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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (38 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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¡Y cuántas sorpresas iban a recibir en ese hogar de Gerona, que desde Burgos habían imaginado hosco y cerrado! Todo el mundo los abrazó, y Matías e Ignacio les demostraron en un santiamén que desde que recibieron la carta afirmativa de Paz se habían preocupado de cuanto pudiera hacerles falta. En primer lugar, tenían piso; precisamente el piso que fue del Cojo, a cien metros escasos de la barbería de Raimundo. Piso un poco húmedo, pero barato y sin goteras. En segundo lugar, tenían el permiso de residencia, extendido por el propio Gobernador. «Toma —le dijo Matías a Paz, entregándole los papeles—. Ahí está todo. No falta más que vuestra firma». En tercer lugar, Conchi podría empezar a trabajar cuando quisiera… en el conocido Bar
Cocodrilo
, cuyo patrón necesitaba una mujer para todo y que supiera espantar a las gitanas. Por último, Paz encontraría también empleo sin dificultad —aunque faltaba saber qué clase de trabajo le apetecía— y Manuel, en cuanto empezara el curso, podría ingresar en el Grupo Escolar San Narciso, en el que también se había matriculado el pequeño Eloy.

—Se acabó, pues, la encerrona de Burgos —les dijo Matías—. Aquí nadie os echará la vista encima. Veréis como todo saldrá bien…

El sueño de Conchi tuvo su confirmación plena a la hora del almuerzo, pues Carmen había preparado en su honor una comida especial y el mantel de las grandes ocasiones.

Fue, en verdad, un almuerzo de buena voluntad por parte de todos, incluida Pilar.

Ignacio estuvo ocurrente, por más que su tía Conchi, al igual que le sucedió durante su estancia en Burgos, no acabó de gustarle, tal vez por su peinado y por sus negras uñas.

Matías se desvivió con todos, atento al mínimo detalle. Y Pilar… hizo de tripas corazón.

Por supuesto, su prima Paz se le atragantó, entre otras razones porque tuvo que aceptar que era muy guapa, pero consiguió disimular, y, aparte de eso, tuvo la fortuna de sentir espontánea simpatía por Manuel. Se pasó todo el rato haciéndole carantoñas y diciéndole: «No sabía yo que estuvieras tan crecido y que tuvieras la nariz tan chata».

Matías se cansó de repetir, en tono jocoso: «¡Pero si te lo había descrito con pelos y señales, mujer!».

También los de Burgos se comportaron lo mejor que supieron. Paz se mostró tal cual era: dura y tenaz, pero con innegable influjo personal. Tenía una cualidad: era incapaz de fingir. Así, por ejemplo, en un momento en que Carmen Elgazu dijo: «Lo bueno que tienen las ciudades pequeñas es que en ellas todo el mundo se conoce», Paz replicó: «Pues yo creo que eso es lo que tienen de malo. ¡Menudo chismorreo habrá por aquí!». Pero Paz tenía un defecto: a veces su sinceridad podía herir. Así ocurrió con Ignacio. De pronto, y sin venir a cuento, la muchacha le preguntó a su primo: «¿Y qué tal en Esquiadores? Dispararías a gusto ¿verdad?». Fue una intervención desafortunada, que Ignacio resolvió, contestando con tranquilidad: «No lo creas. Me pasé el tiempo esquiando y en los esquís no hay gatillos». En cuanto a Manuel, que ocupaba la silla de César, daba la impresión de sentirse feliz. Si algo se caía al suelo se precipitaba a recogerlo y se llevaba el pan a la boca con unción, como si lo considerara algo sagrado.

A la hora del café, Matías brindó escuetamente:

—Me parece un sueño que nos encontremos aquí reunidos. Repito que no me cabe la menor duda de que será para el bien de todos.

—¡Claro que sí! —corroboró Ignacio, levantando a su vez la taza.

