Ha estallado la paz (16 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Mateo se rió, recordando que Pilar acostumbraba a dibujarse en la misma uña una cara de monja. La expresión plástica de la personalidad del padre Forteza era su celda, en la que recibía a los congregantes. Tenía un aspecto revoltoso y deportivo que hubiera sacado de quicio al rígido Cosme Vila. Libros en desorden, un pajarito amarillo en una jaula, objetos mil y ropa tendida a secar. En efecto, siempre colgaban de una cuerda tensa, atada a la ventana, calcetines y pañuelos, pues el padre Forteza gustaba de lavarse él mismo esas prendas en el lavabo. Más de una vez había oído en confesión mientras lavaba una camisa. Porque el padre Forteza se negó desde el primer momento a confesar a los chicos en el confesonario. «El confesonario es para las mujeres, que no hacen más que contar chismes. Vosotros en mi celda, dándome la cara y recitando los pecados en voz alta, que es lo que os hará rabiar».

La celda del padre Forteza cobró pronto tal celebridad que no faltaron muchachos que se inventaron graves culpas con el solo objeto de poder verla. Aunque el jesuita, que no se dejaba engañar, después de escuchar con paciencia le decía al presunto arrepentido: «Ahora arrodíllate y confiésate de haberme contado esta sarta de embustes».

La Congregación Mariana perseguía dos objetivos principales: la devoción a la Virgen —por eso sus afiliados llevaban cinta azul celeste— y crear un sentimiento cristiano jubiloso. El padre Forteza no concebía el maridaje religión-tristeza. «¿Existe o no existe el reino de Dios?». «Yo, a veces, ante el Sagrario, sufro verdaderos ataques de risa, no lo puedo remediar». De ahí que la imagen de la Virgen que encargó para que presidiera el altar de los congregantes no fuera una Dolorosa, sino una Virgen-doncella, casi niña, con los párpados dulcemente bajos. Una virgen que invitara a la amistad, al coloquio íntimo, que provocara una sensación optimista. De ahí también que en sus conversaciones se abstuviese sistemáticamente de aludir al pecado original y a otras realidades similares.

—Padre Forteza, ¿y el infierno?

—Hablaremos de él cuando llueva.

—Padre Forteza, ¿y la muerte?

—Por favor, llamadla Hermana Muerte.

—Padre Forteza, ¿y la cruz?

—Es la más jovial silueta que existe.

—Padre Forteza, ¿podemos fumar?

—Yo, a vuestra edad, me fumaba unos puros que parecían cañones.

Los muchachos lo seguían; algunos, con fanatismo. Alfonso Estrada decía de él: «Tal vez esté loco. Pero si lo está, ¡viva la locura!».

El padre Forteza olía a agua de colonia. Frotarse con ella la nuca y el pecho era la única voluptuosidad que se permitía. Su redonda tonsura era visible a distancia y si le daba el sol despedía destellos. En cierto modo el jesuita se parecía a Arco Iris, el miliciano que en el frente de Aragón se disfrazaba con tanto arte. Usaba un reloj de bolsillo del que, al levantar la tapa, brotaba una graciosa musiquilla, la melodía de los peregrinos de Lourdes. En la sacristía había colgado un calendario atrasado, del año 1929. «Ese año canté misa. Ahí me planté».

Utilizaba un breviario de tapas rojas alegando que el color negro lo ponía nervioso.

No faltaban, en la ciudad, gentes que se mostraban escandalizadas por algunas de las singularidades del padre Forteza. En algunos conventos las monjas, al enterarse de que el jesuita «soltaba carcajadas ante el Sagrario», se pusieron a rezar por él. «¡Dios mío, el diablo andará por ahí!». Doña Cecilia, la esposa del general, le oyó un sermón y diagnosticó: «A ese hombre le convendría hacer el servicio militar». Carmen Elgazu le censuraba que les hiciera poco caso a las mujeres. «Las mujeres influimos tanto en los hombres, que no escucharnos es una equivocación. Además, con eso lo único que consigue es que sábados y domingos hagamos cola en su confesonario». Era cierto. Las hermanas Campistol, y otras muchas mujeres como ellas, esperaban con ansia a que llegara el fin de semana para ir a confesarse con el padre Forteza, sin que las desmoralizara que el jesuita les impusiera, por cualquier nimiedad, penitencias tremebundas.

