Ha estallado la paz (15 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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No era halagüeño, en cambio, que muchas personas hubieran descubierto de repente que tenían antepasados carlistas —«¿como separar el grano de la paja?», se preguntaba el veterano tradicionalista— y que Gerona hubiera sido elegida para enviar a ella tantos depurados de otras provincias. «¿Se habrán creído que esto es una Casa de Salud?».

Tenía noticia de que las tertulias que dichos depurados celebraban en el Café Nacional —a las que Matías Alvear se había ya incorporado— se criticaba a destajo y se propagaban toda clase de bulos. Un guardia urbano le habló de un tal Galindo, funcionario de Obras Públicas, quien por lo visto era un experto mecanógrafo que, utilizando sólo la letra 'm' y dos o tres signos, se dedicaba a hacer caricaturas de las autoridades, empezando por la suya. «¡Si consigue usted traerme uno de esos retratos, la caricatura se la haré yo!».

Tampoco consideraba halagüeño que los gerundenses se hubieran lanzado masivamente a leer tebeos. Era difícil saber qué mosca les habría picado. En todas partes, hombres hechos y derechos, lo mismo pertenecientes a la clase obrera que a la clase media, leían revistas infantiles. Caminaban por la calle absortos o se sentaban en lo bancos de los parques o en los cafés. Lo curioso era que no sonreían. Por el contrario, sus semblantes parecían dramáticamente hipnotizados por aquellos dibujitos y colorines. Fanny y Bolen, si los hubieran visto, habrían supuesto que leían a Nietzsche o a Rosenberg. ¿Qué ocurría? El concejal de Cultura, un hombre que vendía máquinas de coser, opinaba simplemente que aquellos gerundenses querían evadirse, bañarse de ingenuidad después de la tragedia pasada. Sin embargo, «La Voz de Alerta» se preguntaba si detrás de tan singular fenómeno no se escondería algo más alarmante.

—¿Qué podemos hacer para mejorar el nivel?

—¡Bah! No hay más remedio que dejar pasar el tiempo…

En otro orden de cosas, el alcalde se propuso atajar, en la medida de sus fuerzas, una epidemia que, según el comisario Diéguez, empezaba a propagarse por la ciudad: el homosexualismo. No quiso hablar de ello con el señor obispo para ahorrarle un disgusto. ¡Menuda parrafada —homilía— hubiera soltado el doctor Gregorio Lascasas, nacido en Zaragoza y antifeminista por convicción, apoyándose para ello en algunos textos de San Pablo!

Pero no podía dudarse de que el homosexualismo era una realidad, con tres focos definidos: los cuarteles —lo que afectaba al general—; la cárcel —lo que afectaba al Jefe de Prisiones—; y el Manicomio —lo que afectaba al doctor Chaos—. Existían también algunos francotiradores dispersos por la localidad; pero ésos eran conocidos desde siempre por todo el mundo, no constituían peligro de contagio y de ellos se ocuparía el propio comisario Diéguez, quien por cierto llevaba siempre un clavel blanco en la solapa.

El general, advertido, reaccionó con violencia. «¡Eso lo acabo yo en una semana!».

El Jefe de la Prisión prometió «tomar las medidas oportunas». El doctor Chaos, en cambio, al escuchar el aviso tuvo una expresión ambigua, los dedos de sus manos hicieron crac-crac y comentó: «Es algo inevitable en cualquier manicomio. Hay enfermos predispuestos a ello. Resulta muy difícil actuar».

¿Por qué resultaba difícil actuar en el manicomio? Otra circunstancia incomodaba a «La Voz de Alerta»; pese a ser el director de
Amanecer
, su obligación era someter el periódico a la Censura. Las órdenes del Gobernador eran concretas al respecto. No podía publicar un simple anuncio sin enviar antes las pruebas de imprenta… a Mateo.

—Pero ¿qué pasa aquí? ¡Cuando Mateo andaba a gatas yo escribía ya los editoriales de
El Tradicionalista
!

