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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (39 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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—No ocurrirá nada —dijo el general—. Hitler entrará en Varsovia, y sanseacabó.

Sin embargo, a su regreso al cuartel dio instrucciones al coronel Romero para que organizara un servicio permanente de radioescucha y ordenó a Nebulosa que colgara en la pared un gran mapa de Europa y preparase unas cuantas banderitas. Nebulosa, que prefería esos menesteres a guardar turno para doña Cecilia en la peluquería de señoras, cumplió con placer lo ordenado, pues ahora las banderitas no se clavarían en ciudades españolas. Nebulosa era de los convencidos de que el mundo entero se frotó con gusto las manos viendo a los españoles matarse entre sí.

Por su parte, el Gobernador llamó inmediatamente a Mateo y discutió con él, como siempre, las fórmulas idóneas para informar a la población. Acordaron que al referirse a las operaciones no emplearían nunca, bajo ningún pretexto, la palabra invasión —que era la utilizada por Radio París y por la BBC de Londres—, sino que dirían avance alemán. En cambio, popularizarían la frase guerra relámpago que, en vista del arrollador éxito inicial que obtenía el ejército del Führer, había empezado a emitir Radio Berlín.

—En resumen —concluyó el Gobernador—, vamos a dar la impresión de que se trata de un episodio más, sin importancia y que terminará en seguida.

Mateo asintió. Sin embargo, muy pronto había de producirse la sorpresa.

Exactamente cuarenta y ocho horas después, o sea, el 3 de septiembre, Inglaterra y Francia, dando un mentís a las autoridades gerundenses, afrontaron el riesgo y declararon la guerra a Alemania.

El Gobernador quedó mudo de asombro, lo mismo que Mateo y que el general Sánchez Bravo. Asombro que aumentó más aún al conocerse a renglón seguido la noticia de que Italia permanecería neutral, decisión basada al parecer en un informe que Mussolini pidió a sus generales, «los cuales estimaron que el ejército italiano no estaba preparado para afrontar un conflicto armado a escala europea o mundial». El camarada Dávila no hubiera osado imaginar siquiera que el eje Berlín-Roma fuese vulnerable bajo ningún aspecto y, por otra parte, no acertaba a explicarse que Mussolini, digno sucesor de los emperadores romanos, se expusiera a parecer débil ante los demás países. Mateo sugirió al Gobernador —recordando su reciente conversación con Aleramo Berti— que en la actitud italiana podían muy bien haber influido el rey, de espíritu escasamente combativo, y Ciano, pacifista a ultranza, pese a su porte arrogante. El Gobernador se acarició el vendaje de su dedo meñique y de un tirón se quitó las gafas negras, depositándolas sobre la mesa, como si tener descubiertos los ojos pudiera ayudarle a comprender.

En cambio, el hombre estimó lógico a todas luces que Franco se decidiera también por la neutralidad y que enviara a los países beligerantes un mensaje rogándoles «que localizaran el conflicto». «España no puede hacer otra cosa —sentenció el camarada Dávila—. España ha de dedicarse a la reconstrucción».

Bueno, la realidad era ésta: la guerra había estallado, cinco meses después de que en España hubiera «estallado la paz», expresión grata a «La Voz de Alerta», quien le daba un significado glorioso. Y ello había demostrado una cosa: que el Gobernador podía equivocarse… Eso le dijo Mateo a su jefe y amigo, en el despacho de éste, mientras, fruncido el entrecejo, el muchacho jugueteaba con su mechero de yesca. El Gobernador hizo un ademán de impotencia y comentó: «Es cierto, me equivoqué. Pero creo que se ha equivocado medio mundo». Y tomó las gafas negras y se las colocó de nuevo.

Los acontecimientos se precipitaron. El día 8 las tropas alemanas entraron en Varsovia. Sin embargo, la guerra continuó aún y las emisiones del mundo entero se hacían lenguas del heroísmo de los polacos, al tiempo que anatematizaban la furia de los bombardeos que llevaba a cabo la aviación germana, a las órdenes del mariscal Goering.

Entonces, en plena hecatombe, saltó al aire otra sensacional noticia: los rusos, emulando el pretexto invocado por Hitler, el 17 de septiembre cruzaron también, por el Este, la frontera polaca, «al objeto de proteger a las minorías ucranianas y a los rusos blancos que había en aquella franja de territorio». La cosa estaba clara: Alemania y Rusia se disponían a repartirse Polonia, como quien se reparte un queso de bola, lo cual explicaba plausiblemente su reciente pacto de no agresión. El general Sánchez Bravo, después de analizar ante el mapa la operación confluente, comentó: «Sin embargo, hay algo que no entiendo. Los territorios que se anexiona Alemania son ricos —Cracovia, la Alta Silesia, etcétera—; en cambio, los territorios que se anexiona Rusia son pobres y pantanosos». Luego añadió: «Tal vez lo que buscan los rusos sea disponer de mano de obra».

Como fuere, el ataque soviético hizo suponer a los comentaristas internacionales que Inglaterra y Francia declararían también la guerra a Rusia, pero se equivocaron.

