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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (35 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Ana María arrugó el entrecejo. Sin duda el tema le desagradaba.

—No sé. ¡Negocios! Nunca explica nada en casa. —Inesperadamente, añadió—: Pero se marcha a Madrid lo menos una vez a la semana.

Ignacio no quiso insistir. Y repentinamente sintió calor y le propuso a Ana María meterse en el agua. Ella aceptó y se puso un gorrito blanco. Miraron a los guardias —sentados sobre una roca, fumando— y se quitaron el albornoz justo en la orilla. Y entraron en el mar…

¡Cuántos recuerdos! Ana María, con su gorrito, se fue para adentro. Ignacio la siguió, avanzando tan lindamente que le pareció que esquiaba. Y de repente se zambulló y, como antaño, simuló asir a la muchacha de las piernas y tirar de ellas como si quisiera convertirla en sirena. Y Ana María se rió. Y su risa sonó como si «El Niño de Jaén» tocara las castañuelas.

Fueron diez minutos de embriaguez, pues el agua, si se convierte en memoria, puede subirse a la cabeza. Flotaba allí cerca una balsa saturada de gente, pero ellos descubrieron un hueco por donde meterse, y desde arriba se lanzaron al mar una y otra vez, ensayando toda clase de figuras. A Ignacio le dio por hacer el payaso, y a Ana María por aplaudir. Y de pronto, por desaparecer. «¡Adiós!», decía. Y se sumergía, se sumergía hasta el fondo, fondo verde y claro, como lo eran sus ojos.

Terminado el baño, regresaron a la arena y se tumbaron boca abajo, un tanto distanciados, pues a Ignacio, viendo fumar a los guardias, le apeteció también hacerlo.

Y reanudaron el diálogo, esta vez en tono más íntimo.

—¿Y tú, Ana María, cómo estás? Háblame de ti… ¿Qué haces?

—¡Huy! Muchas cosas… Quiero terminar el Bachillerato. Hago el Servicio Social. ¡Y acompaño a mi madre al cine, claro!

—Ya… —Ignacio prosiguió—: ¿Te gusta el Servicio Social?

—Nada. Es un tostón. Pero quiero aprender, ¿comprendes? —Ana María jugaba a quitarse el esmalte de las uñas—. Algún día habré de gobernar una casa… —De pronto añadió—: ¡Ah, y quiero perfeccionar mi inglés!

¿Inglés…? Ignacio se extrañó. Todo el mundo estudiaba alemán. Ana María no dio explicaciones y siguió contándole. A veces se iba sola al puerto porque le gustaba ver los barcos. «Espero que pronto lleguen otra vez transatlánticos. Creo que el único que ha venido es el que trajo al conde Ciano». También le gustaba visitar el barrio de la Catedral. Los claustros eran una delicia. Invitaban a pensar.

—Me gusta pensar, ¿sabes? Aunque también lo hago en la cama.

—¿Y en qué piensas?

—¡Oh! Soy muy poco original. Muchas veces pienso en lo agradable que es que la guerra haya terminado. —En otro de sus impulsos, añadió—: ¿No sientes tú, algunas veces, como unas ganas enormes de recuperar el tiempo perdido?

Ignacio había ya hundido en la arena la colilla del cigarrillo. Él y Ana María continuaban tumbados boca abajo y sus rostros se encontraban ahora muy cerca.

Milagrosamente, a la muchacha se le había quedado intacta una gota de agua en la punta de la nariz. Ignacio, con el índice, la aplastó. Entonces ella le preguntó:

—¿Y tú, Ignacio? ¿Cuándo sabré algo de ti? ¿Qué haces?

Ignacio volvió a sonreír. Se expansionó con Ana María, a quien, inesperadamente, todo lo referente a Perpignan y a los exilados pareció interesarle. Aunque ello duró muy poco tiempo. De súbito la muchacha cortó diciendo: «Claro que ¡eran tan canallas!».

Ignacio cambió entonces de tema y dijo:

—Pero lo que quiero es que me licencien y terminar pronto la carrera.

—¿Terminarla?