—Eso no tiene nada que ver, amigo. No es cuestión de antigüedad. Mateo representa aquí a la Dirección General de Prensa y tiene sus normas.

Normas… ¡Sí, claro! Él mismo había repetido hasta la saciedad que sin disciplina no se podía ir a ninguna parte. Lo que ocurría era que existía una gran diferencia entre mandar y obedecer.

Bueno, no era cosa de hacerse mala sangre… ¡Existían tantas compensaciones! ¿No era el triunfador de la ciudad? El propio don Anselmo Ichaso, el de la hermosa barriga y los trenes miniatura, le había escrito desde Pamplona: «¡Le felicito a usted! ¡Ahora tendrá usted ocasión de llevar a la práctica sus proyectos, de organizar a su modo su querida Gerona!».

Era cierto. La naturaleza dual de «La Voz de Alerta», pese a los pequeños inconvenientes, podía manifestarse a gusto. Para cerciorarse de ello no tenía más que recordar su situación cuando quien ocupaba el sillón de la Alcaldía era Gorki. Este solo pensamiento le bastaba para ser feliz, a lo que sin duda contribuía un equilibrio físico envidiable, gracias al cual el cuerpo no era para él un lastre; antes al contrario, un venero de sensaciones placenteras.

Semejante estado lo predisponía, como siempre, a dar rienda suelta a su vertiente afectiva, que existía, ¡cómo no!, en su interior. Aquella vertiente que lo llevó antes de la guerra a ocuparse de los problemas que solían atosigar a su fiel criada, Dolores. En esos meses de clima tibio, los beneficiarios de su explosión sentimental eran los ancianos. Sí, el flamante alcalde se ocupaba ahora de los ancianos gerundenses, de los que quedaron abandonados, como si de sus padres se tratase. Había internado a gran número de ellos en los Establecimientos previstos a tal fin y se las ingeniaba para obtener a su favor, milagrosamente, las debidas subvenciones. Además, consiguió que Marta lo ayudase en esa tarea. Las chicas de la Sección Femenina visitaban periódicamente a esos viejos asilados, protegidos de «La Voz de Alerta», haciéndoles un rato de compañía y llevándoles pequeñas fruslerías que distrajeran su ánimo.

Con todo, los días eran largos y «La Voz de Alerta», de repente, dejaba de ser feliz y se sentía abrumadoramente solo. Sobre todo al caer la tarde, no era raro que se pasease por el piso, con las manos a la espalda, contemplando las paredes como si en ellas hubiera un jeroglífico. Entonces se preguntaba si no le convendría volver a abrir su consulta de dentista, tanto más cuanto que sólo habían quedado dos profesionales en la ciudad, que al parecer no daban abasto, puesto que las dentaduras se habían estropeado con la guerra tanto como los espíritus.

Montse, la rechoncha criada, no creía que la solución estuviera ahí. Montse pensaba que lo que le faltaba a aquel hombre era una mujer. «Lo que le convendría al señorito —se decía para sí, y cualquier día se lo soltaría por las buenas—, sería volverse a casar con una mujer joven y tener hijos». También «La Voz de Alerta» había pensado en ello; pero había que dar tiempo al tiempo y esperar a que se difuminase un poco más el recuerdo de Laura.

Otro de los momentos en que «La Voz de Alerta» se sentía solo era cuando, ya avanzada la noche, abandonaba la redacción de
Amanecer
. Era muy corriente que no se dirigiera directamente a su domicilio sino que se dedicara a deambular por la ciudad.

Por regla general, se daba una vuelta por los Cuarteles de Artillería, donde inevitablemente se acordaba del comandante Martínez de Soria. Luego solía detenerse en el Puente de Piedra y allí, acodado en el pretil, contemplaba las lentas aguas del Oñar, soñando con poder canalizarlo un día, a fin de yugular el peligro de las inundaciones. Luego bajaba por la Rambla, o se internaba al azar por cualquier calle.

