Gusanos de arena de Dune (17 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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—Esto no debería haberse alargado de este modo.

—Le he fallado.

Los ojos legañosos relampaguearon.

—No me estás fallando solo a mí, estas fallando a tu pueblo. Si no despiertas, nuestra raza entera… nuestra historia y todos los conocimientos que llevo en mi mente… todo se desvanecerá. ¿Quieres ser el responsable de eso? Me niego a creer que Dios nos haya dado la espalda de ese modo. Lamentablemente, nuestro destino depende de ti.

El ghola parecía derrotado, como si un peso insoportable recayera sobre sus hombros.

—Estoy haciendo lo que puedo para alcanzar ese objetivo, padre. —Dijo la palabra deliberadamente—. Y mientras no lo consiga debe hacer lo posible por seguir vivo.

Por fin parece que demuestra algo de fortaleza, pensó Scytale amargamente. Pero no es suficiente.

— o O o —

Días después, el ghola estaba junto al lecho de muerte de su padre, su propio lecho de muerte. Se sentía como si estuviera viviendo una experiencia extracorpórea, viendo como su vida se escurría momento a momento. Le hacía sentirse extrañamente desconectado.

Desde el momento que salió del tanque axlotl, Scytale solo había querido a una persona: a sí mismo… su yo más viejo y el yo en el que se iba a convertir. Aquel hombre decrépito había proporcionado células de su propio cuerpo, células que en su interior llevaban recuerdos y experiencias, y los conocimientos de los tleilaxu.

Pero no le había proporcionado la llave para dejarlos salir. Por más que el joven lo intentaba, sus recuerdos se negaban obstinadamente a florar. Aferró la mano del anciano.

—Todavía no, padre. Lo he intentado una y otra vez.

Con sus propios ojos casi ciegos, el viejo Scytale miró furioso a su otro yo.

—¿Por qué… me defraudas de este modo?

Yueh había recuperado su vida pasada, y otros dos gholas —Stilgar y Liet-Kynes —lo estaban haciendo. ¿Cómo era posible que unas simples brujas salieran airosas allá donde un maestro tleilaxu fracasaba? Las Bene Gesserit no tendrían que haber sabido desatar la avalancha de experiencias. Si Scytale no lograba hacerlo, los tleilaxu quedarían relegados a los cubos de basura de la historia.

El anciano tosía y resollaba en el lecho, mientras el joven se inclinaba sobre él, con lágrimas rodando por sus mejillas. El viejo Scytale escupió sangre. Su decepción y desespero eran palpables.

Una llamada insistente en la puerta anunció la llegada de dos doctores suk. Al respetable rabino aquello le repugnaba visiblemente, mientras que el joven Yueh aún parecía sacudido por la reciente recuperación de sus recuerdos. Scytale vio en sus ojos que los dos sabían que el viejo maestro moriría en breve.

Entre las brujas había otras doctoras Suk, pero Scytale había insistido en que solo lo tocara el rabino, y solo cuando fuera absolutamente necesario. Todos eran powindah impuros, pero al menos el rabino no era una repugnante hembra. O quizá tendría dar preferencia a Wellington Yueh. El viejo maestro tleilaxu debía someterse a ciertos exámenes médicos, aunque solo fuera para mantenerse con vida hasta que su «hijo» despertara.

Scytale levantó la cabeza.

—¡Marchaos! ¡Estamos rezando!

—¿Cree que me gusta atender a los gholas? ¿O a un sucio tleilaxu? ¿Cree que quiero estar aquí? ¡Por mí se pueden morir los dos!

En cambio, Yueh se adelantó con su maletín y apartó al Scytale joven para comprobar las constantes vitales del anciano. Detrás de Yueh, el rabino miró a través de sus gafas entrecerrando los ojos con expresión carroñera.

—Ya no queda mucho.

Un hombre santo bien extraño, pensó el Scytale joven. Incluso comparado con el olor a antiséptico, medicamentos y enfermedad el hombre siempre había tenido un olor extraño.

