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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Ha estallado la paz (20 page)

BOOK: Ha estallado la paz
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Ahora bien, todo esto, que levantaba en vilo a aquellos que en París escuchaban al ex policía, tenía en opinión de éste una contrapartida no deleznable: todos los recursos en una sola mano. «De entrada pueden acometer empresas importantes. Es la fuerza de las dictaduras. Lo malo viene después…»

—¿Y la represión? —clamaban los arquitectos Ribas y Massana; y el ex director del Banco Arús; y Antonio Casal…—. ¿Los campos de trabajo, las ejecuciones?

Julio García se encogía de hombros.

—¿Qué esperabais, pues? ¿Que a los que se quedaron les dieran pan con miel?

—¿Te parece tolerable que hablen de Maeztu y de Balmes como si hablaran de Kant o de Montaigne?

—No, no me parece tolerable —refrendaba Julio García, pasándose la boquilla de un lado a otro de la boca—. Pero demuestra que no carecen de sentido del humor.

¡Ah, Julio García añoraba Gerona! Ésa era la clave de la cuestión. Se preguntaba quién habitaría en el piso que fue suyo; quién utilizaría aquellos focos con que, en la Jefatura de Policía, le hizo sudar a Mateo la gota gorda; quién sería el nuevo jefe de estación; qué contertulios tendría su amigo Matías en el Café Neutral… «La única verdad es ésta —concluía—. Queramos o no, ganaron ellos y allí la vida continúa».

Sentencia irrebatible. De ahí que Julio García procurara olvidar «aquella vida que ya no le incumbía» y se dedicara a la segunda de las tareas que se había impuesto: la de solucionarles el porvenir a sus amigos. En el fondo, ello le resultó más fácil de lo que hubiera podido imaginar. O los demás no tenían criterio propio, o él era un prodigio de intuición y sentido práctico. A los arquitectos Massana y Ribas les aconsejó que se fueran a la Argentina, donde, con ayuda de la colonia catalana, a buen seguro se abrirían camino en su profesión. A don Carlos Ayestarán, tío de Moncho y ex jefe de Ignacio en Sanidad, en Barcelona, le facilitó la ida a Chile, donde podría instalar un gran laboratorio de productos farmacéuticos, que eran su especialidad. Asimismo ayudó a varios vascos que estaban ilusionados con irse al Caribe a fundar algún negocio naviero.

Y en cuanto a David y Olga, que sin duda constituían un caso especial, en una noche memorable en la que Olga en un café de Montparnasse, se había echado a llorar, Julio García les propuso algo insólito: fundar una editorial en Méjico. Él financiaría la operación y ellos serían sus socios industriales. Los maestros titubearon, porque les tiraba la pedagogía, pero Julio los arrolló con su dialéctica. «Editar libros es también hacer pedagogía. Con la ventaja de que los libros que nosotros podamos lanzar al mercado, algún día, cuando en España haya pasado el actual sarampión, podrán incluso ser leídos con clandestina avidez, en la mismísima Gerona, por esa juventud que ahora se atiborrará de biografías del general Mola y de encíclicas papales». Los maestros, desconcertados al principio, acabaron entusiasmándose con la idea. «¡Editar libros!, ¡editar libros!», repitió Olga insistentemente, mientras con la mano se alisaba el pelo.

Por su parte, David, que cada mañana se preguntaba si debía afeitarse o no, imaginó que la primera colección popular podía titularse: Colección Julián Sorel.

Otra persona a la que Julio García ayudo fue Antonio Casal. A Casal no le «expulsó» de Francia, porque lo sabía sentimentaloide y falto de empuje, y lo colocó en el mismo París, en el SERÉ —Servicio de Evacuación de Republicanos Españoles—, organismo fundado por Negrín y que tenía su oficina principal en la calle de Saint-Lazare.

Julio García, que por las mañanas no tenía nada que hacer, solía llegarse a esas oficinas del SERÉ a visitar al ex jefe socialista gerundense. Casal, al verlo, se tocaba el algodón que llevaba en la oreja y le decía: «¡Estoy encantado, encantado! El SERÉ es eficaz. Millares de refugiados acuden a nosotros para cobrar el subsidio, para obtener trabajo y asistencia médica… ¡Labor fecunda! No sólo prestamos ayuda, sino que mantenemos vivo el espíritu revolucionario». Julio García se apoltronaba en el sillón y le decía: «Ya sabía yo que aquí te encontrarías en tu ambiente».

Por si fuera poco, Antonio Casal había descubierto, al igual que Canela, que él hubiera debido nacer francés. Las fórmulas culturales de Francia y su estructura administrativa lo habían deslumbrado. «Es gente que vale, que vale mucho, muy preparada». Se hacía lenguas de los asesores jurídicos que tenía el SERÉ, que eran franceses. ¡Y no digamos de los maestros! «David y Olga se equivocarán marchándose a Méjico. Aquí aprenderían mucho. Aprenderían inclusive, lo mismo que yo, lo que significa la palabra socialismo». Julio García solía preguntarle a su amigo si su mujer compartía su entusiasmo. Antonio Casal entonces sonreía con tristeza. «Por desgracia, no —decía—. Mi mujer se volvería a Gerona ahora mismo».