La jornada se completó con la «toma de posesión» de la vivienda que perteneció al Cojo. La escalera enfrió un poco el entusiasmo de los recién llegados, pues estaba oscura, la barandilla se quedaba pegada a la mano y los peldaños crujían. Pero los muebles enviados por la Agencia estaban ya en el piso, en su lugar, amén de algunos otros conseguidos por Mateo en el Servicio de Recuperación. Por otra parte, Carmen Elgazu en persona había limpiado la cocina, que relucía, con enseres nuevos comprados en una tienda de la calle Platería. Carmen Elgazu hubiera querido poner en la casa alguna imagen, pero Pilar se lo prohibió. «¿Para qué? La echarían al fuego». En cambio, Matías, además de meter en el armario, simbólicamente, una botella de anís, colgó en el comedor un calendario, el cual provocó en Manuel una curiosa reacción: el chico se subió a una silla y marcó con una cruz roja la fecha de su llegada a Gerona.

Ocurrió lo previsto: a lo primero todo marchó sobre ruedas. Conchi se entendió de maravilla con el patrón del
Cocodrilo
, al que tenían sin cuidado los moños grasientos y las horquillas colgando. La mujer se adaptó pronto a las costumbres del bar, consiguiendo efectivamente espantar a las gitanas y mantener a raya a los soldados que bebían más de la cuenta. Y a la postre, si bien el jornal que se sacaba era menguado, siempre se llevaba para casa alguna ventajilla. La molestaba que detrás del mostrador hubiera un retrato de Franco, pero el pícaro patrón le decía: «Pues yo le debo a ese míster el tener otra vez la barriga llena».

Manuel, que se había traído consigo el Atlas y que continuaba con su sueño ilusionado —ver el mar—, aun antes de que se abriera el curso escolar estuvo ya a punto de caer en la red que el celo apostólico de Carmen Elgazu tendía por doquier.

Ciertamente, Carmen Elgazu vio que el chico era de buena pasta, lo que atribuyó a que en el pueblo castellano en que Manuel se refugió durante la guerra «debió de recibir buenos ejemplos», y en consecuencia pensó en presentarlo, sin más, a mosén Alberto.

La intención de Carmen Elgazu era proponerle al sacerdote que Manuel, mediante una pequeña remuneración, se quedara en el Museo unas cuantas horas al día «en calidad de chico para recados». Manuel, al oír que su tía, aunque con muchos circunloquios, insinuaba esa posibilidad, pegó un brinco, pensando en Paz, su hermana. «¡No, eso no!», protestó. Matías se enteró de lo que ocurría y farfulló varias frases ininteligibles. «¿Se puede saber lo que estás diciendo?», le preguntó Carmen. «Sencillamente, que nunca oí un proyecto tan descabellado».

Por su parte, Ignacio pensó en llevar a Manuel al Campamento de San Feliu de Guixols; pero Mateo le dijo: «Es inútil. Lo clausuramos pasado mañana, el primero de septiembre».

La espina irritante, desde luego, iba a ser Paz. Paz consiguió colocarse en una fábrica de lejía. Pero se veía bien a las claras que consideraba aquello provisional; que, al igual que Hitler, iría a lo suyo, costase lo que costase. Se abstenía de hablar de política; pero siempre se las arreglaba para dejar constancia de que seguía siendo la misma que antaño vendía tabaco y chicles por los cafés de Burgos, oído alerta y llorando en los lavabos. Nadie se rasgaba las vestiduras por ello, pues algo había en la muchacha que forzaba a admitirla tal cual era. Sin embargo, ¿por qué tanta agresividad?

¿Y a santo de qué tanto
rimmel
en las pestañas?

La muchacha pasó unos días sin dar que hablar. Dedicóse a recorrer por su cuenta, de punta a cabo, la ciudad, que no le pareció tan «rica y próspera» como su tío Matías se la había pintado. «Sí, claro. Cataluña es Cataluña, pero…» No olvidaba que la guerra había destrozado muchos edificios y que todo estaba por recomponer. Pero, así y todo, muchas fachadas eran tan mugrientas como la barandilla de la escalera de su casa y apenas se apartaba uno del centro de la Rambla, del Puente de Piedra, de la calle de José Antonio Primo de Rivera, la impresión de dejadez, incluso de pobreza, recordaba la de muchos barrios de Burgos.

