Ha estallado la paz (12 page)

Read Ha estallado la paz Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
8.19Mb size Format: txt, pdf, ePub

María del Mar le daba siempre su opinión, y ésta solía ser certera. En cuestiones estrictamente políticas, no, porque el cargo que ostentaba su marido continuaba desagradándole y ello la privaba de la necesaria objetividad; pero, en cambio, su olfato para con las personas era infalible. «Juan Antonio, cuidado con el jefe de Obras Públicas. No sé por qué, pero no me gusta». «¿Sabes a quiénes he visto hoy? A Mateo y a Marta. Son estupendos». También acertaba en cuestiones de protocolo. Era inevitable organizar a menudo «cenas diplomáticas» y cada vez era preciso elegir con buen tino los comensales. Ahí María del Mar brillaba con luz propia. En la mesa no faltaba un detalle, el menú era siempre original y las bebidas eran servidas en el momento preciso. Todo el mundo salía encantado, haciéndose lenguas de las virtudes de ama de casa de la elegante María del Mar.

Todo eso tenía un valor y el camarada Dávila sabía apreciarlo: «Has estado magnífica. Y también lo has pasado bien, ¿verdad? ¡Hay que ver cómo te reías!».

¡No, eso no! María del Mar era poco sociable. Cada reunión le exigía un esfuerzo ímprobo. Prefería con mucho la intimidad familiar. «A mí lo que de verdad me apetece es estar contigo y poderte morder cuando quiera el lóbulo de la oreja…»

A veces el Gobernador se enfurruñaba oyendo estas cosas, pues entendía que un exceso de mordeduras en el lóbulo de la oreja podían distraerle de sus obligaciones.

María del Mar, ante la objeción, dejaba constancia de su temperamento. «¿Qué quieres que te diga? No soy tu asistente. Soy tu mujer». O bien: «Ya sé que eres un totalitario. Pero eso no cuenta para mí».

Bueno, no llegaba la sangre al río… La buena crianza los ayudaba a cancelar, a veces hermosamente, las situaciones tensas. Más aún: no era raro que esos forcejeos al amor del aire tibio, precursor del verano, que entraba por los ventanales del caserón del Gobierno Civil, le sirvieran al camarada Dávila para tomar decisiones importantes.

—Es curioso… ¡Se me acaba de ocurrir…!

—¿Qué, cariño?

—No, nada…

El camarada Dávila sonreía. ¿Cómo era posible que la indiferencia de su mujer por los problemas que afectaban a su cargo, en un momento dado, pudiera convertirse en estímulo?

—¿Por qué dices «nada»? Anda, sé bueno y cuéntame lo que te propones.

—¿Para qué? —El Gobernador echaba la cabeza para atrás, voluptuosamente—. Moisés, para recibir las Tablas de la Ley, quiso estar solito…

María del Mar sonreía a su vez.

—Sí, de acuerdo. ¡Pero fíjate lo que le ocurrió! Al bajar del monte se encontró con que su pueblo adoraba becerros de oro…

Eso era exactamente lo que el camarada Dávila quería evitar: que el pueblo adorase becerros de oro. Para ello estimó condición indispensable no adorarlos él. De ahí que, a lo largo de los tres meses transcurridos desde su toma de posesión, su principal empeño consistiese en conocer de punta a cabo la zona sometida a su mandato, y sus problemas.

«A Dios rogando y con el mazo dando».

Recabó, naturalmente, los consabidos informes de organismos tales como la Delegación de Industria, la Cámara de Comercio, etcétera; pero consideró que el único medio auténticamente eficaz era la realización de aquel propósito inicial: visitar pueblo por pueblo, municipio por municipio, la provincia de Gerona.