Volverse a Gerona… ¡De ningún modo! Julio García podía añorar determinadas cosas de la ciudad y el mando de que en ella disfrutó. Pero de eso a desear el regreso…

Por lo contrario, el tercer aspecto de su múltiple vida se dirigía como una flecha hacia La Internacionalización. Por eso alquiló aquel piso, para poder recibir dignamente a caballeros franceses que poseyeran la Legión de Honor, a militares de alta graduación, a los hermanos de la Logia de la calle Caudet… Sus asesores al respecto fueron los periodistas Fanny y Bolen, bien relacionados en todas partes y duchos en tales menesteres.

—Te ayudaremos, no te preocupes —le habían dicho—. Por lo demás, te va a ser fácil meterte a esta gente en el bolsillo: buena cocina y alguna de esas frases que te salen redondas. Por ejemplo, la que nos colocaste ayer, en el Café Flore: que toda democracia que se estime ha de basarse en la desigualdad…

El caso es que Julio García, poniendo en práctica las sugerencias de Fanny y Bolen, empezó a organizar en su casa cenas opíparas. Doña Amparo Campo, a quien el ex policía había prohibido que aprendiera francés para evitar que entre plato y plato soltara alguna tontería, ignoraba quiénes eran los visitantes de su hogar; pero ¡qué más daba! A la legua se advertía que se trataba de gente fina, como ella siempre deseó. ¡Con qué estilo le besaban la mano y con qué susurrante entonación le decían:
madame!
«
Madame García… viola!
». Le decían
viola
y ella, feliz. ¡Ah, qué bello país Francia! Lo que doña Amparo no comprendía era que ella, a su vez, tuviera que llamar
madame
a la interina que la ayudaba en las faenas de la casa.

Por supuesto, el desarrollo de esas veladas confirmó la tesis de Fanny y Bolen. Los invitados de Julio, entre los que abundaban elocuentes diputados y prohombres del Frente Popular Francés, acudían reiteradamente a casa del ex policía por razones de afinidad ideológica; pero, sobre todo, por simpatía humana. Se reían a gusto con Julio García; eso era todo. Julio, con su bigote madrileño y sus maliciosos ojos cargados de experiencia y de intención, arrancaba de ellos discretas cuando no sonoras carcajadas.

«Charmant!», solían exclamar oyéndole. Lo curioso es que exclamaban «charmant!» lo mismo si les contaba un chiste que si les profetizaba alguna catástrofe. Cuando, por ejemplo, les decía que en su opinión Hitler se estaba preparando para invadir a Francia antes de un año, saltándose a la torera la Línea Maginot, ellos exclamaban: «Charmant!».

Y cuando les afirmaba que el comunismo constituía un peligro mundial, lo que podía atestiguar por haberlo conocido de cerca durante la guerra de España, volvían a exclamar: «Charmant!», mientras daban complacidas muestras de aprobación. En resumen, eran tantas las cosas que sus invitados encontraban «charmants» que Julio pensaba para sí: «Esos caballeros viven en el limbo».

Naturalmente, para que esos contactos fueran de verdad eficaces, Julio García no olvidaba poner en práctica otro de los consejos de sus amigos periodistas: cultivar la amistad de las señoras francesas, concederles la máxima beligerancia en el diálogo y relatarles a menudo anécdotas de Cocteau y de Sacha Guitry.

Fanny le había dicho: «¡Pero ándate con cuidado! No se te ocurra nunca darles a entender que todo cuanto saben lo han aprendido de los hombres. Escúchalas poniendo cara de bobo, de admiración. De este modo te encontrarán “charmant” incluso a ti y tendrás en ellas tus mejores aliadas».

Resumiendo: Julio García se adaptó sagaz y alegremente a las costumbres parisienses —leía
Le Fígaro
, iba a la «Comedie Française» y elogiaba cada dos por tres a los impresionistas— y se sentía dichoso.

Por lo demás, en el fondo obraba sin fingimiento. París le gustaba realmente, tanto o más que a Antonio Casal. Y no sólo los puentes del Sena, Montmartre, la plaza de la Concordia y los cines en que ponían películas nudistas, sino el ambiente. Los tejados de pizarra; el gris antiguo de las fachadas; el Barrio Latino y la sensación de libertad que se respiraba por doquier, le cosquilleaban de tal suerte el corazón que no cesaba de preguntarse si, llegado el caso, el Támesis y Hyde Park, en Londres, le gustarían lo mismo.

Así las cosas, llegó la noche del 20 de junio, noche que festejó con una cena por todo lo alto. Y no es que hubiera ocurrido nada importante ni que hubiera conseguido, ¡por fin!, sentar a su mesa al mismísimo León Blum. Simplemente, en el número de
Amanecer
que aquel día le había traído el correo, había leído su nombre y sus dos apellidos. Sí, el Tribunal de Responsabilidades Políticas había abierto en Gerona expediente contra él. Ello le había hecho tanta gracia que no sólo lanzó una carcajada que asustó más de la cuenta a la
madame
que hacía las faenas del piso, sino que lo incitó a obsequiar a sus invitados con pato con naranja y con botellas antiquísimas de
Moét Chandon
.

