Todo el mundo desfiló ante la mesa petitoria. De vez en cuando Esther proponía: «Deberíamos ir guardando el dinero en alguna bolsa». Doña Cecilia se oponía: «¡De ningún modo! Que se vea, que se vea el montón». En un balcón cercano había un hombre paralítico, vejete, que lo contemplaba todo desde su sillón de ruedas y que también en sus años mozos había desfilado marcialmente.
Momentos antes de cerrar la mesa se produjo la sorpresa: llegaron las esposas de los hermanos Costa y entregaron a doña Cecilia, en nombre de sus maridos, un sobre más misterioso que los demás, que contenía un cheque doblado.
Doña Cecilia lo desdobló y al leer la cantidad casi se santiguó.
—¡Pero…!
Las esposas de los hermanos Costa inclinaron la cabeza y se retiraron.
Doña Cecilia tuvo un acceso de tos. ¡Diez mil pesetas! Volvióse hacia sus amigas blandiendo el papel.
—¡Pero…! —repitió—. ¿Creen ustedes que debemos admitirlo?
María del Mar, que había leído también la cantidad, exclamó:
—¡No faltaría más!
La viuda de don Pedro Oriol corroboró:
—A caballo regalado, no le mires el diente.
Doña Cecilia dejó caer, en ademán dubitativo, el cheque sobre la bandeja, coronando el montón de billetes. Y tocándose el sombrero comentó:
—Esos hermanos Costa… ¿qué pretenderán?
* * *
Celebráronse las «Comidas de Hermandad», durante las cuales las autoridades hicieron una admirable demostración del alto espíritu de convivencia que las animaba.
«La Voz de Alerta» —haciendo caso omiso de los sarcasmos del doctor Chaos— almorzó con sus grandes protegidos: los ancianos del Asilo, los cuales, al verlo entrar en el comedor, y obedeciendo instrucciones de las monjas, se pusieron en pie y extendiendo tímidamente el brazo, gritaron: «¡Viva el señor Alcalde!». «La Voz de Alerta» compartió con ellos el pan y la sal y escuchó por centésima vez las aventuras de aquellos «que habían visto nacer la electricidad», o habían sido marinos, o habían estado en la guerra de Cuba.
El notario Noguer, presidente de la Diputación, accedió al ruego de su gran amigo el profesor Civil y presidió el almuerzo en los comedores de Auxilio Social. Aquel día las muchachas de la Sección Femenina habían puesto una flor en el plato de cada niña.
Los manteles relucían y había guirnaldas en el techo. Los chicos parecían estar contentos, tal vez porque el notario Noguer los obsequió con caramelos. Sin embargo, el aspecto de la mayoría de ellos daba grima. Al notario le dieron pena especial los niños bizcos. Había muchos, ignorándose la causa. Cuando levantaban la cabeza era imposible saber adonde miraban, sí a la calle, al ilustre huésped o a letrero que había detrás de la mesa presidencial y que decía: «Ni un hogar sin hambre, ni un español sin pan».
Mateo celebró el ágape de hermandad en el Hotel Peninsular, con los ex combatientes y los ex cautivos. A su derecha, su padre, don Emilio Santos; a su izquierda, Jorge de Batlle. Asistieron representaciones de los pueblos. A lo largo de la comida quedó bien patente que haber combatido en las trincheras o haber sufrido encarcelamiento eran dos mundos tan distintos como el frío y el calor. Mateo, al brindar, dijo que sufrir era en cualquier caso servir a España y propuso enviar al Caudillo un telegrama de adhesión inquebrantable, propuesta que fue aceptada por unanimidad.
El Gobernador… jugó la carta grande. Presidió la comida extra en la cárcel, así como el general presidió el rancho extraordinario en los cuarteles. El Gobernador sentó a su derecha al jefe de prisión y a su izquierda ¡al padre Forteza! Las mesas fueron instaladas en el patio, al aire libre. Imposible reunir allí a la totalidad de los detenidos; se efectuó un sorteo, aunque algunos declinaron el honor. Asistieron doscientos reclusos. El Gobernador, en el discurso final, habló de «próximos indultos» y de que empezaría a construirse en seguida un establecimiento penitenciario decente en el vecino pueblo de Salt. El vino había animado a algunos de aquellos hombres. Uno de ellos lo interrumpió: «¡Gobernador! ¿Por qué no nos traen de vez en cuando alguna mujer?». Hubo una risotada. «¡Sí, sí, eso es!». Otro pidió poder ver a los familiares más a menudo. Otro se lamentó de no saber todavía por qué estaba allí… El Gobernador procuró dar en cada caso con la respuesta adecuada. De pronto, se inclinó hacia el padre Forteza y le dijo, en voz baja: «Ahora hábleles usted, padre». El padre se negó. Lo que quería era huir lo antes posible y arrodillarse en su celda a los pies de la Virgen. El Gobernador entonces cerró el acto diciendo: «¡Bueno, ahora se procederá al reparto de tres paquetitos de tabaco para cada uno!».
Celebróse también comida extra en muchos hogares, mientras los altavoces no cesaban de gritar: «¡Arriba España!».