El padre Forteza tenía muchos proyectos. Pero antes de ponerlos en práctica quería conocer más a fondo la ciudad. Los años de ausencia de España lo habían desconectado un poco de ciertas constantes de la raza. Ahora, desde su regreso, vista la orientación de las autoridades y habiendo auscultado el pálpito de la gente, les decía a los muchachos:

—No entiendo nada de nada, ésa es la verdad. Vivo en el limbo.

Por supuesto, el padre Forteza sufría de una limitación: no había vivido la guerra, sólo supo de ella por los periódicos alemanes. Por tanto, al escuchar ahora los relatos directos iba de sorpresa en sorpresa. «¡No es posible!», exclamaba una y otra vez.

Tales relatos iban dirigidos, naturalmente, a convencerlo de que la consigna «ni perdonaremos ni olvidaremos» tenía amplia justificación. Ahí el jesuita negaba con la cabeza. «Eso, ¡jamás! Eso no es evangélico».

—Usted no vivió esto, padre —argumentaban los propios sacerdotes—. Usted no conoció a Cosme Vila ni al Responsable. Le juro que si hubiera vivido en zona roja opinaría de otro modo.

Un día el padre Forteza habló del asunto con Agustín Lago, el Inspector Jefe de Enseñanza Primaria, quien también acudió a su estrambótica celda a confesarse con él.

Agustín Lago le dijo:

—Ya conocerá usted la frase famosa: «Lo que para un italiano es un crucigrama y para un alemán un enigma, para un español es un problema en el que cree jugarse el honor e incluso la eternidad».

El jesuita le objetó que, aun suponiendo que dicha frase encerrara una verdad, lo más perentorio era luchar contra ella y en consecuencia cancelar lo más urgentemente posible el clima de victoria.

—Perpetuar rencores es inadmisible, hijo mío. Hay que combatir el error, de acuerdo. Eso es lo que hace mi hermano, misionero en el Japón. Pero por encima de todo debe respetarse a las personas, tanto más cuanto más equivocadas están.

Así las cosas, la víspera del Corpus Christi, por la mañana, el padre Forteza recibió la orden de presentarse en el Palacio Episcopal. Mosén Iguacen, el familiar del señor obispo, le dijo:

—Esta tarde, a las cuatro.

El jesuita supuso que el doctor Gregorio Lascasas quería darle el visto bueno a uno de sus proyectos: el de organizar, durante el verano, una serie de tandas de Ejercicios Espirituales, a puerta cerrada.

No fue así. El señor obispo le comunicó que le había elegido para asistir en la cárcel a los condenados a muerte.

El padre Forteza palideció, pues mosén Alberto le había hablado de las escenas vividas por él en la cárcel de San Sebastián.

—Pero… —murmuró el jesuita.

El señor obispo, doctor Gregorio Lascasas, se levantó y al tiempo que le daba a besar el anillo le dijo:

—Estoy seguro de que realizará usted una magnífica labor.

Capítulo VII

Tal como quedó convenido, Mateo acompañó a Ignacio al Gobierno Civil para presentarle al camarada Dávila y formalizar su incorporación al Servicio de Fronteras.

El Gobernador, advertido de antemano, los estaba esperando en su despacho, situado en el tercer piso del viejo caserón, de modo que el conserje se limitó a llamar a su puerta con los nudillos y a anunciar:

—Ya están aquí.

—¡Que pasen! —se oyó.