Matías le advertía: «No te dejes engañar por las fachadas. Muchas de las familias que ahí viven tienen sus buenos billetes ahorrados y en pocos años prosperarán lo suyo y darán carrera a sus hijos». Paz se encogía de hombros. «No, no, esto no es lo que tú me habías dicho». Al barrio antiguo, que naturalmente era lo noble y magnífico de Gerona, sólo subió una vez. Pero se asfixió en él. ¿A qué tanta muralla, tanto convento, tanta callejuela? Y ya, poniéndose en el terreno que no era el suyo ¿cómo comparar la catedral de Gerona con la de Burgos? Las escalinatas, sí. Las escalinatas de la Catedral le gustaron a Paz. Se lo confesó a Ignacio; e Ignacio le dijo: «¡Y te gustarán más aún! El día que te eches novio, a lo primero te irás con él a la Dehesa, como todo el mundo; pero luego le pedirás que te traiga a esas escalinatas a esperar a que se haga de noche…»

De pronto, el segundo día festivo desde la llegada de Paz, Matías y Carmen empezaron a temblar. En efecto, la muchacha eligió ese día para dar su primer golpe.

Haciendo caso omiso de la covacha en que vivía y del desastroso estado del espejo de su habitación, salió de casa dispuesta a capitanear, sin más explicaciones, el clan de las mujeres que en aquel verano mórbido llevaban blusas temerarias; se puso una blusa roja, de un rojo mucho más violento que el que exhibía Adela, blusa que incendió la calle de la Barca y que arrancó al paso comentarios de este tenor: «¿Qué buscas, nena? ¿Ser mamá antes de tiempo?». Blusa que se hinchaba al compás de la respiración y que dejaba al descubierto la carne temblorosa.

Casi parecía imposible que una escueta prenda provocara tal revuelo. Ignacio estaba seguro de que su prima había elegido aquel color en homenaje a sus ideas. La Torre de Babel, que vio a Paz en la Rambla, lanzó un silbido que lo convirtió en pájaro. «La Voz de Alerta», que había salido al balcón, al ver de lejos aquella mancha colorada sintió de pronto la necesidad de hacerle caso a Montse, su criada, y casarse lo antes posible. En cuanto a Pilar, que no vio a su prima, pero que se enteró de lo que ocurría, comentó, mientras se acicalaba los ojos con un poco más de
rimmel
que de costumbre: «Me di cuenta en seguida. Es una descarada».

Paz gozó lo suyo al comprobar que había hecho diana. Sentía tanta sangre en las venas, y que ésta circulaba tan de prisa, que se decía para sí: «Ahora verán. ¡Sabrán cómo me llamo!». Sí, necesitaba resarcirse de las terribles humillaciones de aquellos años. Su propio tío Matías le había dicho: «Se acabó la encerrona…» Pasó delante de una zapatería y se prometió a sí misma comprarse unos zapatos de tacón alto. Pasó delante de una confitería y se le hizo la boca agua. Se le acercó un hombre con blusón de matarife y lo dejó plantado diciéndole: «¿Qué buscas? ¿No tiene pechos tu mujer?».

Al final de la Rambla vio un carrito de helados —La Mariposa— y compró un cucurucho y prosiguió su caminata lamiéndolo con intencionada desfachatez.

Hasta que, de repente, cruzó el Oñar y se encontró frente a los cuarteles. Entonces se desanimó e hizo marcha atrás. Pero nadie se dio cuenta del cambio, habida cuenta de que su blusa seguía teniendo el color de la alocada vida.

Matías no quiso intervenir. Comprendió lo que le ocurría a su sobrina. «Quiere vivir, quiere vivir. ¿Hay algo más natural?».