A media tarde tuvo lugar en la piscina la
Fiesta del Productor
, de la que
Amanecer
venía hablando desde hacía dos semanas. La presidió el Delegado Sindical, camarada Arjona. Asistieron a ella representaciones de gran número de empresas de la ciudad y provincia. Se había anunciado «gran baile», de modo que la piscina se abarrotó también de sirvientas. El bar permanecía abierto a discreción y las consumiciones serían gratis, con barriles de cerveza y horchata.
El primer número del programa consistió en una sesión de patinaje artístico —una pareja contratada en Barcelona—, que dibujó arabescos en la pista y que arrancó grandes aplausos. Luego, inmediatamente, el plato fuerte: danzas y cante flamencos. El éxito fue apoteósico. Los trajes de lunares revolotearon como grandes mariposas borrachas, mientras las guitarras bordoneaban y los cantaores, extraídos de la colonia andaluza que habitaba en el castillo de Montjuich, le sacaban gran partido a las penitas del alma.
El gran triunfador fue un gitanillo de unos trece años, de mechón negro sobre la frente, ignorado hasta el momento. Hizo diabluras bailando e improvisó un zapateado que electrizó a la concurrencia. Era protegido del patrón del
Cocodrilo
, que lo había rescatado de los cubos de basura, le daba de comer en el bar y le había sugerido un afortunado nombre artístico: «El niño de Jaén». Marta, que se presentó de repente con su escolta de muchachas, se quedó atónita al oírle tocar las castañuelas. Ni que decir tiene que los campesinos bajados de la aldea y las sirvientas acabaron acompañándolo con palmas y gritos de «¡Ole tu mare!». El Delegado de Sindicatos, camarada Arjona, le dijo a Marta: «Esa gente olvidará en cuatro días las sardanas y acabará bailando por soleares». Marta le objetó: «No seas tan optimista. Lo que pasa es que ese gitanillo es un huracán».
Luego, el «gran baile». ¡Ah, los «productores» estaban de suerte! Eran los mimados de la hermosa jornada patriótica. Subió al tablado, expresamente para ellos, la
Gerona Jazz
, capitaneada por su director, el popular «Damián», que era el trompeta solista. Un músico con ideas nuevas, lo que demostró presentando la increíble novedad: un micrófono. Cuando Damián lo tomó en su mano como si fuera a estrangularlo y anunció, con gran solemnidad: «¡Distinguido público, para empezar, un pasodoble!», sus palabras resonaron como un trueno y los obreros tuvieron la íntima sensación de que realmente empezaba para ellos una nueva era.
La enorme pista que había servido para patinar llenóse de parejas: albañiles, mecánicos, obreras de la fábrica Soler, Montse, la criada de «La Voz de Alerta», ¡tantos y tantas! La
Gerona Jazz
situaba en trance a aquellos hombres y mujeres, cuyas mejillas se acercaban como atraídas por un imán. Y cuando Damián elevaba al cielo su trompeta, los más sensibles a la música paraban de bailar y se quedaban mirándolo sin saber si el artista se había quedado definitivamente en éxtasis o si se caería muerto de un colapso.
El baile de los «productores» significó un gran consuelo para el camarada Arjona, Delegado de Sindicatos, a quien el Gobernador había hecho saber que estaba descontento de su labor. No hubo más que un momento delicado: aquél en que entraron en la piscina, atraídos por la música que en la Dehesa se oía desde muy lejos, unos cuantos oficiales del Ejército. Eran oficiales jóvenes, entre los cuales figuraba el alférez Montero. Los «productores» temieron que, abusando de su condición, provocaran a las muchachas, pero no hubo tal. Bebieron un par de cervezas, repartieron sonrisas amistosas y se fueron, dejando tras sí un halo de jerarquía y de buenas maneras.
En resumen, todo perfecto, incluido el remate de la concentración, que consistió en un pródigo sorteo de obsequios: frascos de agua de colonia y de perfume para las muchachas, y pastillas de jabón y tubos de pasta dentífrica para los hombres. Cumplíase con ello uno de los propósitos básicos de la reeducación: enseñar al pueblo que la higiene era tan importante como la obediencia.
A las ocho y media de la noche, fin del programa de festejos: los fuegos artificiales.
Fuegos artificiales que, coincidiendo con la agonía del sol tras las montañas de Rocacorba, fueron lanzados desde el Puente de Piedra, cuyos alrededores fueron desalojados al objeto de evitar accidentes.
Acudió entera la población gerundense. En honor a la verdad, los fuegos resultaron muy inferiores a los que tenían lugar antaño, el último día de las Ferias y Fiestas de San Narciso. Por deficiencias propias del trabajo en la posguerra fallaron muchos cohetes y muchos petardos. Pero el cielo se tachonó de estrellas y abriéronse palmeras multicolores, encandilando a todo el mundo, grandes y chicos, sobre todo a quienes contemplaban el espectáculo desde cualquier altura de la ciudad. Naturalmente el padre Forteza, después del mal rato pasado en la cárcel, se reconcilió con la jornada patriótica, aniversario del Alzamiento. Desde una azotea estratégica —la de la casa del notario Noguer— contempló aquel despliegue feérico y aplaudió a rabiar; pues nada lo satisfacía tanto como que alguien derramara poesía sobre el mundo.