—¡Claro! Cada noche estudio hasta las tantas… En septiembre me examino. El veintiséis.

—De tercero, ¿no es eso?

—Sí… —Ignacio volvió a mirar a la muchacha sorprendido, como cuando le oyó pronunciar el nombre de Mateo—. ¿Cómo es posible que te acuerdes?

—¡Ah, ja!

Él, complacido, siguió explicando:

—Tercero, en septiembre. Ello significa que en junio del año próximo puedo tener el título en el bolsillo.

Ana María se acercó un poco más a Ignacio. «Abogado…», murmuró. Se había llevado un granito de arena a la boca y su sabor salado le agradaba. Sus ojos tenían ahora el color de la felicidad, de las mañanas claras.

Volvió a la realidad y preguntó:

—Y luego… ¿piensas ejercer?

—Por supuesto —respondió Ignacio—. Hay que defender a la gente ¿no crees?

Ana María apuntó:

—Los abogados a veces tienen que acusar…

—¡No, no, de ningún modo! En la placa de mi puerta pondré: «Si quiere usted acusar a alguien, llame a otro despacho».

Ana María se rió y al hacerlo se tragó sin querer el granito de arena salada que paladeaba con tanta fruición.

A continuación preguntó:

—Pero ¿cómo vas a ejercer de abogado… a tu edad?

Ignacio se mostraba muy seguro.

—No pienso ejercer en seguida. Antes tendré que pasarme dos años lo menos haciendo prácticas.

—¿Dónde?

—Lo normal. En el bufete de otro abogado que tenga prestigio y me pueda enseñar.

Ana María asintió:

—Claro, claro…

La muchacha parecía tan interesada por todo aquello, que Ignacio añadió:

—Luego, cuando mi cara inspire ya confianza… ¡adiós, muy buenas! A trabajar por mi cuenta. —Marcó una pausa y concluyó—: Y a ganar dinero.

Ana María lo miró con un signo de interrogación. E Ignacio pensó para sí: «¿Por qué soy capaz de ser sincero con Ana María y en cambio disimulo siempre con Marta?».

—No te extrañe que te hable así, Ana María. He dicho lo que siento; estoy decidido a ganar dinero. —Aupado, prosiguió—: Estoy cansado de vivir con estrecheces, ¿comprendes? En una casa sin calefacción y con muebles anticuados.

Ana María hundió por un segundo la frente en la arena. Luego la levantó:

—Pero tú no acostumbras a quejarte, ¿verdad?

—¿Quejarme? No… ¿Por qué? Pero estoy dispuesto a no ser una lágrima. Quiero ser eficaz. —Ignacio reflexionó y añadió—: No quiero que mis hijos lleguen a los dieciséis años como yo, siendo botones de un Banco.

Ana María había mudado la expresión.

—A veces… ganar dinero cuesta caro.

Ignacio la miró.

—Sé a lo que te refieres. Pero no es cuestión de exagerar. —Se pasó el dorso de la mano por la frente para secarse el sudor—. Se puede triunfar sin lesionar a nadie. Es cuestión de aprovechar las oportunidades.

Era evidente que Ana María había oído muchas veces un lenguaje parecido…

Secóse también el sudor de la frente. ¿Cómo conciliar aquello con la placa que Ignacio pensaba poner en la puerta?

—Esta decisión tuya… —apuntó, con cautela—, ¿es producto de la guerra?

Ignacio asintió.

—En parte, sí. Era un crío y me dieron un fusil. Eso cuenta ¿no? —Ana María callaba e Ignacio, notándolo, agregó—: ¡Por favor, no me mires como si proyectara atracar joyerías o abrir cajas de caudales! Simplemente, me he cansado de andar vacilando por ahí y ahora he tomado varias determinaciones; y una de ellas es ganar dinero.

Ana María optó por no dramatizar las cosas.

—¿Qué otras determinaciones has tomado, si puede saberse?

El muchacho contestó, con la misma seguridad que antes:

—Apartarme de la política.

La muchacha jugueteaba ahora con el gorrito blanco.

—¿Te sientes defraudado?

—¡No, no! Nada de eso… Pero he comprendido que yo no he nacido para eso, que a mí no me va.