Gerona estaba desierta a esa hora, desierta y oscura. Las guerras traían eso: luces de victoria, pero falta de bombillas. ¿Cuándo podría dotar a Gerona de una red eléctrica que asustase a las ratas e infundiese confianza a los hombres? «La Voz de Alerta» escuchaba sus propios pasos de alcalde resonar en las aceras. Los serenos lo saludaban.

La ciudad dormía, a excepción del
Casino de los Señores
, donde varias mesas de póquer se prolongaban hasta la madrugada; y a excepción del Convento de las Adoratrices, donde las monjitas se turnaban ante el Sagrario.

Gerona contó muy pronto con otro triunfador. Triunfador inédito, puesto que era forastero, puesto que llegaba de lejos. Era uno de los seis jesuitas llegados a la ciudad para cuidar de nuevo de la iglesia del Sagrado Corazón. Dichos jesuitas se instalaron en la Residencia aledaña al templo y en poco tiempo, confirmando las esperanzas del señor obispo —«¡ah, si los jesuitas volvieran a Gerona!», le había dicho el prelado a mosén Alberto—, se constituyeron en una célula viva y operante, que a buen seguro pesaría lo suyo en el remozamiento de la religiosidad gerundense.

Lo cierto es que la llegada de los representantes de la Compañía de Jesús había dado lugar a comentarios muy diversos, y no sólo en el Café Nacional.

—Los jesuitas son muy inteligentes, desde luego; pero van a lo suyo…

—No digas tonterías. Han sido siempre la flor y nata. Por eso la República los expulsó.

—¿A ti te parece bien que jueguen a la Bolsa?

—¿Y cómo sabes tú eso?

—Vamos hombre… ¡Verás lo que ocurre aquí! No habrá viuda rica que se les escape…

El padre Forteza, el más joven de la comunidad —el triunfador inédito del que se habló—, pareció llegar dispuesto a desmentir cualquier tipo de acusación. Nadie podía decir de él que se interesara por las viudas, fuesen ricas o pobres; más bien daba la impresión de que lo único que le importaba era glorificar a Dios y ocuparse del alma de la juventud.

—Si lo conocieras —le había dicho Alfonso Estrada a Jorge de Batlle—, podrías afirmar que has conocido a un santo. ¡Y cuidado que yo me resisto a emplear esta palabra!

Jorge de Batlle no puso en entredicho la declaración de su amigo Estrada, huérfano como él y que había combatido en el Tercio de Nuestra Señora de Montserrat. Jorge había visto de lejos al padre Forteza y le habían llamado la atención sus grandes ojeras —lo mismo que a Ignacio, cuando éste, al pasar por delante del Sagrado Corazón, vio al jesuita—, así como sus calcetines blancos, que le asomaban escandalosamente por debajo de la sotana.

—¿De dónde es?

—De Palma de Mallorca.

Alfonso Estrada se había erigido en el gran propagandista del padre Forteza.

Hablaba de él con todo el mundo; y todo el mundo le hacía caso, porque en verdad el jesuita se había hecho, por méritos propios, inmensamente popular.

Tenía unos cuarenta años, aunque aparentaba menos edad. Alto, de porte aristocrático, con lentes de montura de plata, su figura hubiera recordado a la de Pío XII, en el supuesto de que éste hubiese sabido sonreír. En las sienes le temblaban venillas azules. Su barbilla era afilada, lo que Alfonso Estrada atribuía a la abundancia de ayunos. Su expresión más característica era el asombro. «¡No es posible!», exclamaba siempre. Y después del asombro, la alegría. Su manera de andar y todos sus ademanes respondían a una íntima alegría interior.

El padre Forteza era efectivamente mallorquín, de ascendencia judía. Tenía un hermano, también jesuita, en la misión de Nagasaki, en el Japón. Siempre contaba que el relámpago de la vocación le había llegado una noche al salir de un baile. Dos hombres se peleaban en la calle y uno de ellos blasfemó. Aquella blasfemia se introdujo en sus oídos como si fuera un puñal. Regresó a su casa como tambaleándose, perseguido por un perro. Ya en su cuarto rompió a llorar, sin saber por qué. Quiso reaccionar silbando, pero aquella blasfemia le golpeaba una y otra vez el cerebro.