—No podemos hacer gran cosa —dijo Yueh con voz compasiva.

—Un maestro tleilaxu no tendría que ser tan débil y decrépito —dijo el viejo Scytale respirando a boqueadas—. Es… impropio.

Su yo más joven trató de nuevo de desatar sus recuerdos, de devolverlos a su cerebro con la fuerza de su voluntad, igual que había hecho en incontables ocasiones. Aquel pasado esencial tenía que estar ahí, bien enterrado. Pero no notó el cosquilleo de las posibilidades, no vio el resplandor del éxito. ¿Y si es que simplemente no están? ¿Y si algo había salido mal? El pánico empezó a aumentar, su pulso se aceleró. No quedaba tiempo, no había suficiente tiempo.

Trató de ahuyentar este pensamiento. El cuerpo proporciona tanto material celular como se quiera. Podían crear más gholas de Scytale, intentarlo una y otra vez si hacía falta. Pero si ni siquiera había logrado despertar sus recuerdos, ¿por qué iba a tener más suerte un ghola idéntico sin la guía del original?

Soy el único que ha conocido al maestro tan íntimamente.

Le dieron ganas de sacudir a Yueh, preguntarle cómo había logrado recordar su pasado. Ahora las lágrimas brotaban sin trabas, caían en la mano del anciano, pero Scytale sabía que eran inapropiadas. El pecho de su padre se sacudió con un espasmo casi imperceptible. El equipo de soporte vital empezó a vibrar con fuerza, las lecturas fluctuaron.

—Ha entrado en coma —informó Yueh.

El rabino asintió. Como un verdugo anunciando sus planes, dijo:

—Demasiado débil. Va a morir.

A Scytale el corazón se le encogió.

—Me ha dejado por imposible. —Ahora su padre ya nunca sabría si lo conseguía o no. Se moriría lleno de preocupación y de dudas. La última gran calamidad en una larga línea de desastres que habían caído sobre la raza tleilaxu.

Sujetó la mano del anciano. Estaba tan, tan fría. Sintió que la vida se le iba.
¡He fallado!

Como si le hubieran golpeado, Scytale se dejó caer de rodillas junto al lecho. En su desesperación, supo con absoluta certeza que jamás lograría resucitar aquellos recuerdos rebeldes. Solo, no
¡Perdido! ¡Se ha perdido para siempre! ¡Todo lo relacionado con la gran raza de los tleilaxu!
No podía soportar la magnitud de la catástrofe. La realidad de su derrota era como cristal roto clavado en su corazón.

De pronto, el joven tleilaxu sintió que algo cambiaba en su interior, una explosión entre las sienes. Gritó, porque el dolor era insoportable. Al principio pensó que también él se estaba muriendo pero en vez de ser engullido por la oscuridad, sintió nuevos pensamientos que ardían descontrolados en su conciencia. Los recuerdos pasaron en un borrón, pero Scytale se aferró a cada uno de ellos, absorbiendo y procesándolo todo en las sinapsis de su cerebro. Los preciosos recuerdos volvieron al lugar adonde siempre habían pertenecido.

La muerte de su padre había roto las barreras. Finalmente Scytale había recuperado lo que se suponía que debía saber, el crucial banco de datos de un maestro tleilaxu, todos los antiguos secretos de su raza.

Imbuido por una nueva dignidad y orgullo, se puso en pie. Se enjugó las lágrimas, mientras miraba la copia desechada de sí mismo que yacía en el lecho. Ya no era más que un cascarón ajado. Ya no necesitaba a aquel anciano.

25

Estos niños-ghola contienen antiguas almas no muy distintas de las voces que oye una Reverenda Madre en las Otras Memorias. El reto está en llegar a esas viejas almas y explotarlas.