Por fortuna, al día siguiente Paz optó por la prudencia. Se fue a la fábrica sin pintarse siquiera. Sus compañeras de trabajo le preguntaron si tenía novio y ella contestó: «Sí, el obispo». Todas se rieron, excepto la más anciana, que siempre aseguraba que el olor a lejía le gustaba. «Pues a lo mejor eso del obispo es verdad», comentó la vieja. Y Paz se quedó mirándola y dijo: «¿Y por qué no va a serlo?».

Todas las personas que conocieron a la muchacha opinaron lo mismo: lo más impresionante de ella era la voz. Tenía una voz rota, desgarrada, como bañada en alcohol, que confería un extraño dramatismo a cuanto decía. El doctor Chaos comentaría más tarde que «era una voz hombruna»; juicio erróneo. Era lo más femenino que pudiera concebirse; sólo que no le salía de la garganta, sino de la entraña.

Igualmente, todo el mundo comentó que Paz no sonreía nunca. Era cierto. Conchi, que le había dado el ser, no la había visto sonreír apenas. Sólo en sueños. A veces Paz soñaba por las noches y entonces sonreía, tal vez porque el sueño la transportaba a mundos que no había conocido jamás.

Marta y Mateo la consideraron un peligro… desde el punto de vista político.

Supusieron que en el barrio de la Barca organizaría su camarilla y que a no tardar fundaría el Socorro Rojo en la ciudad. Siempre hablaba de los presos que redimían penas trabajando. «De todos modos, pensándolo bien —opinó Marta—, ¿qué podrá hacer? Desahogarse, poco más».

Observador de excepción del comportamiento de Paz, de sus inclinaciones y de su probable evolución lo fue, desde el primer momento, el capataz de la fábrica de lejía. En efecto, el hombre, al ver a Paz pegando etiquetas en las botellas, le decía cada mañana:

—Chica, no comprendo por qué estás aquí. De veras. Éste no es tu sitio.

Paz se encogía de hombros y contestaba:

—¡Bah!

SEGUNDA PARTE

Del 1 de septiembre de 1939 al 1 de abril de 1940

Capítulo XIX

Era cierto. Radio Gerona lo comunicó a sus oyentes, es decir, a toda la población.

Al término de un intenso forcejeo diplomático que duró varias semanas, y pese a las gestiones en pro de la paz que llevaron a cabo, dramáticamente, Pío XII y Mussolini, Hitler ordenó que las tropas alemanas cruzaran la frontera polaca. Ello ocurría el día 1 de septiembre.

La explicación que dio el Führer era la misma que venía repitiendo en sus discursos y declaraciones: las tropas polacas «provocaban» a los soldados del Reich con incursiones y golpes de mano, y los ciudadanos alemanes radicados en Polonia «sufrían vejaciones, torturas, o eran asesinados sin piedad». Tratábase, pues, de un «acto defensivo» y no, como pretendían los enemigos de Alemania, «de un ataque injustificado y criminal». Era preciso liberar a las minorías étnicas alemanas de Polonia.

Y terminar de una vez con el asunto de Dantzig, el famoso pasillo polaco que partía en dos el territorio alemán, separando del resto la Prusia oriental.

El Gobernador Civil, camarada Dávila, se puso inmediatamente al habla con el general Sánchez Bravo. El hecho de que el ejército polaco hubiese anunciado su voluntad de resistir, se lo aconsejó de ese modo. Ambas autoridades coincidieron en que el asunto tomaba mal cariz, un cariz muy distinto al de las anteriores anexiones alemanas, que habían tenido lugar sin disparar un solo tiro. Claro que, ¿qué podían hacer los polacos? ¿Resistir tres semanas, un mes? El general Sánchez Bravo estaba al corriente del concepto moderno que los generales de Hitler tenían de la guerra —motorización—, así como de los elementos con que contaban, y concluyó que la suerte estaba echada. Existía el compromiso diplomático por parte de Francia e Inglaterra de declarar a su vez la guerra a Alemania si era atacada Polonia; pero ello no podía tomarse en serio. ¿Cómo iban a arriesgarse París y Londres a lo que una guerra significaba, por defender a un país «situado en el Este y con el que nada tenían en común»?

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