Esa gira directa fue llamada por el camarada Dávila, humorísticamente, Visita Pastoral, y sus acompañantes más asiduos fueron Mateo, el notario Noguer, el profesor Civil y José Luis Martínez de Soria. Sin contar con el insustituible camarada Rosselló, en su calidad de chófer y secretario, quien le había pedido permiso para colgar en el parabrisas del coche un monigote gordinflón que se había puesto a la venta y que representaba a un gendarme francés.

Cabe decir que el mayor de los éxitos premió la gestión del camarada Dávila. Por doquier fue recibido con entusiasmo, y no sólo por parte de los alcaldes y concejales que nombraba al paso, sino por toda la población. En algunos lugares le ocurrió que las mujeres lo obsequiaron con cestas de fruta; y en Santa Coloma de Parnés un viejo artesano, que vivió toda la guerra oculto en el monte, le hizo entrega de un precioso bastón tallado en madera, en el que había grabado el escudo de Gerona.

—Pero ¡los catalanes sois una joya! —exclamaba el Gobernador—. ¡Estáis reaccionando como si hubiera sonado el tambor del Bruch!

Miguel Rosselló comentaba:

—Es que ha sonado de verdad ese tambor, camarada…

A lo largo de la gira el Gobernador se comportó de acuerdo con su idiosincrasia. En los pueblos no se limitaba a contemplar desde el balcón la plaza Municipal. Apenas había dado posesión de sus cargos a los componentes del Ayuntamiento, les decía:

—¿Y si nos diéramos una vuelta a pie por las afueras?

Las autoridades locales se miraban.

—¡No faltaría más, Excelencia!

—Llamadme camarada, por favor…

Esa vuelta a pie por las afueras podía muy bien prolongarse durante dos y tres horas a pleno sol. El alcalde y los concejales sudaban la gota gorda, pero por nada del mundo hubieran decepcionado a la primera jerarquía de la provincia. Sonreían. Sonreían una y otra vez, aunque confiaban en que la próxima Visita Pastoral no tendría lugar hasta el año siguiente. Y entretanto procuraban satisfacer, en la medida de lo posible, la insaciable curiosidad de que hacía gala el Gobernador.

—¿Cómo le llaman ustedes a aquel montículo?

—El montículo de las Perdices. Hay muy buena caza… ¡Bueno! Debió de haberla en otros tiempos…

—¿Y este arroyuelo?

—Nosotros lo llamamos La Muga.

—¿Hay truchas?

—Pues… pocas.

Al camarada Dávila le llamaron mucho la atención la prestancia de las masías catalanas, que elogió sin reservas, la forma de los pajares, con un orinal encima del palo y los diversos sistemas de acequias empleados. Llevaba consigo siempre la máquina fotográfica y no desperdiciaba ocasión de utilizarla. Huelga decir que la disparó reiteradamente en los lugares en que había alcornoques, habida cuenta de que todo lo referente al corcho le era prácticamente desconocido.

—¡Qué bien huele esto, qué bien!

Esos viajes del camarada Dávila lo confirmaron en su primera impresión: se encontraba en uno de los más privilegiados pedazos de España. Gerona era, de extremo a extremo, un prodigio de variedad y una admirable demostración de que los gerundenses habían conseguido, merced a su laboriosidad, convertir su bella tierra en una fuente inagotable de riqueza. Gerona formaba un mundo completo, tal y como rezaban los manuales escolares. Naturalmente, ahora todo parecía desmantelado y tristón, con repentinos toques de huida precipitada. De pronto, junto a una hilera de olmos y un río, aparecían huellas de la guerra, o basuras hediondas o una vieja solitaria cuya lengua se habían comido los soldados al pasar. Pero el camarada Dávila tenía imaginación para saber que tal estado de cosas era provisional y que en breve plazo los caballos volverían a relinchar en las cuadras y las vacas a rumiar por entre la filosófica hierba.

Sus acompañantes de turno, mientras regresaban a la capital, lo incitaban, como es lógico, a que manifestara su parecer.

Y el Gobernador no se hacía de rogar. Estaba llegando a determinadas conclusiones y las exponía con franqueza.

