladarse al frente ruso. Se alistaban, para acudir al combate, voluntarios franceses, noruegos, suecos, daneses. En el interior de Rusia, según las primeras impresiones, reinaba el mayor desconcierto. En Gerona, personas como el notario Noguer pensaban, aun sin atreverse a decirlo en voz alta: «Ahora comprendemos que el corazón de Hitler es realmente capaz de algo grande».

Ésa fue la inmediata repercusión en España. Los ánimos se galvanizaron en favor de Alemania y los anglófilos como Manolo y Esther no acertaban a opinar. Actos de afirmación patriótica brotaron como por ensalmo en toda la geografía nacional.

Bombardear a Londres era, al fin y al cabo, discutible… ¿Pero era discutible bombardear a Leningrado… y Moscú?

Las jerarquías de la política española dieron el ejemplo. El ministro Serrano Súñer, en Madrid, ante una imponente manifestación, gritó: «¡Rusia es culpable! ¡Culpable de nuestra guerra civil! ¡Culpable de la muerte de José Antonio, nuestro fundador! ¡El exterminio de Rusia es exigencia de la Historia y del porvenir de Europa!». José Luis Arrese, secretario general del Movimiento, recordó a todos los camaradas el «millón de muertos» que, por culpa de Rusia, habían convertido a España en un campo de sangre.

El contagio colectivo, aquel fenómeno psicológico que tanto preocupaba al doctor Chaos, se convirtió una vez más en realidad. La Falange anunció qué organizaba banderines de enganche para ir a luchar contra Rusia. Navarra, y en su nombre la Excelentísima Diputación Foral y Provincial —don Anselmo Ichaso redactó el texto—, sugirió su adhesión entusiasta a todos los países que luchaban contra el comunismo.

«Navarra se une en espíritu con los valientes defensores de la civilización cristiana y eleva sus preces al Altísimo por el triunfo total en la lucha por nosotros iniciada en julio de 1936». Aparecieron carteles en todas partes, sin exceptuar la Rambla gerundense:

«Para vengar a España. Para estar presentes en la tarea de Europa. Alistaos en los banderines de voluntarios contra el comunismo».

«Rusia nos robó, en 1936 y 1937, seis mil niños de España, que hay que rescatar cueste lo que cueste».

El 1 de julio, día en que murió en Nueva York el gran pianista Paderewski, primer presidente de la República polaca después del armisticio de 1918, los corresponsales de Prensa que se habían ido al frente ruso empezaban a publicar sus crónicas. Dichas crónicas revelaban que el espíritu con que luchaban los soldados rusos era contradictorio. Mientras en determinados sectores huían a la desbandada o se entregaban ¡con los generales al frente!, en otros demostraban un valor extraordinario y «se pegaban al terreno como lapas». Los lectores no sabían a qué carta quedarse. En un punto, eso sí, coincidían todos los informadores: en que los comisarios políticos, tan conocidos en España —los gerundenses recordaron a Goriev y a Axelrod, y por la memoria de Ignacio desfilaron los muchos que viera en Madrid, durante su estancia en el Hospital Pasteur—, actuaban en forma despiadada. Pistola en mano, cuando sus hombres chaqueteaban, disparaban a placer, como había ocurrido en la batalla del Ebro, de lo que fue testigo la Torre de Babel. A veces se decidían por encerrar una sección en cualquier refugio, taponando luego la salida. Otras veces enterraban a los cadáveres de pie, de modo que sólo asomara la cabeza.

Tales detalles levantaban oleadas de indignación, al igual que los referidos al lamentable aspecto que ofrecían los prisioneros rusos. Según los cronistas alemanes, algunos combatían descalzos y declaraban que habían vendido sus botas para comprar cigarrillos, lo que contrastaba con la apariencia pimpante de los jefes. ¿Dónde estaba la tan cacareada igualdad? Para los lectores recalcitrantes, para quienes sospechaban que se trataba de mera propaganda, ahí estaban las correspondientes fotografías… Claro que éstas podían también falsearse, o elegirse a voluntad. No obstante, era evidente que a medida que fueran pasando los días la verdad se abriría paso, tanto más cuanto que la gente estaba ya acostumbrada a leer entre líneas. ¡Sí, por lo menos en este sentido la decisión de Hitler era de agradecer! Por fin el mundo —y Gerona— sabría si Rusia, prácticamente aislada del exterior desde 1917, era o no era un paraíso.

Pablito no abandonaba un momento la Geografía y repetía nombres de cordilleras y de lagos rusos. Cuando se dijo que las tropas húngaras habían entrado en acción atravesando los desfiladeros de los Cárpatos se tuvo la impresión de que iba a revelarse pronto el gran secreto. ¡Ah, la resonancia de las palabras! Cárpatos… Y Ucrania, el granero de Rusia… Los alemanes pisaban ya aquel suelo. ¿Cómo serían las espigas de sus campos? ¿Los sabios rusos habrían conseguido trigo mejor y más alto?