D
UNCAN
I
DAHO
, entrada en el cuaderno de bitácora de la nave

Con el cuerpo larguirucho de un adolescente, los recuerdos de una larga vida y la vergüenza de las cosas que había hecho, Wellington Yueh caminaba con una lentitud dolorosa. Cada paso le acercaba más al momento que tanto temía. Notaba una sensación de ardor allí donde debiera haber llevado el diamante tatuado. Al menos ya no tenía que lucir aquella mentira.

Yueh sabía que si pretendía que esta vida fuera distinta de la propensión a los errores de su pasado, debía enfrentarse a las cosas terribles que había hecho.

En la no-nave, miles de años después, en el otro extremo del universo, la Casa Atreides le rodeaba: Paul Atreides, dama Jessica, Duncan Idaho, Thufir Hawat. Al menos al duque Leto no lo habían resucitado como ghola. Todavía. Yueh no habría podido mirar a los ojos al hombre al que había traicionado.

Enfrentarse a Jessica ya sería bastante duro.

Mientras caminaba pesadamente hacia sus alojamientos, Yueh oyó voces, las risitas de una niña, y una adulta que la regañaba. De pronto, la pequeña Alia salió gateando de una puerta y entró por otra, seguida por una censora de rostro severo. La pequeña de dos años era extremadamente precoz, y manifestaba indicios del genio de la primera Alia; la saturación de especia en el tanque axlotl la había alterado en parte, pero no tenía acceso a todas las Otras Memorias como su predecesora. La censora entró detrás y selló la puerta. Ninguna de las dos había mirado siquiera a Yueh.

Alia era el ghola nacido más recientemente; el programa se había interrumpido después del espantoso asesinato de los tres tanques y los bebés no nacidos.
Al menos este crimen no tengo que llevarlo en mi conciencia.
Pero las Bene Gesserit pronto reiniciarían el programa. Ya habían empezado a discutir qué células debían implantar en los nuevos tanques. ¿Irulan? ¿El emperador Shaddam? ¿El Conde Fenring… o alguien mucho peor? Yueh se estremeció ante la idea. Temía que las brujas hubieran superado la mera necesidad y ahora simplemente estuvieran jugando con sus vidas, dejando que una curiosidad infernal les hiciera saltarse toda precaución.

Se detuvo ante las habitaciones de Jessica, tratando de ser fuerte.
Afrontaré mi miedo.
¿No decía eso la Letanía que las brujas tan a menudo citaban? En sus presentes encarnaciones como gholas, Jessica y Yueh estaban lo bastante próximos para verse como amigos. Pero desde que volvía a ser el doctor Wellington Yueh, todo había cambiado.

Ahora tengo una segunda oportunidad, pensó, pero el camino de la redención es largo, y la pendiente es acusada.

Jessica abrió cuando llamó a la puerta.

—Oh, hola, Wellington. Mi nieto y yo estábamos leyendo un libro de hologramas sobre los primeros años de Paul, uno de esos volúmenes que la princesa Irulan escribía continuamente. —Le invitó a pasar y dentro Yueh vio a Leto II sentado en el suelo enmoquetado con las piernas cruzadas. Leto era un solitario, aunque frecuentaba la compañía de su «abuela».

Yueh se sintió nervioso cuando Jessica cerró la puerta a su espalda, como si quisiera sellar su destino y evitar que huyera. Mantuvo la vista gacha y, tras dar un suspiro dijo:

—Deseo disculparme ante vos, mi Señora. Aunque sé que jamás podréis perdonarme.

Jessica le puso una mano en el hombro.

—Ya hemos hablado de eso. No puedes cargar con la culpa de cosas que sucedieron hace tanto. No eras realmente tú.

—Sí, lo era, puesto que lo recuerdo todo. A los gholas se nos creó con un propósito, y debemos aceptar las consecuencias.

Jessica lo miró con impaciencia.

—Todos sabemos lo que hiciste, Wellington. Yo lo acepté y te perdoné hace tiempo.