Segundos después los muchachos entraban en el despacho. El Gobernador se había levantado para salir a su encuentro.

—¡Adelante, amigos! ¡Adelante!

Holgaban las presentaciones. Así que el camarada Dávila, después de saludar a Mateo levantando el brazo, se dirigió a Ignacio y le estrechó con efusión la mano.

—¡Tenía ganas de conocerte!

—Yo también.

El gobernador dio media vuelta para dirigirse a su mesa, y mientras les indicaba a los muchachos que se sentaran donde mejor les pareciera, le dijo a Mateo:

—¿Sabes desde qué hora estoy aquí? ¡Desde las siete!

Mateo se rascó la cabeza.

—¡Ah, claro! La política es homicida.

El Gobernador abrió los brazos con estudiada comicidad.

—Pero nos morimos a gusto ¿verdad?

—Desde luego.

El camarada Dávila se sentó y se disponía a añadir algo, pero en ese momento exacto Mateo, inesperadamente, señaló un jarrón de flores que había en la mesa y preguntó con sobresalto:

—¿Qué ha pasado aquí, si puede saberse?

Sorprendido, el Gobernador miró en aquella dirección. Y soltó una carcajada.

—¡Qué voy a decirte, mi querido Mateo! María del Mar asegura que huelen bien…

Mateo torció el gesto.

—Tú sabrás.

Todos en su lugar, el Gobernador, que sin duda estaba de excelente humor, ofreció cigarrillos a los muchachos, que éstos aceptaron. Era evidente que aquella doble visita le agradaba. Él, como de costumbre, sacó su tubo de inhalaciones y echando la cabeza para atrás lo introdujo sucesivamente en sus fosas nasales y aspiró con voluptuosidad.

Ignacio, muy a pesar suyo, se sentía un poco cohibido. Por fortuna, Mateo echaba con naturalidad bocanadas de humo y ello lo tranquilizó.

El Gobernador depositó el tubo en la mesa y acto seguido, como dando a entender que no tenía prisa, abrió un preámbulo completamente al margen del Servicio de Fronteras. Primero y como hacía invariablemente con los «íntimos», le explicó a Ignacio el significado de un teléfono de color amarillo que tenía en la mesa. «Oficialmente, tengo línea directa con Madrid ¿comprendes? De manera que, cuando algún pelmazo viene a protestar por cualquier tontería, cojo este aparato, marco un número y simulo soltarle cuatro frescas al Ministro de la Gobernación… ¡Con ello el pelmazo se tranquiliza!; y yo también». Luego, y a raíz de un repentino acceso de tos, miró con ceño los cigarrillos que fumaban los dos muchachos y dijo: «He de hablar con tu padre, Mateo. La Tabacalera está sirviendo plantas venenosas». Por último, se refirió al conserje. «Es un tipo original. A los retratos de José Antonio les quita el polvo todos los días. En cambio, a los demás sólo una vez a la semana».

Ignacio, desde su sillón, inspeccionaba al camarada Dávila. Hubiera dado cualquier cosa para que éste se quitara las gafas negras. Sin verle los ojos ¿qué podía opinar?

Debía contentarse con admirar su enérgico mentón y su franca sonrisa. Y con oír su voz, bien timbrada.

—¡Bien, Ignacio! Ya te quitaste el uniforme ¿verdad? Te felicito.

—Muchas gracias.

Ignacio comprendió que le había llegado el turno… En efecto, así fue. El Gobernador, sin abandonar el tono amistoso en que venía hablando, inició el obligado interrogatorio a que debía someterlo. Pero el muchacho se sentía ya a sus anchas, pues sin duda aquel hombre, montañés de pro y primera jerarquía de la provincia, era tal y como se lo habían descrito.

—Si mal no recuerdo, estuviste en Esquiadores ¿verdad?

—Sí. En el Pirineo.

—Pocos tiros, supongo.