Para rubricar los fuegos se había previsto, como era de rigor, una traca final, con aspas que al girar fueran iluminándose paulatinamente hasta terminar formando la clásica inscripción: VIVA EL 18 DE JULIO. La traca retumbó; pero la inscripción fue un fiasco. Sólo aparecieron, por espacio de unos segundos, entre el silbido de las aspas, la palabra VIVA y la palabra JULIO. La coincidencia divirtió de lo lindo a Matías Alvear, quien, acodado en el balcón de su casa, sobre el río Oñar, presenciaba la luminosa ceremonia. «VIVA… JULIO». ¿No era curioso? Matías, de llevar puesto el sombrero, hubiera enviado con él un saludo a París, a su amigo, el ex policía.
El pequeño Eloy se alegró de que los fuegos artificiales terminasen, porque su estruendo le recordó, según dijo, el bombardeo de Guernica.
Luego, cuando dicho estruendo cesó y planeó el silencio oscuro y sudoroso en las calles, la gente se dispersó. El Patronato Parroquial de Mujeres se fue a la iglesia del Mercadal a dar las gracias. Las parejas abarrotaron los cafés, habida cuenta de que el olor a pólvora les había secado la garganta. En cuanto a los soldados, en un santiamén invadieron el barrio de la Barca. Sí, la Andaluza, en cuestión de un par de horas, recuperó con creces todo lo perdido la víspera por culpa de la confesión organizada en los cuarteles a petición del señor obispo.
El mes de agosto cayó sobre la ciudad y con él el calor del principio del verano se intensificó de tal suerte que
Amanecer
lo calificó de tórrido.
Ya no se trataba de que las hermanas Campistol abrieran los balcones para airear el taller y que el Oñar oliera mal; todo el mundo buscaba donde fuere un poco de brisa, y habían aparecido en el río y por todas partes enormes ratas, como aquellas de los almacenes del Collell a las que César no se atrevía a pegar puntapiés.
La vía del tren, por la que solían pasear algunos sacerdotes y algunos veteranos clientes de la Sección de Cupones del Banco Arús, a la hora del sol aparecía desierta, y el asfalto de las calles ardía. La gente joven se aflojaba el nudo de la corbata, mientras las criadas chapoteaban a gusto en el lavadero. En cuanto a los ancianos, los mejores estrategas de la ciudad en estos lances, buscaban como siempre el fresco de los soportales de la Rambla o de la plaza Municipal; o se iban a la Catedral a ocupar durante un rato los sillares de los canónigos; o se iban a la Dehesa. Sí, muchos de ellos se iban a la Dehesa, en compañía de su bastón, y allí se sentaban, en los bancos construidos con piedra milenaria. Parecían esperar la muerte, pero no era así; en realidad observaban, como hacía Dimas en el frente de Aragón, la minúscula vida animal que pululaba a sus pies, y al propio tiempo estaban pendientes de las bandadas de niños que inesperadamente brotaban de los árboles y se les acercaban, simulando amenazarlos con pistolas y con puñales de juguete.
No faltaban quienes buscaban el alivio del Museo Diocesano, por cuyas salas mosén Alberto, pletórico de entusiasmo —aunque su salud no fuese tampoco la de antes—, se pasaba las horas catalogando las piezas que conseguía recuperar.
Recientemente, el Servicio de Fronteras le había devuelto algunas arcas antiguas, algunos cuadros y un par de imágenes; y, como adquisición inédita, cabía mencionar que el nuevo comisario de Excavaciones lo había obsequiado con una calavera encontrada en los alrededores de Ampurias.
Por las calles y aceras la gente hubiera ido gustosa ligera de ropa, pero la íntima sensación de que aquello recordaría la época «roja», la «grosería» de los milicianos, hacía que todo el mundo procurase guardar la compostura. Todo el mundo, excepto un discreto porcentaje de mujeres, que de pronto aparecieron exhibiendo blusas atrevidas, bajo las cuales asomaba la carne temblorosa. De hecho dichas blusas —blancas, rosas, verdiazules, como las estrellas de los fuegos artificiales— fueron multiplicándose y parecieron adueñarse de la ciudad. Ésa era la cuestión.
El señor obispo podía ordenar la separación de sexos en los baños de la piscina y vigilar el tamaño de los slips usados en el Ter; pero el leve temblor de la carne de las mujeres escapaba a las ordenanzas. También escapaban a las ordenanzas el sudor de los enfermos en los pisos sin ventilación y el martirio de los fogoneros que debían alimentar de carbón las máquinas de los trenes.
Podía hacerse una salvedad: las noches refrescaban un poco. De ahí que las mesas de los cafés, sobre todo de los cafés de la Rambla, se llenasen después de cenar de hombres que, al igual que los panaderos, salían a fumarse unos pitillos y a charlar. Se organizaban agradables tertulias, diálogos sin prisa, interrumpidos de vez en cuando por las campanadas del reloj de la Catedral, que a aquella hora sonaban con gótica majestad.