—Pero ¿volveréis a hacerlo cuando recordéis? Un día esas compuertas se abrirán en vuestra mente, las terribles heridas del pasado. Debemos afrontar la culpa que nuestros predecesores nos dejaron, porque de lo contrario todas esas cosas que no hicimos nos consumirán.

—Es un terreno desconocido para todos, pero sospecho que todos tenemos muchas cosas que justificar. —Trataba de consolarlo, pero Yueh no creía merecerlo.

Leto paró el holograma y levantó los ojos con una extraña mirada de inteligencia.

—Bueno, personalmente solo pienso responsabilizarme por lo que haga en esta vida. —Jessica estiró el brazo para tocar el rostro de Yueh con delicadeza—. No puedo entender lo que tuviste que pasar, lo que todavía estás pasando. Supongo que pronto lo sabré. Pero deberías pensar en lo que querrías ser, no en lo que temes ser.

En la boca de ella sonaba tan sencillo…, pero a pesar de sus esfuerzos, la voluntad de Yueh ya había sido doblegada una vez.

—¿Y si también hago algo malo en esta vida?

La expresión de Jessica se endureció.

—Entonces nadie puede ayudarte.

26

Crees que tus ojos están abiertos, y sin embargo no ves.

Amonestación Bene Gesserit

Las aguas rompían contra el arrecife negro en Buzzell, levantando un velo de espuma. La madre comandante Murbella estaba junto a la que fuera una hermana caída en desgracia, al pie de la bahía, observando los juegos de los fibios en el agua. Aquellas criaturas anfibias de piel lisa y brillante nadaban en grupo, sumergiéndose bajo las olas para saltar de nuevo a la superficie.

—Les encanta su nueva libertad —dijo Corysta.

Como delfines en un mar de la antigua Tierra
, pensó Murbella admirando sus formas. Humanos… y sin embargo tan drásticamente diferentes.

—Me interesa mucho más verlos recoger soopiedras. —Volvió el rostro al viento salado. Unas nubes grises empezaban a formarse, pero el aire seguía siendo cálido y húmedo.

—Nuestras deudas en esta guerra son abrumadoras. Hemos forzado nuestro crédito más allá de sus límites, y algunos de nuestros proveedores más vitales ya no aceptan nada que no sea palpable…

En los meses transcurridos desde que partió de Oculiat, la madre comandante había viajado de planeta en planeta estudiando las defensas de la humanidad. Viendo el gran peligro que corrían, reyes, presidentes y señores de la guerra ofrecían naves independientes que añadir a las nuevas naves de la Cofradía que salían de los astilleros de Conexión. Cada gobierno, cada grupo de mundos aliados se apresuraba a inventar o adquirir nuevo armamento que utilizar contra el Enemigo, pero hasta el momento nada había funcionado. Los ixianos aún estaban probando los destructores, cuya fabricación había resultado más complicada de lo que se esperaba. Murbella seguía exigiendo más trabajo, más material y sacrificio. No sería bastante.

Y la guerra seguía. Las epidemias se propagaban. La flota de máquinas destruía cada planeta habitado por humanos que encontraba a su paso. Cerca del límite de una de las zonas principales de combate, otras tres imitadoras de Sheeana habían encendido a las gentes, atrapadlas entre el yunque y el martillo, pero en vano. Por el momento, desde que Omnius había iniciado su marcha por el espacio, Murbella no podía proclamar ni una sola victoria clara.

En estos momentos de debilidad, las posibilidades le parecían ínfimas, los obstáculos insuperables. Milenios antes, los humanos que lucharon en la Yihad Butleriana habían afrontado otra situación imposible, y vencieron, pero solo porque aceptaron pagar un precio abrumador. Arrojaron incontables armas atómicas que no solo destruyeron a las máquinas pensantes sino también a trillones de humanos que habían vivido esclavizados. Aquella victoria pírrica dejó una mancha imborrable en el alma humana.

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