Ambas democracias se limitaron a enviar, a través de sus embajadores en Moscú, una nota de protesta.

Este hecho sublevó de modo especial a José Luis Martínez de Soria.

—¿Habráse visto? —barbotó el hermano de Marta—. Los rusos realizan una acción idéntica a la de los alemanes: vulnerar la frontera polaca, y las democracias se limitan a protestar. ¡Ah, claro, Rusia es intocable! Papaíto Stalin se enfadaría. El peligro es Hitler; Stalin, no. Stalin es un corderito que sólo asusta a los «fascistas» españoles.

Mateo tomó buena nota de la sutil teoría de su camarada e hizo de ella el punto de partida de sus comentarios en
Amanecer
y en la emisora local de radio.

Cabe decir que la estrategia de Mateo hizo mella en la mentalidad común. Y es que buena parte de la población gerundense era, ya con anterioridad a la guerra española, germanófila. Lo era por adhesión de difícil análisis. Julio García, en tiempos, había hablado «de admiración por los científicos y por la capacidad de trabajo del pueblo alemán»; David y Olga habían especulado sobre «el posible recuerdo de Carlos V»; el melómano doctor Rosselló lo atribuía, sobre todo, «a Beethoven y a Schumann». No se sabía… El caso es que personas tan al margen de la política como Damián, el trompeta de la
Gerona Jazz
, y don Eusebio Ferrándiz, el jefe de Policía, eran germanófilas. Y para citar un ejemplo príncipe, estaba el caso de las hermanas Campistol, las cuales, desde el día 1 de septiembre, en su taller de modistas rezaban cada día el rosario para que Alemania consiguiese la victoria.

Naturalmente, Galindo, uno de los que habían vaticinado que Alemania no se limitaría a soltar discursos, se presentó en el Café Nacional exhibiendo una caricatura de Hitler, realizada con su máquina de escribir, en la que el bigote acharlotado del dictador alemán empezaba a afilarse por los extremos y a extenderse por Europa. La caricatura obtuvo franco éxito, lo que Galindo aprovechó para decirle a Matías: «Una vez me preguntó usted cuándo se decidirían los ingleses a decir:
stop
. Pues bien, ahí lo tiene. Ya se han decidido». Por su parte, Jaime, el repartidor de
Amanecer
, en el plazo de dos semanas gastó casi entero un lápiz rojo a base de subrayar aparatosamente, en el ejemplar del periódico destinado a los Alvear, los textos entresacados de los discursos de Goebbels y referidos a la «incuestionable supremacía del superhombre ario».

Con todo, mucho más dolido que los amigos de Matías lo estaba el padre Forteza.

El padre Forteza estimaba que la conquista de Polonia por los nazis significaba una pérdida irreparable para la Iglesia, pues no podía olvidarse que Polonia era la vanguardia católica en el Este, en el mundo eslavo. El jesuita había recibido a la sazón una carta de un padre de la Compañía, residente en Bélgica, en la que éste le contaba «que los soldados polacos estaban luchando con crucifijos en el pecho y que en todas las iglesias de la nación los fieles cantaban: Señor, líbranos de esta guerra que nosotros no hemos querido». Por otra parte recordaba, de su estancia en Alemania, frases y comentarios de Hitler referidos a la religión: «El Cristianismo es un invento de cerebros enfermos y un fermento de descomposición». «Una revolución no se hace con santos». «He decidido que en mi entierro no haya un solo cura en diez quilómetros a la redonda». Etcétera.

El padre Forteza estuvo tentado de hacer, ¡otra vez!, una visita al Palacio Episcopal para suplicarle al obispo que las autoridades gerundenses se abstuvieran de cantar a diario las excelencias del III Reich; pero, después de un intercambio de impresiones con mosén Iguacen, el familiar del prelado, desistió. Mosén Iguacen le anticipó la respuesta: aquello era política, y la política escapaba a la jurisdicción eclesiástica.

—¡Por los clavos de Cristo! ¿Puede considerarse política el que una nación persiga al catolicismo?

Mosén Iguacen, cada día mejor guardaespaldas, replicó, acariciándose las puntas de los dedos:

—¿No estará usted exagerando, padre? La Iglesia germánica parece gozar de buena salud. ¿Tiene usted noticia de que los obispos alemanes hayan condenado públicamente la acción de Hitler?

Los hechos dieron la razón a mosén Iguacen. El doctor Gregorio Lascasas, pese a haber nacido en Aragón, no se decidió a actuar. Se limitó a ordenar que en todas las parroquias de la diócesis se hicieran «rogativas en pro de la paz del mundo».

En el
Casino de los Señores
brotaron comentarios para todos los gustos. «La Voz de Alerta» se alegró de que Mussolini no se hubiera aliado bélicamente con Hitler. El notario Noguer declaró que la opinión de
Amanecer
, según la cual «la lucha entre las democracias y la Alemania nazi era la lucha entre un gato y un león», le parecía exagerada. «A los franceses no les gusta la guerra; de acuerdo. A los ingleses tampoco. Pero ¡quién sabe lo que puede ocurrir! ¿Y si a los Estados Unidos les da por declararse también beligerantes?».