Ahí Ana María le siguió sin grandes dificultades.

—Eso lo comprendo muy bien. A mí me ocurre lo mismo.

Ignacio experimentó como una penetrante alegría.

—No te gusta marcar el paso, ¿verdad?

—Ni pum… Prefiero pegar saltos yo sola. Y fumar algún pitillo a escondidas…

El clima volvía a ser cordial. Ignacio cogió con ambas manos un puñado de arena y formando un reguero la dejó deslizarse suavemente.

—¡España, España!… Con perdón, pero estoy un poco harto. Quiero ser Ignacio.

—Cogió otro puñado de arena y repitió la operación—. Hay personas que parecen haber olvidado ya su nombre y llamarse «acto de servicio» o «Alcázar de Toledo».

Ana María supuso que Ignacio se refería a Marta. Pero había decidido no aludir a ella, como si no existiese.

—¿Puedo preguntarte si te has cansado también de la religión?

Ignacio, inesperadamente, fue incorporándose con lentitud gimnástica y por fin dio media vuelta y se quedó sentado. Y miró a lo lejos.

—Es imposible no creer en Dios mirando el mar.

La respuesta gustó tanto a Ana María, que ésta imitó al muchacho y se sentó a su vez, situándose justamente a su lado.

—Sigues siendo un adorable farsante. ¿Dónde aprendiste lo que acabas de decir?

Ignacio se rió, halagado.

—En ese asunto me ayuda mucho un jesuita que hay en Gerona: el padre Forteza.

—¡Ah! ¿Sí? ¿Lo tratas mucho?

—Nunca he hablado con él. Pero lo veo… y es bastante. Tarda tres cuartos de hora en decir la misa. ¡Si te descuidas, te hace santo para toda la vida!

Ana María se volvió hacia Ignacio y lo miró a los labios intensamente, con un ligero temblor.

—No me gustaría que fueras santo… —dijo la muchacha.

Ignacio miró a su vez los labios de Ana María, rojos y húmedos:

—Espero no caer en semejante tentación.

Ana María, que había ido estudiando a Ignacio con mucho detenimiento, llegados a este punto se dijo: «basta». Miró también a lo lejos, al mar. Y tuvo dos intuiciones. La primera, que Ignacio el próximo invierno haría muchos viajes a Barcelona, pues ella se encargaría de rogarle al Cristo de Lepanto que el Servicio de Fronteras lo mandara allí en vez de mandarlo a Perpignan. La segunda se refería a algo más contundente: Ignacio, cuyo aspecto era noble pese a sus bravatas —y pese a su albornoz—, seria para ella. No sabía cómo y sin duda debería luchar fuerte contra Marta. Pero algo le decía que Ignacio al final, con o sin dinero, sería suyo, y esto era lo principal. Claro que debería obrar con astucia y pedirle algún consejo a su amigo Gaspar Ley y, mejor aún, a la esposa de éste, Charo. Y dejar de escribir simples postalitas y llenar hojas y más hojas, en papel muy femenino, poniendo intención en cada palabra. Pero no la asustaba ese menester. Si hacía gimnasia sueca para conservar la línea, ¿por qué no había de hacer gimnasia española para conquistar a Ignacio?

—Estoy contenta, Ignacio. He sacado la conclusión de que, pese a todo, la guerra te ha mejorado. Eres menos desconcertante. Te has propuesto una meta y a ella vas. Eso inspira una gran confianza.

—¡Ah, no te quepa la menor duda! ¿Te vienes al agua otra vez?

Permanecieron allí, en el agua y en la arena, hasta que, a eso de las dos y media, Ana María vio llegar por el Paseo, majestuosamente, un coche gris, bastante parecido al que en Gerona usaba doña Cecilia para ir a la peluquería y a las mesas petitorias.

—¡Mis padres! Ahí vienen…

Ignacio pegó un salto y se puso en pie, enredándose con el cinturón del albornoz.

—Me voy pitando…

—¡Bueno! No tan de prisa…

—Sí, sí, me voy…

—No te vayas. Quédate por ahí cerca… —Ana María añadió—: Donde pueda verte aún.