—Esto es apasionante —decía el doctor Andújar—. Tengo la impresión de que confirmará mi teoría: que el pueblo ruso es muy simple y que la complejidad es privativa de las clases dirigentes…

—Habrá muchas sorpresas —opinaba mosén Alberto, insólitamente excitado—. No creo yo que les haya dado tiempo a hacer tabla rasa con la religión… Los jóvenes, quizá sí sean ateos. Pero no la gente mayor.

—Ese Stalin debe de ser un tuno —comentaba Raimundo, el barbero—. Habrá puesto en primera línea a los más débiles, a los que tosen y demás. Pero, a lo mejor, Hitler tropieza pronto con los gigantes…

Imposible precisar, por lo menos de momento. La invasión adquiría proporciones enormes y las noticias no podían reducirse a esquemas. El material ruso cogido parecía bueno, pero no era comparable al alemán; excepto, quizás, un tipo de tanque de cuarenta y dos toneladas… La aviación rusa luchaba en condiciones de inferioridad. Los pilotos alemanes perseguían a los soviéticos y los derribaban como en Gerona, los domingos, los oficiales abatían a los pichones. Se hablaba de procedimientos de combate inhumanos y al margen de las leyes de la guerra, como el de abandonar, en la huida, latas de conserva con alimentos envenenados… También se decía que muchos heridos se suicidaban para no caer en manos de los alemanes.

Los informes empezaron a concretarse… Los soviets, desde 1917 —
Amanecer
lo publicaba en grandes titulares— habían sometido a la población rusa a torturas indescriptibles para imponer su revolución. En Ucrania, la GPU había arrojado familias enteras a los calabozos rociándolas luego con gasolina. El día 6 de julio Alemania publicó una estadística según la cual, desde el asalto de Lenin al poder, los asesinatos en Rusia sumaban once millones, de los cuales nueve millones eran campesinos; un millón eran obreros; setenta y cinco mil, oficiales del Ejército; cuarenta y un mil, intelectuales… «Está visto —comentaron los hermanos Costa— que ser campesino es siempre más peligroso que ser industrial». El Administrador de la Constructora Gerundense, S. A., que tanto entendía de números, se limitó a decir: «No comprendo quién puede haber establecido una estadística así, tan minuciosa».

Las primeras grandes batallas se libraron en Bialystok y en Minsk, donde veinte mil soldados rusos, después de asesinar a sus comisarios políticos, acabaron rindiéndose.

Los alemanes llegaron luego al río Dniéper y se dirigían hacia el Duna… Pablito seguía en el mapa, con el índice, el curso de estos ríos. También en otros sectores avanzaban los finlandeses y los rumanos. Y estaba a punto de ser rota la llamada Línea Stalin, en ruta hacia Kiev.

El general Sánchez Bravo prestaba atención especial, como es lógico, a los partes de guerra alemanes, pero también a los informes procedentes de Londres… Por un momento el jefe militar pensó que Inglaterra, en vista de que Hitler atacaba a Rusia, enemigo común, querría hacer las paces con Alemania. Pero pronto se convenció de que no iba a ser así. El día 15 de julio el Imperio Británico se comprometió a no firmar con Alemania una paz por separado… Al mismo tiempo, la aviación inglesa intensificaba sus ataques contra el territorio del Reich ¡y tropas norteamericanas desembarcaban en Islandia! Sin duda Stalin empezaría a recibir, a través del Ártico, envíos de material de los Estados Unidos… Sin duda Churchill le estaría escribiendo a «papaíto Stalin» cartas rubricadas con un abrazo fraternal. ¡Más aún, un corresponsal londinense escribió que la alianza inglesa con Rusia recordaba las palabras del caballero que se casó con la moza del hostal! «Es verdad —había dicho el caballero— que es ligera de cascos, que tiene malos modos y que odia a la gente bien. Pero ¡es tan voluminosa!».

El padre Forteza figuraba entre los gerundenses más desconcertados. Cruzada contra la Rusia Soviética… Aquello le pilló desprevenido, pese a sus intuiciones y a la última carta que había recibido de su hermano, desde el Japón, en la que éste le hablaba de dicha posibilidad.

El jesuita llamó al profesor Civil y le dijo:

—Prepárese usted a recibir ahora noticias sombrías sobre la suerte de los judíos… A los que hayan sido probolcheviques, los alemanes no los encerrarán en ningún ghetto; los aniquilarán.

A «La Voz de Alerta» le desconcertó la actitud de Italia.

—¿Por qué Mussolini ha enviado a Rusia sólo una división? ¿Es que el Eje se ha resquebrajado?

Doña Cecilia, la esposa del general, no hacía más que santiguarse.

—¡Abandonar latas de conservas envenenadas! ¡Familias rociadas con gasolina! Esos ingleses no tienen perdón de Dios…

Capítulo LVII

Los banderines de enganche abiertos en toda España y los carteles que aparecieron por doquier respondían a una realidad: existían en el país muchos voluntarios dispuestos a luchar contra Rusia. De modo que el Alto Mando tomó el acuerdo de formar una División, la División 250, que, en homenaje al color de la Falange, se llamaría División Azul. Las inscripciones se harían con la mayor rapidez, no fuera a ocurrir que precisamente los españoles, que habían sufrido en su carne el manotazo soviético, llegasen tarde…

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