Inesperadamente, se unió al grupo antialemán un personaje recién llegado a la ciudad: el doctor Andújar. El doctor Andújar, compañero de carrera del doctor Chaos —aunque especializado luego en Psiquiatría—, en virtud de las gestiones realizadas por éste, acababa de llegar a Gerona para posesionarse del cargo de Director del Manicomio, ¡que buena falta hacía! Hombre muy católico, padre de familia numerosa y amante de la paz, su opinión fue concreta: no era seguro, ni mucho menos, que una vez rendida Polonia todo hubiera terminado. El conflicto podía continuar y extenderse. Y si se extendía, «Inglaterra podía muy bien darle el vuelco a la situación, habida cuenta de que las guerras largas solía ganarlas quien dominaba el mar».

El mar… Esta palabra produjo en el
Casino de los Señores
un impacto comparable al que, al oírla, recibía en su cerebro el pequeño Manuel. «La Voz de Alerta», que ocho días antes había repasado una voluminosa Historia Naval, por habérsele ocurrido escribir una «Ventana al mundo» dedicada al tema
Los océanos
, asintió a la original tesis del doctor Andújar. «Es cierto —dijo—. Inglaterra, en el mar, no tiene rival».

Sin embargo, la reacción más violenta a raíz de los acontecimientos corrió a cargo —no podía ser de otro modo— de Manolo Fontana y Esther, quienes habían cancelado precipitadamente su veraneo. Manolo, que no sólo había obtenido la licencia, sino que disponía ya de piso propio, precisamente el que perteneció a Julio García, manifestó que José Luis Martínez de Soria, en sus investigaciones sobre la figura de Satán, tropezaría sin duda con el nombre de Hitler. Estaba furioso con Mateo, quien había trascrito en
Amanecer
un artículo de fondo de Núñez Maza publicado en un diario madrileño y que decía literalmente: «Excepto Alemania, Italia, Portugal, España y el Japón, el resto del mundo es masonería y comunismo, es decir, escoria».

Manolo, más que nunca, y ahora a modo de desafío, fumaba tabaco rubio inglés. Y si bien en lo íntimo de su corazón le temía al III Reich, al enterarse de que Churchill había sido nombrado Primer Lord del Almirantazgo, se sintió esperanzado. «Entre un universitario como él —dijo— y un astrólogo supersticioso como Hitler, me inclino por el primero…». Por su parte, Esther, en sus conversaciones con María del Mar, con la viuda Oriol, con Marta, etcétera, comparaba maliciosamente los nobles atributos de la corona inglesa con los de la cruz gamada,
svástica
, de los nazis, que en principio fue privativa de los salvajes adoradores del sol. «Son pequeños matices, ¿verdad?».

María del Mar se abstenía de opinar. Ella no entendía de «política internacional».

Marta, en cambio, que leía la revista «Signal», le objetaba a Esther que tan delicadas especulaciones no modificarían las bases del conflicto. «El pueblo alemán ha recibido con júbilo la decisión del Führer. Los alemanes están como un solo hombre a su lado y lo obedecerán hasta el final».

¿Y doña Cecilia? ¿Qué opinaba doña Cecilia, hija de un lechero de Palencia y alérgica a los periódicos y a la geografía? Doña Cecilia, en una de las visitas que le hizo a Esther —le gustaba horrores la tarta de nata que ésta le preparaba—, exclamó de pronto:

—¡Hay que ver esos ingleses! ¡Mira que declararle, así por las buenas, la guerra a Alemania!

En cuanto Polonia se rindió —la guerra relámpago fue una realidad—, la opinión general, que ni siquiera se enteró de los comentarios de los disidentes, fue que la suerte estaba echada; en consecuencia, la tensión de aquellas jornadas disminuyó. La expresión más plástica de esta postura, de este cansancio por los avatares bélicos, la dieron los hermanos Costa. Los hermanos Costa, en la cárcel, a raíz de dicha capitulación, les dijeron a los demás reclusos: «¡A ver si olvidamos de una vez este asunto de los polacos! Aquí lo que conviene es organizar campeonatos de ajedrez y fundar un orfeón».

Santas palabras… En resumidas cuentas, ésa era la tesitura de las autoridades… No dejarse avasallar por lo que ocurriera más allá de las fronteras. Ocuparse más que nunca de los problemas internos. «España ha de dedicarse a la reconstrucción».

El mes de septiembre era propicio para ello. El calor había disminuido y el calendario marcaba la hora de reanudar la actividad en la provincia. Se necesitaban postes de gasolina; pues a crearlos, concediéndoles la preferencia a los Caballeros Mutilados. Se necesitaban estancos; pues a abrirlos donde fuera preciso, adjudicándolos a las viudas de los «caídos». En Gerona hacía falta una barbería de lujo: ahí estaba un tal Dámaso, dueño de una perfumería,
Perfumería Diana
, para inaugurarla en un entresuelo de la Rambla, con éxito espectacular, pese a que había que subir unos escalones.

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