Se dieron la mano, un tanto precipitadamente.

—¿Hasta cuándo estaréis en San Feliu?

—Hasta fin de mes, creo.

—Volveré.

—No quiero crearme ilusiones…

—Escríbeme.

—Descuida…

Ignacio se separó. Se fue hacia las rocas silbando. Acabó sentándose en ellas, cerca de los guardias, a los que saludó.

—Mucho calor, ¿eh?

—Figúrese… —Uno de los guardias se palpó la manga del uniforme y luego, enderezando el índice, señaló su tricornio.

Desde aquel punto exacto Ignacio pudo contemplar a placer cómo los padres de Ana María bajaban del coche gris. Don Rosendo Sarró: el hombre que olía los negocios y que hacía un viaje semanal a Madrid, era alto, deportivo. En efecto, no se le notaba la Cárcel Modelo y tenía sin duda autoridad personal. Sacó del interior del coche una enorme cesta de mimbre. La madre estaba más achacosa y tenía, pese al veraneo, la piel de color de leche.

Ana María no se levantó siquiera para saludarlos. Los recibió con frialdad, mientras hurgaba con el pie derecho la arena.

Ni siquiera pareció alegrarse cuando el padre abrió la cesta, que por lo visto pesaba lo suyo y que debía de contener la pesca de la jornada. En cambio, la madre hacía muchos aspavientos.

Ignacio, sin saber por qué, se sintió a disgusto, como un intruso. Fue a la caseta y se vistió. ¡Qué calor! Consiguió, en el momento de abandonar la playa, hacerle a Ana María una seña de despedida. Y se fue al paseo del Mar, donde un fotógrafo ambulante lo acosó para retratarlo.

—¡Que no, que no, que no me interesa! —El fotógrafo se sacó del bolsillo un bloc y un lápiz.

—¿Le hago una caricatura?

—Otro día, amigo…

Ignacio se quedó solo. Le invadió un hambre atroz. Entonces miró hacia la montaña de San Telmo, que se erguía a su derecha, salpicada aquí y allá de manchas pardas entre los árboles. Eran las tiendas de campaña del Campamento de Verano que Mateo dirigía.

Su amigo estaría allí, en su puesto, enseñándoles a los críos, a los soldaditos de plomo, a llamarse «acto de servicio» y «Alcázar de Toledo».

Emprendió viaje en aquella dirección. Volvió a silbar, como si estuviera contento.

Atacó la cuesta sin dificultad. ¿Sería cierto que la guerra lo había mejorado?

Físicamente, desde luego. Acostumbrado a las caminatas de Esquiadores, sus piernas le obedecían. De pronto advirtió que al caminar «marcaba el paso» y modificó el ritmo. A medida que ganaba altura, el mar abajo se le aparecía más transparente. Volvióse y miró hacia la playa que acababa de dejar. Pensó que uno de aquellos puntitos que veía sería Ana María y canturreó, pensando otra vez en Esquiadores, en las canciones a la luz de la luna:

Si te quieres casar con las chicas de aquí tendrás que irte a buscar capital a Madrid…

* * *

Por fin llegó a la puerta de entrada al Campamento. Dos flechas montaban la guardia. Un cartel colgando entre dos pinos decía: «CAMPAMENTO JUVENIL ONÉSIMO REDONDO».

Ignacio no se había equivocado al suponer que Mateo estaría allí, en su puesto.

Mateo se había tomado tan a pecho la idea de conseguir un Campamento modelo, que lo había previsto todo; desde el emplazamiento en aquella montaña —ideal, por cuanto una ermita se alzaba en la cumbre y los vientos eran sanos y estimulantes— hasta el suministro, que se efectuaba a diario desde Gerona por medio de camiones. Había escalonado y distanciado a propósito las tiendas para que los muchachos al subir y bajar para ir de una a otra pisotearan los matorrales y fueran creando nuevos caminos; pero desde cualquiera de dichas tiendas se rozaban los árboles con la mano y se veían el puerto de San Feliu en la hondonada y a la derecha la inmensidad azul.

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