—Me impresiona el equilibrio de la provincia. Forman ustedes una comunidad equilibrada. ¡Y mucho más sentimental de lo que imaginé! ¡Oh, sí! Son ustedes sentimentales, a pesar de las fábricas. Una palabra cariñosa, y se les hace la boca agua.

Y, desde luego, me encanta el sentido familiar que preside su forma de vivir. Esto es notable. Notable desde cualquier punto de vista.

En cierta ocasión, al regreso de la Cerdaña, zona bucólica donde el Gobernador apadrinó el bautizo de varios niños nacidos durante la guerra, siendo luego obsequiado con un espléndido banquete, seguido de un repertorio de canciones y poesías, comentó, con la mejor de las intenciones:

—Otro rasgo evidente es cierto infantilismo que se conserva en estas comarcas.

¡Con qué facilidad se ríe la gente! Mateo tiene razón, no cabe duda: hay que gobernar esto con sentido paternalista.

El profesor Civil, al oír este comentario, se creyó en el deber de emitir su juicio. Por descontado, ese infantilismo existía, así como existían el espíritu familiar y la faceta sentimental. No obstante, se permitía aconsejar al Gobernador que meditara con calma las consecuencias extraídas por Mateo. Mateo era muy inteligente, pero joven al fin y al cabo.

En primer término, el Gobernador no debía olvidar que esa comunidad equilibrada podía también engendrar monstruos, como muy bien quedó demostrado durante el período «rojo». En segundo término, las circunstancias en que él trataba a aquella gente debían considerarse de emergencia, dado que su visita equivalía un poco a la Fiesta Mayor, para la cual todo el mundo se pone el mejor traje o, dicho de otro modo, se disfraza. De suerte que decidirse a gobernar bajo el signo del paternalismo podía resultar peligroso… No, la comunidad gerundense, por llevar a la espalda el peso de una inmensa tradición y por haber conocido pruebas muy duras, a la larga opondría resistencia a una sumisión de ese tipo.

La evolución previsible, a su entender, era ésta: los gerundenses despertarían pronto de su estado de beatitud y entrarían irremisiblemente en una etapa de rabiosa ambición. Querrían resarcirse de las calamidades pasadas. El bebé se convertiría en poco tiempo en un mozo adulto, obsesionado por un propósito: trabajar. Sería preciso, pues, darle medios para ello, para que las bóvilas volvieran a cocer ladrillos y para que los arroyuelos como La Muga produjeran energía eléctrica y no truchas. Dicho de otra manera, si las palabras cariñosas no recibían el espaldarazo de las obras, las mujeres de la provincia, en vez de regalarle a él cestas de fruta, les dirían a sus hombres: «El Gobernador es muy simpático, pero no encaja aquí. Debería volverse a Santander, que es su ambiente y cuyas necesidades le resultarán más conocidas».

El Gobernador se quedó de una pieza. Sólo el respeto que le inspiraban la blanca cabellera del profesor Civil y los conocimientos históricos que éste poseía le impidieron contestar lo que le vino a la mente. Consiguió dominar su impulso y guardó un largo silencio, durante el cual casi deseó volver a fumar, como fumó durante la guerra. Por fin, volviéndose hacia el notario Noguer, que parecía adormilado pero que no se había perdido una sílaba, dijo:

—Esto es muy interesante. Muy interesante… ¿Opina usted lo mismo que el profesor Civil, mi querido notario Noguer?

Es de destacar que sus dos acompañantes, junto con «La Voz de Alerta», eran las únicas personas a las que el Gobernador no se había atrevido, a tutear.