* * *

Aparte de París, y confirmándose con ello el dato que Leopoldo le facilitara a Ignacio, el núcleo verdaderamente importante de exilados se había afincado en la campiña francesa y en la ciudad de Toulouse.

En la prefectura de dicha ciudad calculábanse en unos treinta mil los españoles que habían fijado en ella su residencia. ¡Treinta mil! El prefecto había dicho: «Como esto continúe, no habrá más remedio que proteger con ametralladoras la gruta de Lourdes. ¡Les pilla tan cerca!».

Ahora bien, los exilados de Toulouse, entre los que figuraban buen número de ampurdaneses dedicados a la industria del corcho, formaban una comunidad mucho más exaltada que la que se estableció en la capital de Francia o en el campo. París era inmenso y el campo suponía obligadamente la dispersión. En Toulouse, en cambio, los españoles se sentían unidos. El hecho de verse constantemente unos a otros y de disponer de sus buenos locales políticos —Partido Socialista, CNT,
Estat Català
, Partido Comunista, etcétera— les daba la sensación de que continuaban teniendo poder, de que constituían una fuerza.

Y sin embargo ocurría allí como en los demás sitios: había exilados victoriosos y otros derrotados. Entre los primeros, se contaba principalmente José Alvear; entre los segundos, Gorki…

Gorki disponía de un amplio piso cerca del Museo de Historia Natural, que era al mismo tiempo célula comunista, emisora e imprenta. En la emisora prepararía programas «que saltarían por el aire la barrera de los Pirineos», alcanzando a Gerona e incluso a Barcelona; en la imprenta editaría folletos y tal vez una hoja periódica. Pero, por desgracia, y en virtud de órdenes muy precisas dictadas por Goriev, cuyo paradero se ignoraba, no era el mandamás único, pese a la ausencia de Cosme Vila. De hecho actuaba vigilado. Vigilado por otros militantes españoles y —eso era lo peor— por un representante del Partido Comunista Francés, extraño tipo que se llamaba Verdigaud y que por el hecho de ser diputado tenía más ínfulas que un profesor de la Sorbona.

La teoría de Gorki era que Francia estaba hecha un asco; excepto en lo referente a su profesión originaria, es decir, la elaboración de perfumes. Llegó a esta conclusión el día en que se enteró de que eran muchos los comunistas de la localidad que no sólo poseían coche particular, sino que iban a misa. Eso no le cabía en el caletre al barrigudo aragonés. Los llamaba burgueses, cuya máxima aspiración era pasarse varios atardeceres semanales pescando en el Garona, el hermoso río —también burgués— que adornaba y fertilizaba la comarca.

Los comunistas franceses argüían, por boca del diputado Verdigaud, primero, que lo cortés no quita lo valiente y, segundo, que incluso desde el punto de vista táctico, semejante postura era válida. «Nuestra opinión es que si el Frente Popular Español perdió la guerra fue por eso, porque os dedicasteis a matar a la gente que tenía coche y a los curas. Algo así como si en Francia matáramos a los pintores con barba y a todas las “mademoiselles” que leen a Baudelaire».

Gorki lanzaba espumarajos de rabia y su barriga se movía espasmódicamente.

Porque la cosa no paraba ahí. Según noticias fidedignas, unos cuantos obispos franceses, especialmente de diócesis norteñas, ayudaban financieramente a la masa de exilados; y lo mismo podía decirse de la organización protestante «L'Armée du Salut».

¡Y peor todavía! En Toulouse, una serie de vicarios, que llevaban boina enorme y sotana raída, habían decidido especializarse nada menos que «en el apostolado entre los refugiados españoles». Se introducían en las tertulias, en los cafés, repartían medicinas entre los enfermos y, sobre todo, empleaban un lenguaje tan franco y abierto que algunos exilados les admitían tabaco y amistad. «¡Maldita sea! —exclamaba Gorki—. ¿Es que esto se puede tolerar?».

Los comunistas franceses no comprendían la reacción del ex perfumista.

—Lo que hacen los obispos franceses —decían—, es normal: ayudan a los vencidos. Lo sorprendente es que en tu tierra los obispos españoles no hagan ahora lo propio. Ello demuestra que no tienen ni pizca de malicia o de sentido común. Los franceses hemos aprendido a «tolerarnos», ¿comprendes? No te quepa duda de que el sistema da buen resultado. ¿O es que tú prefieres la guerra civil?

Gorki soplaba:

—¡Pero la religión es el opio del pueblo!

Verdigaud le dijo un día:

—Sí, es frase conocida. Pero Marx no empleó la palabra opio en sentido de veneno, sino en sentido de tranquilizante… ¿Aprecias el matiz, «cher ami»?

Gorki se enfurecía ante tamañas sutilezas y profetizaba para el intelectualizado Partido Comunista Francés los peores males. El mismo periódico «Ce Soir», del Partido, que le llegaba de París a diario, le demostraba que los comunistas del Norte de Francia estaban también contaminados. «¿Y por qué han de llamarme «cher ami» en vez de camarada?».

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