Entonces miró el crucifijo incrustado en la cabecera de la cama, en la pared. Y cayó de rodillas, presa de un júbilo inexplicable. Al día siguiente, en misa, decidió consagrarse a Dios.

La cualidad predominante en el padre Forteza era la imaginación. Sus respuestas aturdían porque representaban lo insólito. Jugaba con las palabras como si fuesen gnomos domesticados. Si se le hablaba del cielo, al que llamaba «aldea futura», decía: «Allí podré quitarme los lentes».

Si se le hablaba de Gerona, contestaba algo parecido a lo que antaño dijera José Alvear: «Las murallas no impiden entrar, sino salir». Si se citaba la bahía de Palma, su patria chica, cortaba rápido: «Nunca he comprendido del todo la utilidad del mar. Creo que podríamos prescindir de él; y por supuesto, sin él sería mucho más fácil llegar a Mallorca».

El padre Forteza, al ser expulsada de España la Compañía de Jesús, pasó una temporada en Roma, donde cursó estudios bíblicos, y luego se fue a Alemania, a Heidelberg. En Heidelberg vivió rodeado de libros, cuyas márgenes solía acotar con pintorescos comentarios. Al llegar a Gerona tuvo dos sorpresas. La primera, que la necesaria reconstrucción de la fábrica Soler se efectuara en el mismo sitio que ocupaba antes, en el centro del casco urbano. «¿No era la ocasión para destinar el solar a jardín? A esta ciudad le faltan zonas verdes».

La segunda, que circulara por todas partes tanta propaganda nazi. Los primeros muchachos que acudieron a él, y que constituirían el fermento de su gran obra, las Congregaciones Marianas, recibían la revista «Signal», la revista «Aspa» y toda clase de folletos. «Pero —les preguntaba el padre Forteza— ¿es que el Gobierno Español no está enterado de que, exactamente el 10 de abril de 1937, Pío XI condenó oficialmente el nazismo? ¿Y no está enterado de que Hitler persigue a los católicos?». Los muchachos, entre los que figuraban, además de Estrada, Pablito, hijo del Gobernador; Enrique Ferrándiz, hijo del Jefe de Policía; Ramón Montenegro, hijo del Director del Banco de España, etcétera, se encogían de hombros. No se les escapaba la contradicción, pero ¿qué hacer? Estaban influidos por la arrolladora ofensiva desencadenada en España por el Führer y sus seguidores. «Alemania empuja ¿no es cierto, padre? Trae un aire nuevo». El padre Forteza asentía, estupefacto y murmuraba: «Ya…».

Según mosén Falcó, joven sacerdote nombrado consiliario de Falange, y que formaba parte de la
Comisión Depuradora del Magisterio
, la clave del éxito apostólico obtenido en pocas semanas por el padre Forteza se debía a la sabia combinación de ironía y piedad. No era fácil encontrar un hombre tan entregado a Dios y que al mismo tiempo supiera hacer el payaso. Así como Galindo, el funcionario de Obras Públicas, caricaturizaba con los signos de su máquina de escribir los rasgos faciales de la gente, el jesuita imitaba sus gestos y sus posturas, incluyendo los de sus superiores jerárquicos.

A mosén Alberto, por ejemplo, lo parodió muy pronto con extrema facilidad, a base de levantar coquetonamente la cabeza, de simular que se cambiaba de brazo el manteo y de tomar cualquier taza irguiendo el dedo meñique. Del profesor Civil hacía una auténtica creación, encorvándose un poco, mirando por encima de las gafas y echando a andar saludando con timidez a derecha y a izquierda. Y un día en que Mateo fue a visitarlo, para pedirle que diera una charla en el local de las Organizaciones Juveniles, el muchacho se quedó perplejo cuando el padre Forteza, al término de la conversación, le mostró la uña del pulgar derecho, en la que llevaba dibujadas con tinta china las cinco flechas. «¿Qué te parece? —le preguntó el jesuita—. ¿Son así, o he cometido algún error?».

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