El notario Noguer hizo como que se espabilaba, y mientras acariciaba la pelusilla del sombrero gris que sostenía en las rodillas, contestó:

—Opino exactamente igual, señor Gobernador. Y le diré más. Mi impresión es que ese espíritu de colaboración que encuentra usted ahora… es esporádico. ¡Bueno, no querría decepcionarlo! Pero hay realidades que no se pueden escamotear. Piense usted que este pueblo ha sido tocado en lo que más quería. Se le ha prohibido bailar sardanas; sus orfeones no pueden cantar en el idioma propio; los periódicos que se le dan dicen todos lo mismo; el programa único ha acabado con la polémica y la discusión, aficiones muy arraigadas entre nosotros; sabe que todas las órdenes emanan de Madrid… En fin, mi estimado amigo. Considero que todo esto acarreará problemas, que es cierto que la única válvula de escape será la avidez de trabajar y que la tarea de usted va a ser más compleja que mecer un niño en la cuna.

El camarada Dávila se dio cuenta de que había herido algo profundo. Sin embargo, no le importó, pues entre sus deberes no figuraba el de hacer masaje con polvos de talco. En cambio sí le importó la ironía subyacente bajo las palabras del profesor Civil primero y las del notario Noguer después. Y la incomprensión que éstas demostraban para con los postulados que él, con su camisa azul, representaba.

—Gracias por sus consejos, caballeros —dijo, sacando su tubo de inhalaciones—. Por lo visto les ha pasado a ustedes inadvertido que desde que llegué a esta provincia no he hecho más que esto: procurar localizar los problemas, creer que son y serán muy duros y que resolverlos exigirá en cualquier caso un esfuerzo titánico. ¡Claro, la máquina fotográfica me da aspecto de turista! En fin… Pero lo peor de todo es que hayan sentido ustedes la necesidad de advertirme que esta amable comunidad querrá trabajar y que reclamará nuestra ayuda. Aparte de que, si mal no recuerdo, en cierta ocasión le dije a nuestro querido chófer, el camarada Rosselló, que en lo único que no tenía fe era en los hechos —en las carreteras, en los embalses, en los buenos trenes—, resulta que la idea de producir es la piedra angular de nuestro sistema doctrinal; sobre todo el de los que, como mis tres hermanos y yo, los cuatro Dávila, procedemos de las JONS. Pero es que, además, parece ser que pronunciar aquí la palabra paternalismo es la ofensa más grave que un gobernante puede cometer… ¡Bien, señores! Cartas boca arriba. Su intervención me ha demostrado más que nunca que necesitan ustedes de esa protección. En primer lugar, porque yo no creo en las comunidades adultas, por mucha tradición que tengan. La masa es masa en cualquier parte, aquí y en Almería, con sólo diferencias de matiz. Y en segundo lugar, porque la experiencia de que el padre sea el pueblo y el bebé la minoría cultivada ya la hicimos, con los resultados conocidos. Así que, si ustedes me lo permiten, continuaré en mis trece, y mientras tanto, contemplaré el hermoso panorama que nos rodea.

Dicho esto, el Gobernador miró por la ventanilla el paisaje que desfilaba en aquellos momentos a ambos lados de la carretera. El coche descendía precisamente por los repechos de la llamada Costa Roja, ya cercana a Gerona, uno de los lugares preferidos por los milicianos de la FAI para llevar a cabo sus fusilamientos. El sol agonizaba y la tierra era una llama.

El notario Noguer y el profesor Civil estaban anonadados. Jamás sospecharon levantar semejante polvareda. También ellos se habían convencido más que nunca de algo: de lo expuesto que resultaba ponerle objeciones a un hombre acostumbrado a mandar, aun cuando ese hombre, en muchos momentos, se mostrara de lo más campechano y presumiera de «tener las puertas abiertas para todo el mundo» y de creer que resultaba extremadamente útil «escuchar a los demás».

Other books

The Age of Ice: A Novel by Sidorova, J. M.
Innocence Taken by Janet Durbin
Panama by Thomas McGuane
A Randall Returns by Judy Christenberry
The Bells by Richard Harvell
The Man Who Spoke Snakish by Andrus Kivirähk
The Christmas Bouquet by Sherryl Woods