—Pocos…

El Gobernador apartó con la diestra una lámpara de mano, que le limitaba el ángulo de visión.

—Mateo me dijo que fuiste seminarista.

—Sí, pero lo dejé.

—¿Qué te ocurrió?

—Me obligaban a llevar medias negras.

—¿Cómo? ¿Es verdad eso?

—Y tan verdad. Preferí dedicarme a la Banca…

—¡A la Banca! Menuda responsabilidad… Ignacio abrió los ojos en expresión socarrona.

—¡Oh, sí, tremenda! Entré de botones en el Banco Arús. El Gobernador, al oír esto, hizo un gesto que Mateo, que lo conocía, tradujo por Visto Bueno.

—De modo, que conoces a fondo a la Iglesia y al Capitalismo, ¿no es así?

—Así es.

—¡Muy interesante! En este país es condición absolutamente indispensable.

El diálogo era tan cordial que Ignacio estaba feliz. Pero he ahí que en ese momento, bruscamente, sonó el teléfono… negro. El Gobernador murmuró: «Prefiero el otro…»

No obstante, atendió a la llamada, aunque con aire displicente. Algo le comunicarían que le produjo contrariedad. «Conforme, conforme —repitió varias veces—. Iré esta misma tarde. Que me esperen». En cuanto colgó, su expresión se había alterado.

Los dos muchachos quedaron a la espera. El Gobernador permaneció unos segundos ajeno a la situación, repiqueteando en la mesa con el cortapapeles. Mateo le preguntó:

—¿Ocurre algo?

El Gobernador se encogió de hombros y regresó a la realidad.

—¡Bah!

Ignacio se movió en el sillón. Entonces el Gobernador se dirigió a él, otra vez en tono amable.

—¡Bueno! —exclamó—. Me veo obligado a abreviar la entrevista… Así, pues, vamos a resolver lo tuyo, si te parece bien.

Ignacio asintió.

El Gobernador se concentró un instante, juntando los índices y llevándoselos a los labios.

—Me encantará tenerte en Fronteras. De veras, me encantará… —Marcó una pausa—. Mateo te puso ya al corriente de mi proyecto ¿no?

—Sí, algo me dijo.

—Mira, Ignacio. Me gustaría que fueras mi enlace personal. Necesitaba un muchacho de confianza y tú puedes serlo. Mi enlace con nuestro Servicio en Figueras y con nuestro Consulado en Perpignan. Así que, si no te importa, tendrás que viajar a menudo…

—No me importa. Me gusta viajar… El Gobernador prosiguió:

—El jefe en Figueras es el coronel Triguero. Estarás a sus órdenes. Él te presentará, en Perpignan, al que lleva todo este asunto de los exilados. Un paisano mío, que se llama Leopoldo. Te gustará conocerlo, ya verás.

Ignacio asintió de nuevo y se mantuvo a la espera.

—Eso del Servicio de Fronteras es más complicado de lo que parece ¿sabes? Nos ocupamos también de recuperar los tesoros y las obras de arte que los rojos se llevaron en su huida… ¡En fin! Sería demasiado largo explicártelo ahora. Mejor que vayas enterándote poco a poco…

—De acuerdo.

Sobre la mesa había un montón de sobres verdes que habían llamado la atención de Ignacio. El Gobernador tomó uno de ellos y le dijo:

—Ésa será una de tus principales misiones: llevar esos sobrecitos verdes al coronel Triguero… procurando que no te los roben en el tren.

En su deseo de hacerse agradable, Ignacio preguntó:

—¿Las señas del coronel?

El Gobernador sonrió.

—Van en los sobres…

—Ya… —El muchacho añadió—: ¿Cuándo empiezo?

El camarada Dávila se tocó con el índice la nariz.

—Podrías empezar hoy…

Ignacio guardó un silencio. Luego rogó:

—¿No podría ser mañana? Esta tarde habíamos pensado celebrar un baile. El baile de los supervivientes…

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